Con sabor a provincia
Por Carlos Duarte Moreno
(Especial para el Diario del Sureste)
Acaba de mudarse al lado de mi casa un hojalatero. Calvo como el que más y con una barbilla de punta de mango hasta lo indecible pronunciada, campechanamente ha venido a ofrecerse como corresponde a todo buen vecino. Y aprovechando esto me ha hecho partícipe de sus peripecias con motivo del cambio, endilgándome, sin que hubiera razón para ello, que la canela molida es buena para el asma y que los zapatos de tacón alto no convienen a los cardíacos. Con insistencia rayana en la mala educación ha golpeado mi negativa cortés de no acompañarlo a tomar chocolate con “mucbil-pollos”, que según él –y luego yo comprobé- hace su mujer, “como nadie los hace en todo barrio”. Porque ha dado la casualidad de que venga a participarme su vecindad, precisamente el día de ayer, primero de este mes.
-¡Es que quiero que mi casa se honre! No tenía yo el gusto de ser su amigo; pero de aquí en adelante…
-Desde luego, ¡mucho gusto!
-Pero acepte usted, se lo suplico. Nada más fueron dos gallinitas, ¿sabe? ¡porque sólo se hicieron para la familia!; pero oiga; ¡esas son gallinas! ¡Puro maíz! Sobre todo, una de ellas, la jabada, ¡ave María!, ¡niño!, ¡como dos cuartas de pechuga y más empella que un cerdo!
-Bueno: ¡pues iré!
-Pero ¿seguro?
-Hombre, ¡cuando yo se lo digo!
-Mi mujer se va a morir de gusto. No ve usted que es muy aficionada a leer; ¡y siempre está al tanto de lo que usted publica!
-Caramba, ¡muy agradecido!
-Hasta voy a invitar a mi sobrina que lo quiere conocer…
-¿Hasta eso?
–Masi no le gustan a usted las muchachas.
-¡Esa es precisamente mi debilidad!
-¡entonces le esperamos!
-¡Trato hecho!
Y no he tenido más remedio que ir. Como batiendo dianas, mi entrada ha sido saludada con un ¡tan, tan, tan! aparatoso. El vecino atento deja el martillo de madera y unas hojas de lata que machaca sobre el yunque y casi tragándose los espejuelos que se le han escurrido hasta los labios, en una como especie de freno, viene a mi encuentro con júbilo que parece, por lo desesperado, falso. Me presenta a su mujer –la campeona de los pibes-; ciento ochenta kilos aproximadamente de carne sudorosa; cara de queso relleno –por lo redonda, mofletuda y pintada- y una boca sonriente que, hablando con honradez, no tiene ni doce pulgadas exactas de largo. Con un “perdone usted que no le dé la mano porque la tengo manchada”, me hace una inclinación de cabeza y pidiendo “con permisos” melosos, se retira con un andar suave y acompasado.
Entonces le toca su turno de presentación a la sobrina. Antítesis corporal: ¡más flaca y alta que un hilo de fideo! Llego a imaginarme que lo único que tiene de carne es la lengua. La verdad es que no sé lo que ha usado para pintarse, porque, colorete, no es; resulta algo así como chocolate brilloso. En fin, que si la tía parece un queso relleno, la sobrina, por lo largo de su cara y la substancia usada, tiene el aspecto de un violín charolado. Sonríe sin embargo la pobre, con una sonrisa tan angelical y espontánea, que le digo un piropo decente y alentador que la obliga a tomar asiento con algo de desmayo en las pupilas. El hojalatero ha estado como almíbar y, al escuchar mi piropo, le ha dirigido a la sobrina una mirada victoriosa, como diciéndole que conmigo es casamiento seguro. Pero ya ve el lector que la niña, por la emoción, ha tenido que sentarse. ¡Las emociones humanas imprevistas, son aniquiladoras y mareantes, no hay duda! El boc boc de nuestros batidores, rizando en espuma el chocolate oloroso que, me dice oportunamente el vecino “es hecho en casa” y la voz de los ciento ochenta kilos, es decir de la señora, nos llama a la mesa en que, sobre paño limpio bordado en que aparecen pajaritos dándose el pico, nos presentan sendas jícaras de chocolate, que casi doblan a la sobrina que se ha prestado gustosa a servirlas. De pronto, siento sobre la cabeza un rozamiento repentino y terminante de escoba. La señora, la sobrina y el hojalatero se consternan. Yo digo que no ha sido nada. Y todas las frases como “maldito”, “mentecato”, “desgraciado”, han caído sobre el gato que quiso echarse sobre un mucbil-pollo recién abierto y a quien fue dirigido el escobazo. Pasado el susto, una gallina falaz picotea el pan de trigo que la sobrina puso provisionalmente sobre una silla, mientras servía el pib, y nuevas palabras, ahora contra la gallinácea.
-¡Le gusta a usted el tuch?
-No es de mi preferencia.
-¡Ay! ¡Pero si el de usted no es ese. Está marcado. Mire usted, ¡aquí está!
-La verdad es que yo no soy fuerte en comer esto.
-No le dé a usted pena, vecino ¡con confianza!
Esto de las casas de barrio tiene su sabor y sus cosas. Siento que me atropellan bajo la mesa y que mis pies sufren topetazos.
-¡Ya se fue a soltar la lechona!
-¡Pero si el perro la está correteando!
Y con los incidentes y el chile que le han puesto a los pibes, estoy sudando y ardiendo. A la señora le chorrea, con el sudor, el colorete; a la sobrina, el charolado; a mí, la paciencia, y al hojalatero se le caen de nuevo los espejuelos amarrados con hilo, hasta quedarle otra vez en la boca a manera de freno. Pero todos sonríen, como si estuvieran en la gloria.
-¡Pruebe usted este pedacito de hígado qué bueno está!
-No; ¡gracias, señora!
Pero como me lo pone casi en la boca, lo trago.
-¿No quiere usted más chocolate?
-Estoy repleto.
-Sólo lo dice usted. ¡Si no ha comido nada!
-Eso le parece.
Me levanto. Me despido. La señora está que se deshace. Para empella, la suya. La sobrina se me figura más delgada que una hoja de lata. Y el hojalatero ríe a carcajadas con el semblante seguro de haberme hecho el servicio cumbre. Antes de irme, aprovechando un diálogo entre tía y sobrina, me dice:
-¡La muchacha no tiene novio!
Me apena en el alma la noticia, pero no me sorprende. Y mientras hay un alboroto interior que obliga a las mujeres a meterse precipitadamente –las gallinas que han subido en tropel sobre la mesa– cruzo la calle para ir a mi casa, con un deseo terrible de dos patadas y un pronunciado comienzo de dispepsia…
Mérida, Yuc, 2 de noviembre de 1934.
Diario del Sureste. Mérida, 4 de noviembre de 1934, p. 3.