Letras
Oswaldo Baqueiro Anduze
(Especial para el Diario del Sureste)
Un poco melancólicamente, vemos cómo se van extinguiendo una a una las luces de aquellas siete lámparas que Ruskin, el apasionado, prendió para iluminar los caminos de la sabiduría arquitectónica. La piqueta demoledora -y el tiempo implacable y terco- va arrinconando a jirones de nuestra ciudad la gracia antigua que encendía de filial devoción nuestro espíritu de ciudadanos sentimentales. Porque habéis de saber que la ciudadanía es, con frecuencia, un estado de espíritu y no una condición de artificio determinada por una serie de rígidos conceptos; y porque la ciudadanía es cuestión del ánima, asunto que atañe al sentimiento, nada de lo que rodea al morador bien nacido de una ciudad deja de representar algo muy íntimo, tan íntimo que lo circundante rebasa la categoría de lo accesorio y cobra, con un poder cordial que asombra, los atributos de lo categórico complementario. No podéis mutilar nada de ese atuendo circundante sin mutilar la expresión y el modo de ser de un espíritu; no podéis apagar una de esas luces sin prender una sombra. En la frecuencia de este fenómeno maravilloso de compenetración de almas y de piedras, habréis de hallar la clave de ese fenómeno en virtud del cual los huéspedes de una ciudad determinada tienen una fisonomía que no sabéis casi siempre si es reflejo de esa atmósfera que brota de los muros, de las columnas, de las torres o si, por lo contrario, esos muros, esas columnas, esas torres, con las calles, las plazas, los claustros, han bebido y siguen bebiendo el aura que despiden, cuando gozan o sufren, las almas a que dan abrigo.
Las piedras de una ciudad llegan a tener un alma humana. Dato que parece evidente, ha creado una filosofía de la estética urbana en cuyos postulados se acepta la distribución en grandes feudos de la gracia que poseen algunas ciudades entre aquellos de los poetas que mejor le cantaron, de sus poetas que es como decir de sus huéspedes más fieles y profundos: así, se afirma, Brujas es de Rodemback, Lima de Santos Chocano, y Venecia, algunas veces, de Gabriel D’Annunzio.
Pero hablamos de nuestra Mérida; decíamos que la piqueta demoledora está arrancando a jirones muchos de sus arcaicos muros. Bien está que nos desprendamos de estas piedras amadas si a la tristeza de su ausencia viene, compensador, el esfuerzo superante que embellece. ¡Quién se negaría a esta voluptuosidad creadora? Signo inevitable de toda creación humana es el padecer antes en el caos; se diría que el hombre requiere pasar por esta prueba cruel, buscar la tensión más alta en las causas más profundas para hallar efectos ciertos e inequívocos.
Cuando pensamos en que los jóvenes llegamos a veces a un amor admirativo tan profundo por la fisonomía de nuestra ciudad, a ese fetichismo incurable, no podemos menos que suponer el grado mayor con que la contemplarán nuestros ancianos, aquellos que vemos caminar trabajosamente, deteniéndose a trechos y hacer esfuerzo… para recoger el alma que se les quedó, unos pasos más atrás, probablemente junto a una ventana terriblemente evocadora.
Todo esto que forma el fondo subjetivo, el alma toda de una ciudad, constituye algo debe ser atendido con severo escrúpulo. Está en sus muros, sus portalones, sus cornisas, sus estrías. La ciudad es la morada grande; acredita el amor de todos con la misma devoción que el hogar privado, la casa solariega. Por eso, en nuestro celo de ciudadanos sentimentales, queremos referirnos a una cuestión que importa sobremanera: Mérida se achaparra, no ha sido la nuestra una ciudad de estatura. Por esto alguno de sus poetas la comparó a una mujercita quinceabrileña; lindo piropo que, si dejáramos transcurrir las cosas como hasta ahora, podría sustituirse por este otro: chiquilla de chapines que aspira a una melena de girl. Tristes palabras, irónico elogio porque, de todas maneras, ¡nuestra ciudad no puede disimular ya algunas canas!
Pero si Mérida no ha tenido una estatura importante, ciertos métodos de construcción moderna, aplicados con mucha ligereza y al parecer contando con la complacencia del departamento técnico relativo, están dando al traste, en ciertos sectores, con la poca gallardía de nuestra ciudad.
Por cada construcción de la época colonial que se derrumba, se erige una casita sin gracia arquitectónica alguna; se observa esto con más frecuencia en el sector comercial. Con muy pocas excepciones, los nuevos edificios que han venido a sustituir a los que han desaparecido en un siniestro son pobres y antiestéticos. Por aquellos, sus propietarios han cobrado un seguro contra incendio. Se plantea aquí una cuestión en la que conviene decidir si el importe del seguro de incendio debe reportar un saldo en efectivo o si, en todo caso, el importe total de la póliza, que casi siempre es el inquilino del predio quien paga, debe ser un invertido absolutamente en el costo de la nueva construcción.
Sometemos la cuestión al H. Ayuntamiento de Mérida, máxime cuando uno de nuestros reporteros anuncia que el edificio que ocupó el Hotel Moro Muza, que quedó en ruinas en reciente incendio, será sustituido por otro de un solo piso. Muchas circunstancias acreditan la intervención atenta y cuidadosa de las autoridades. Si se piensa que por el edificio desaparecido fue cobrada una determinada cantidad, que representaban los seguros contra incendios, cabe entonces la posibilidad de determinar con anticipación la importancia y magnitud que pueda darse a la nueva construcción; esa importancia está determinada también por el lugar en que estaba ubicado el antiguo caserón; las rentas importantes que se cobrarán a los inquilinos del nuevo edificio, el tipo y la gallardía de las construcciones situadas en la acera de enfrente. A esto debe añadirse la siguiente consideración: si el propietario del nuevo edificio no perderá absolutamente en el negocio, sino al contrario, el H. Ayuntamiento, por su parte, creemos, debe procurar, en este caso tan señalado, que una zona de la ciudad no continúe perdiendo en gallardía.
Es una cuestión de importancia que, si no está determinada en los reglamentos relativos, estos deben modificarse para prever casos similares. Hay que defender la ciudad del mal gusto, de la falta de sentido que se observa en algunas construcciones recientes. En la belleza y en el atractivo de una ciudad se refleja la cultura de sus moradores.
Diario del Sureste. Mérida, 23 de julio de 1935, p. 3.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]