‘Shinobi-no-mono eran entrenados desde niños para convertirse en perfectas máquinas de matar. Sin embargo, lo más complicado para cada guerrero era perder el miedo a la muerte, porque ellos sabían que no existe un universo en expansión, sino multi universos que se entrelazan en distintos tiempos, en diferentes circunstancias.’ – AYUMI KOIZUMI, Cronista
Hiroshi sabía que no había escapatoria. Los últimos meses habían sido de constantes movimientos, mudándose de un país a otro, tratando de prolongar lo más posible el inevitable enfrentamiento con el ‘Asesino de Negro’.
Enfrentaba una lucha interna muy aguda, mientras trataba de controlar la emoción que el distanciamiento impuesto por Chieko le despertaba. Le resultaba irónico que, ahora que la tenía bajo su cuidado, existiera aquel muro de indiferencia. Ella se mantenía empecinada en aprender todo lo que fuera posible sobre el milenario arte shinobi. Aquella determinación lo ponía mal: era admirable la tenacidad de Chieko, la manera en que se concentraba tan solo en aprender, poniendo todo lo demás en segundo o tercer término, pero a la vez le resultaba chocante.
Además, sus sesiones de intercambio sobre el legado de Mitsu e Hiraku en el clan Matsumoto se volvieron prácticamente imposibles ante la situación. Así que el ninja miraba pasar impacientemente las hojas del calendario, sin poder dirigirse a su amada.
Para aumentar su tortura, ella utilizaba muchas horas para sus viajes interiores, meditando con una concentración tal, que prácticamente se desconectaba del mundo exterior.
Obligado por estas circunstancias, Hiroshi encontró refugio en el entrenamiento. Si no podía acercarse a Chieko, imitaría su ejemplo de terquedad física y mental. Quizá era tiempo de reconectarse con los sabios que habitaban en su mente, regresar a un arte milenario que había aprendido desde sus años mozos. Entrenar, prepararse para la confrontación final, no solo físicamente, sobre todo mentalmente. Quizá así el dolor que le producía el amor por Chieko desaparecería.
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Hiso vivía un tobogán emocional desde hacía días. Kadashi la había amado tanto y tan seguido, que su torrente emocional se desbordó, confirmando en su yo interior que era una esclava de aquel ser humano. Moriría por él cuando llegara el momento, lo sabía, lo confirmaba ahora en esa cabaña perdida en los Alpes suizos.
Se sorprendía cómo Kadashi encontraba nuevas formas de hacerla alcanzar la cúspide del placer sexual. Le sorprendía, porque con él había recorrido infinidad de habitaciones del monumental edificio del gozo carnal. Una de esas noches de éxtasis, lo escuchó hablar otro idioma mientras la penetraba; fue como si su amante se desdoblara, permitiendo que otra alma ocupara su cuerpo para satisfacerse con ella, como si fuera una ofrenda garantizada en alguno de los pactos oscuros que él practicaba cada vez con mayor frecuencia. La idea la perturbaba, al mismo nivel que la excitaba. Sabía que se condenaba; que, si realmente después de la muerte existía algún tipo de juicio, ella no tendría pretexto y ardería en el infierno. Había mentido, abusado, robado, matado y usado su cuerpo para las prácticas más denigrantes. Desde que Kadashi entró en su vida, mucho de lo que había aceptado fue con su consentimiento, así que no culpaba a nadie de cada paso que había dado hasta ahora.
Sus elucubraciones fueron interrumpidas cuando los espías de su amo llegaron con la ubicación de sus elusivas víctimas. Todo indicaba que se ocultaban en una residencia del Atolón de las Rocas, conformado por dos islas en Río Grande do Norte de Brasil, con una extensión de 360 kilómetros cuadrados, y con una superficie terrestre de apenas 36 kilómetros. Los guerreros asignados a las tareas de espionaje creían que sus enemigos habían escogido ese sitio, quizá con la intensión de buscar escape a través de los 7,431 kilómetros de línea costera de aquel país.
Hiso estaba feliz al ver a su amado tan entusiasmado, planificando la incursión a aquel atolón para eliminar de una vez por todas a aquellos estorbos del clan Matsumoto. Ella sabía que el líder de los Fukuda tenía ambicioso planes, y que lo único que se interponía en su realización era aquella pareja.
Sus analistas calcularon que Hiroshi y Chieko contarían cuando mucho con una docena de guardianes, por lo que no habría problemas para eliminarlos, principalmente porque aquellos necios persistían en utilizar armas tradicionales para defenderse y atacar, mientras que las huestes de Kadashi utilizaban lo más modernos armamentos. Una invasión con 30 asesinos era más que suficiente para finiquitar la tarea, aunque sí se aseguraron de que estos fueran realmente los mejores del clan. Por ello, en los siguientes días, asesinos de varias partes del mundo viajaron rumbo a Paraguay, camuflados como turistas nipones que vestían de manera ridícula, cargando una enrome cantidad de cámaras. Era el disfraz perfecto para caminar por Asunción sin despertar sospechas.
Kadashi informó que él, Hiso y cuatro de sus hombres irían primero a Amambay, a una reunión con uno de sus contactos de la Compañía, la organización más letal del mundo al servicio de la élite que gobernaba todo. Le ofrecían una de esas misiones que era incapaz de rechazar, seguramente en algún miserable país sumergido en la miseria a causa de conflictos armados. Quizá había que eliminar a algún dictador que, habiendo sido colocado por ellos, ahora estorbaba sus nuevos planes. La cita era a las 6 de la tarde de aquel caluroso jueves del mes de octubre, en una hacienda perteneciente a un importante narcotraficante, ubicada al norte de la región oriental del país.
Viajaban en dos vagonetas de color negro. En la primera iban el chofer, un sicario y tres de los guardias de Kadashi; en el segundo iban este, Hiso y su principal lugarteniente, Fujio, quien viajaba delante, junto al chofer.
Ella sabía que en este tipo de situaciones su amante se excitaba, por lo que no tuvo reparo en comenzar a acariciarlo por encima del pantalón. Este la volteó a ver, dedicándole una sonrisa cómplice, antes de besarla de manera apasionada.
Hiso cerró los ojos para disfrutar plenamente aquel intercambio de salivas cuando una estruendosa explosión los hizo separarse de inmediato: un misil había impactado a la vagoneta delantera que, al explotar, se elevó varios metros, cayendo fuera de la rudimentaria carretera.
Por instinto, el chofer de la segunda unidad giró violentamente el volante. La maniobra logró que el segundo obús se impactara en el suelo, aunque la ola expansiva hizo que rodaran por la ladera.
La camioneta quedó de cabeza. De inmediato, los sobrevivientes salieron por las ventanas rotas. El conductor se había fracturado el cuello. Fujio sacó tres metralletas, pero no alcanzó a entregarlas a Kadashi porque una lluvia de balas lo hizo papilla. Los sicarios avanzaban por la derecha, disparando ráfagas de sus Golden Eagle G36C. Hiso y su amante apenas lograron ocultarse detrás de los restos del vehículo.
El japonés lanzó dos granadas fragmentarias, eliminando a varios enemigos, y aturdiendo a los que venían detrás. Esas fracciones de tiempo fueron suficientes para que dos demonios orientales, aquel hombre y aquella mujer, salieran disparando sus respectivas metralletas REF 38353.
Los atacantes jamás imaginaron que sus aparentes víctimas vinieran directamente contra ellos, moviéndose a una velocidad imposible, tal como si fueran demonios. Los papeles se invirtieron de manera dramática. Del escuadrón de 15 asesinos enviado a eliminar al jefe nipón, solamente uno quedó vivo, y eso fue porque Kadashi necesitaba respuestas.
No les resultó difícil encontrar los vehículos de los sicarios. Trepando a uno, huyeron a sitio seguro.
Horas después, en un refugio ubicado en las afueras de la capital paraguaya, el siniestro líder japonés inició el interrogatorio del maltrecho sicario. La primera negativa fue castigada con la amputación del brazo derecho. Sorprendido y espantado a la vez, el prisionero osó insultar a su rival; el otro brazo también fue cercenado. No fue hasta que del tipo solo quedaba el torso que soltó toda la información.
La monja que Kadashi había decapitado en Liberia era la hermana de un alto mando de la Compañía. Al actuar como lo había hecho, Kadashi había sellado su sentencia de muerte. Debido a aquel exceso, todo lo que hasta entonces había construido amenazaba con desplomarse estrepitosamente.
Continuará…
RICARDO PAT