‘Los auténticos guerreros no temen a la muerte. Algunos creen en la reencarnación; otros piensan que no hay nada, que la oscuridad eterna aguarda a quien recibe el abrazo de la muerte.’ – AYUMI KOIZUMI, Cronista
Kadashi murió. Ningún ser humano, por poderoso que fuera, podría soportar tantos horrores y sobrevivir. No sin órganos vitales, sin miembros, sin tripas… Mengele utilizó todos y cada uno de los instrumentos que llevó para su laboriosa tarea. Para la parte final del proceso de transformación, la electricidad fue una constante del tratamiento. El parpadear de la luz con cada descarga eléctrica sobre aquel cuerpo rebotaba en las paredes de aquel siniestro bunker oculto en aquella selva guatemalteca. Aún para los mercenarios más duros, resultaba perturbador que aquel doctor demente que apestaba a formol se encerrara por meses en aquella mazmorra para hacer cosas impensables a aquel japonés que osó herir a alguien intocable del régimen que gobierna al mundo. Aquel nazi los asustaba: el simple hecho de que tuviera más de cien años y siguiera vivo era tremendamente chocante. Los sorprendía que la víctima jamás emitiera un solo grito; eso no era normal.
Esteban, un ex Kaibil maldito asignado en aquel horripilante escondite de concreto, trabó amistad con un mercenario ruso que aseguraba que el doctor Mengele estuvo varios años trabajando en un bunker subterráneo en Argentina en 1950, aunque sin detallar la posible ubicación del supuesto complejo donde supuestamente realizó experimentos con personas que eran secuestradas para ser usadas como conejillos de indias. Igor Chielko, que era el nombre del paramilitar, explicó que conocía la historia porque su abuelo, que fue veterano de la Segunda Guerra Mundial, estuvo asignado en un escuadrón internacional que fue enviado a capturar al siniestro médico científico, no para asesinarlo, sino para anexarlo al séquito de los amos del mundo.
El guatemalteco y el ruso realizaban labores de vigilancia en el vestíbulo del primer acceso del bunker, al que se llegaba descendiendo por unas amplias escaleras que desembocaban en los tres anticuados elevadores que descendían a los diferentes niveles del refugio. Era un trabajo rutinario y hasta cierto punto aburrido: era un refugio prácticamente en desuso al que rara vez llegaba algún prisionero para ser torturado. Por ello, la presencia de un personaje tan escalofriante como aquel anciano alemán rompía la monotonía, pero a un precio demasiado elevado.
Semanas después, llegaron bien resguardados por un comando de élite dos personajes más, igual de ancianos que Mengele, e igual de apestosos a formol, al parecer científicos. De inmediato se unieron a aquella interminable labor.
El soviético compartía su vodka con el Kaibil, y éste le correspondía con su ron. Aburridos, apostaban tratando de adivinar qué demonios estaban haciendo con aquel ninja o, mejor dicho, qué hacían con sus restos: habían ayudado al nazi cuando necesitó cercenar las piernas y los brazos. Para ellos, el prisionero ya vivo no estaba, era imposible. Pero entonces… ¿qué hacían aquellos locos?
Llevaban meses sin ser requeridos en el interior de la mazmorra, así que la curiosidad les carcomía el cerebro, quizá porque así combatían el tedio, al que consideraban su peor enemigo.
Fue hasta un día de finales de diciembre que el doctor los llamó por el intercomunicador, invitándolos a entrar para contemplar el resultado de su trabajo.
Los mercenarios no pudieron ocultar su entusiasmo, llevaban meses esperando aquel momento.
En el interior, los dos colegas del líder estaban parados cada uno a un lado del mueble que mantenía apresado al ser que permanecía acostado en la enorme mesa quirúrgica de metal. Detrás estaba Mengele, con una sonrisa siniestra que quizá trataba de ser traviesa.
Los asesinos se acercaron para ver de cerca la obra de aquel científico loco.
Era un cuerpo grande el que allá estaba tendido, un cuerpo fuerte, musculoso, aunque con un tono de piel demasiado inquietante, muy difícil de clasificar en la paleta de colores conocidos. Como estaba asegurado de brazos, piernas, cuello y tórax, no se alcanzaba a distinguir del todo, pero sí lo suficiente para advertir que aquello no podía ser humano sino una especie de híbrido con alguna clase de bestia.
El doctor Mengele, con una sonrisa que dejaba ver el orgullo que sentía por su creación, les explicó que, cuando Hitler inició la conquista de Europa, contactó con fuerzas ocultas que le permitieron conocer diversos secretos claves que fueron utilizados por el Führer en su proyecto de crear una raza perfecta. Muchos fueron los experimentos, los fracasos cada vez más evidentes. De nada sirvieron los miles de muertos. El proceso de purificación era imposible. Sin embargo, a la inversa las cosas sí funcionaban: descubrieron que podrían dar vida a un ejército de mutantes que sembraría el terror en Inglaterra, los Estados Unidos y cualquier país enemigo que osara oponerse al demoledor paso del Tercer Reich. Todo se fue al traste con la derrota de Alemania. Para su fortuna (y recalcó que también para fortuna de la ‘ciencia’), los nuevos amos del mundo lo reclutaron y pudo así continuar sus investigaciones, logrando finalmente dar vida a la que consideraba su obra maestra…
Aquello que alguna vez fue Kadashi abrió los ojos.
No alcanzó a comprender dónde estaba, ni quién era… Despertó de una espantosa pesadilla y ahora se descubría aún amarrado a aquella mesa helada.
Sintió dolor, pero no tan intenso. Trató de enfocar su mente, al mismo tiempo que aspiraba un enorme bocado de oxígeno, comprobando que aún tenía pulmones.
Escuchó risas, aplausos y el chocar de copas… ¿Eran botellas?
Alguien celebraba, pero no entendía qué motivaba aquella euforia. Intentó agudizar el oído, pero recordó que los tímpanos le habían estallado… Entonces ¿por qué escuchaba tan bien?
Los científicos y los mercenarios bebieron champaña que Mengele repartió para todos, manifestando su orgullo por haber logrado aquel milagro de fusionar la humanidad del prisionero a aquel nuevo cuerpo. La definió como la máquina perfecta.
El Kaibil preguntó qué era aquello que se revolvía en la mesa. El nazi les explicó que era un guerrero con un cuerpo perfeccionado, diseñado para optimizar partes fundamentales, eliminando otras innecesarias como, por ejemplo, el sexo. Su función no era reproducirse, sino asesinar enemigos. Puntualizó que la proeza no radicaba en la manipulación física, alterando aquella carne para potencializarla, sino en la conexión de las sinapsis del ninja, de tal manera que garantizaran que aquel cuerpo seguiría al pie de la letra las indicaciones que ordenara la mente.
El ruso, que bebió el doble que los demás, ya evidentemente briago, quiso saber si aquel ente tenía estómago y culo para cagar.
Mengele, sin perder la serenidad, contestó que por supuesto tenía estómago ya que, como cualquier máquina, requería de combustible. Para mantener en forma a aquella masa de carne de casi dos metros de altura se requería de muchísimo alimento y de un elemento vital.
El guatemalteco pregunto cuál.
El doctor Mengele convirtió su sonrisa en una mueca y con la cabeza indicó a sus dos asistentes que abandonaran la mazmorra. Al dirigirse a la salida, ordenó a ambos ‘Soldados de la Fortuna’ que cuidaran al monstruo.
Los mercenarios demasiado tarde se dieron cuenta de que algo no estaba bien: la droga depositada en sus bebidas les impidió moverse.
Mengele se despidió de ambos.
Antes de cerrar herméticamente el portón, hizo una pausa y, mirándolos fijamente, les informó que el elemento vital que requería la bestia era la sangre y que se alimentaba de carne humana.
Continuará…
RICARDO PAT