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Exposición

Lucinda Urrusti y Sylvana Burns, en el Museo Kaluz

La exposición Miradas afines: Lucinda Urrusti y Sylvana Burns, en el Museo Kaluz de la Ciudad de México, tiene la particularidad de reunir a dos artistas en primera instancia muy disímbolas, que se expresan por medios diferentes: la primera por la pintura y la segunda por la fotografía.

Cuando se sabe, por lo demás, que Lucinda Urrusti (Melilla, 1923-México, 2023) quien lamentablemente falleció a unos días de la inauguración, es la abuela de Sylvana Burns (México, 1994) uno se podría preguntar si la razón principal por la que la obra de ambas artistas ha sido reunida aquí no obedece únicamente a este lazo sanguíneo. Me apresuro a decir que no es así, ya que la exposición —“curada” por Karen Cordero Reiman y Ery Cámara— es el fruto de reflexiones que, si bien giran en torno a la noción de afinidad, van mucho más allá que dar a conocer el parentesco genético que existe entre las dos mujeres.

Por supuesto, el más evidente de los hilos conductores de la exhibición es que ambas artistas son de género femenino y que, entrado el siglo XXI, resulta imperativo otorgar visibilidad al trabajo artístico de las mujeres. En ese sentido, el discurso curatorial continúa dentro de la línea de la exposición (Re)Generando, que también incluye una obra de Urrusti, visible, por cierto, desde una de las salas de la muestra aquí comentada gracias a un balcón que conecta los dos pisos en que se encuentran situadas ambas exhibiciones.

Si la muestra tiene como propósito “analizar qué sucede cuando las mujeres representan los cuerpos desnudos de otras mujeres”, ya que “el género del desnudo femenino se ha desarrollado en la historia del arte principalmente desde una mirada patriarcal” (Cordero Reiman), suscita interrogaciones y problemáticas que no sólo son de orden político y social, sino que atañen a problemáticas puramente estéticas.

En efecto, una de las apuestas museográficas ha sido la de exponer, lado a lado, la obra de las dos artistas con el propósito de subrayar sus afinidades formales, observables, por ejemplo, en la posición de los modelos o en los contrastes entre luz y sombra que se repiten en los desnudos de una y otra. Esto sin duda es un guiño un tanto inesperado —dado el carácter contestatario del discurso curatorial— a una historia del arte más tradicional, como la practicaba Heinrich Wölfflin. Es notable, además, que los curadores hayan logrado así revelar no sólo similitudes formales entre las dos obras, sino verdaderas afinidades “espirituales” entre una y otra artista.

Por supuesto, nos encontramos aquí frente al dilema de plantearnos si existe una sensibilidad esencialmente femenina —en oposición a otra masculina— que se pudiera constatar a través de las formas artísticas. En los desnudos femeninos de Urrusti hay cierta evanescencia y una suerte de delicada introversión “intimista”, señalada anteriormente por la mayoría de sus críticos y asumida por ella misma, que constituyen características “tradicionalmente” atribuidas a lo “femenino”. ¿Es en este carácter “etéreo”, presente igualmente en algunas de las fotografías de Sylvana Burns, que hay que situar el parentesco “femenino” de la mirada de ambas artistas?

Sin pretender resolver aquí tan espinoso problema, cabe decir a manera de respuesta que, si bien es cierto que algunos de los desnudos de las dos artistas comparten cierta vaporosidad luminosa, particularmente evidente al comparar Desnudo horizontal en negro de Urrusti con Emily de Burns, es muy a menudo de manera contrastante que la relación entre ambas artistas se hace evidente. Los retratos de la serie Normandie, de Sylvana Burns, por ejemplo, a pesar de cierta suavidad inherente que sigue haciendo eco a la obra de Urrusti, lejos de ser etéreas, resultan al contrario contundentes, tanto por la definición natural de la fotografía como por la asertiva voluntad de la artista de plantear una mirada propia sobre el cuerpo femenino que reta abiertamente ciertos estereotipos ligados al deseo “masculino”.

Dadas las innegables afinidades formales que existen, sin embargo, entre ambas obras, uno se puede preguntar si la voluntad de afirmación observable en la obra de Burns no estaba ya contenida en germen en la de Urrusti, esperando aflorar en algún futuro hipotético de su desarrollo. En todo caso, esto último nos pone frente a otra irresoluble interrogante: ¿Acaso es que el “espíritu” de una artista puede prolongarse en su descendiente a la manera de una herencia de linaje?

ESTEBAN GARCÍA BROSSEAU

garciabrosseaue@gmail.com

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