Opinión
Los ladrones de libros
Por Carlos Duarte Moreno
(Especial para el Diario del Sureste)
Once de la mañana. Estamos en la redacción del Diario del Sureste. Clemente López Trujillo, con una obra de Calderón de la Barca bajo el brazo, pasea mientras habla, mostrando su sonrisa espontánea y su esbozo de Chaplin inquieto, gracias a su bigotillo a veces descuidado; Leopoldo Peniche, en el escritorio, peina no sé qué remitidos de corresponsal que no anda en buena armonía con el lenguaje; Esther Domínguez, diminuta, perseverante, teclea en la máquina de escribir; Oswaldo Baqueiro Anduze, con inconfundible costumbre, parece que observa con el cuerpo el cogote y mueve sus ojos inquietos un poco delatadoramente, gritadores de inconformidad con la vida; el licenciado Burgos Brito habla, pronunciando claro y fuerte, como en un ejercicio de enseñar gramática. El sol caldea el aire. El aire es un bostezo de calenturiento sobre nuestra frente. Hablamos de autores, de libros, de arte, de actualidades. Se recuerda al doctor Amézquita, se habla del licenciado Cervera Buenfil. Reímos de algunas anécdotas que nos cuenta el director. Es que hemos abordado el tema de los lectores, de los que devoran libros, de los que destruyen los libros que reciben en préstamo, o los regalan como cosa de su propiedad. Por último, llegamos al punto de los que roban libros de las bibliotecas. Clemente López Trujillo nos cuenta entonces que el licenciado José Vasconcelos, siendo ministro de Instrucción Pública, llegó un día a la Biblioteca Nacional y preguntó cuántos libros habían desaparecido aquel mes.
-¡Diez, señor licenciado!
Tal fue la respuesta que, un poco apenado, dio el director.
Y entonces el licenciado Vasconcelos repuso con marcado y espléndido dejo de desilusión:
-¡Muy pocos, muy pocos…!
Eso quería decir que debía ser mayor el número de volúmenes desaparecidos. ¿Por qué? Porque era demostración de deseo de adquisición noble, de afán de retención de antorchas, de una cleptomanía colectiva merecedora de loas.
La verdad, como la justicia, como la belleza, si se salvan de los limos de las pasiones de los hombres que las utilizan en el menguado ejercicio de sus gulas, resplandecen y resplandecerán siempre, sirviendo para todos, si se tiene el sereno valor de mirarlas frente a frente, con amplio sentido y valoración libre de dogmas. En esta virtud, verdad para unos, símbolo para otros; de un lado evocación sin sinceridad para explotar a los ilotas, y por otra, figura laica y trashumante, inquieta, batalladora y pobre.
Aquel hijo del carpintero, a quien entregó el traidor con un beso en la frente para luego ahorcarse, carcomido de arrepentimiento inútil, en uno de los árboles que crecían en las tierras del valle de Josafat, dijo un día:
-¡No solamente de pan vive el hombre!
¡Y es verdad! ¡Pan, pan…! Las gentes no cejan en su lucha, cada quien como pueda, cada quien con las armas, en la posición que quiso la suerte… Pero, ¿y nuestro espíritu? ¿Nuestra mente?
El hambre de pan es la que más nos conmueve, pero no es la más digna de conmovernos, ha dicho Nervo. Entre un hombre que roba un pan y otro que hurta un libro, ¿qué caso es el más patético? Leer, leer… Nutrirse, llegar al conocimiento. A menos ignorantes, menos esclavos. La grandeza de un país no debe medirse por el número de sus habitantes sino por el de sus ciudadanos, expresó la voz maestra. Libros, maestros de escuela que sepan ser maestros, que tengan vocación para el magisterio; maestros a quienes no les pese el título y lo lleven a cuestas con fastidio, con ribetes aniquiladores de martirio, bibliotecas abiertas de par en par… avidez del pueblo que quiere leer…
Sin embargo, honrado es reconocer que la Bagdad está lejana, y que antes de llegar a ella morirán muchos camellos nuestros de cansancio y de sed, y pereceremos muchos de la caravana, de sed y cansancio…
La música de la carioca sobra para derrotar a Mozart; llenamos la plaza de toros y despoblamos la biblioteca; concurre una minoría silenciosa a un recital de nobles sugerencias y se congestiona el amplio local en que se verifica una función de box, con una muchedumbre que grita y patalea. No es, no puede ser de otro modo; se trata de la evolución de los individuos, del gradual ascenso de los pueblos; pero, verdaderamente, en algunos instantes, lleva el espectáculo hasta los límites de la sublevación. Todo lo que se haga por avivar en las masas el deseo de instrucción y de cultura será arar, sembrar y cosechar frutos cuyas semillas resuelven la suerte del futuro. A cada instante oigo que muchos reclaman el derecho de gentes y, desgraciadamente, no se han preocupado por ser gentes. Ya sabemos que no es lo mismo ser individuo que persona; pero hay quienes caen con frecuencia en la equivocación. Y por eso contemplamos el desdén andante que desprecia el libro.
En nuestra biblioteca, ¿cuántos libros desaparecen mensualmente, hurtados por el lector, bien pudiéramos decir, divinamente culpable?
“¡Comete el delito de robo aquel que se apodera de alguna cosa sin el previo consentimiento de su dueño o de la persona que pueda disponer de ella conforme a la ley!” Parece que escucho la definición irritante de un abogado en conserva, tratando pobremente, con aire de dictaminador inapelable, esta cuestión de los que, queriendo guardarlos para su deleite, roban volúmenes de las bibliotecas.
Si juzgando desde la justicia distributiva de las cosas el derecho a la vida que no se limita a comer, con burla justa al derecho penal, no condenamos en nuestra conciencia al que roba un pan -pan de la boca y pan del espíritu-, ¿debemos condenar al que roba un libro?
Mérida, Yucatán.
Diario del Sureste. Mérida, 26 de junio de 1935, p. 3.