LXXV
UN ÚLTIMO BESO
Me acostumbré a visitarla en las festividades, como si se tratara de un hábito recién adquirido, pero debo reconocer que gradualmente fui apareciendo con mayor regularidad.
Me detenía en las enredaderas de la entrada de la casa hasta que todo quedaba en silencio. Luego entraba a su habitación y la besaba en la mejilla un par de veces y volvía a la entrada, esperando no sé qué. Ella parecía intuir mi presencia, pues dejaba la puerta entreabierta, quizá con la vaga expectativa de quien anhela lo que ha perdido.
Me convertí en su guardián invisible por algún tiempo. De nuevo era yo y nadie más. Creo que siempre hay alguien que vela por nosotros sin que lo imaginemos.
Pasaba horas en el pórtico, recordando los días en que sus caricias me alentaban a luchar, pese a mi enfermedad ya avanzada. Olía todo lo que aparecía a mi paso, podía reconocer en los aromas su huella, su inefable amor por mí.
Pero un día el llanto y la nostalgia cesaron.
Un nuevo inquilino llegó.
Justo esa noche me disponía a entrar como siempre. Lo vi ahí, ocupando mi tapete café, suvenir afgano de mil batallas. Era peludo y enano. Delicado y frágil. Era evidente que ya la amaba.
Esa noche la besé por última vez. Fue el beso en la mejilla más tierno que yo pueda recordar. También creo que a veces ángeles nos besan sin saberlo.
Salí en silencio mientras el enano peludo dormía plácidamente…
JORGE PACHECO ZAVALA
Muy tierno