LXXXVII
DICOTOMÍA
Despertó cuando la noche ya era adulta. Tomó de la mesita la pastilla que lo hacía soñar. Se deslizó hasta el baño; el chorro ininterrumpido reveló la cantidad de agua que había bebido antes de irse a descansar. Su esposa debía estar a su lado en esa amplia cama, pero no estaba. Ahora dormía -desde que había partido- en la cama hecha de nubes celestiales.
Hacía tres meses que estaba solo. Solo. La palabra representaba más de lo que significaba, al menos para él.
Al entrar en la cama, entró también ipso facto al mundo desconocido de los sueños.
Soñaba, y mientras soñaba su cuerpo se convulsionaba dramáticamente, como si un enjambre de abejas lo controlara por dentro. Adentro, no de él, sino del sueño, un microcosmos se desenvolvía con terror.
Tres hombres lo traspasaban una y otra vez con espadas samurái, y entre una y otra herida él volvía a vivir. Moría y vivía casi al mismo tiempo. Los atacantes expertos eran también incansables guerreros. Sin embargo, el hombre resurgía siempre con mayor ímpetu. La inmortalidad lo mantenía de pie, íntegro, indestructible, inaccesible a la muerte.
La respiración acelerada estaba de este lado; la inmutable paz del otro. De este, los espasmos consecutivos; del otro, el dominio superior del cuerpo. Ante la dicotomía manifiesta en ambos lados, el quebranto del alma, las dolencias ocultas; ante los aciagos minutos, el reposo que encuentra morada, que se funde en un abrazo entre lo eterno y lo perecedero, entre lo etéreo y lo tangible…
JORGE PACHECO ZAVALA