Cultura
A la memoria de Tía Luz
Juan José Caamal Canul
Hace poco anduve por el barrio de Santiago, calles y callejones, por el vecindario, por sus emblemáticas calles.
Muchos pensamientos y recuerdos al andar por una u otra acera. Bien dijo quien lo dijo: caminar ayuda a pensar, y más a recordar.
La calle 57 se inundó en el pasado de los aromas de la buena sazón.
Hoy predomina, a reserva de mejor opinión y explicación, a la hora del almuerzo un aroma a filetes o verduras salteados en aceite y ajo. Habrá quien sí y quien no lo prefiera.
Eso trae a colación que, si el transeúnte se sumerge en las arterias que se dirigen al Centro y recorre otras calles más cercanas y hacia la Plaza Grande, se percibe un olor nauseabundo a diésel y gasolina, a los hedores de la quema de los combustibles fósiles.
No es sino hasta que la brisa del atardecer se cuela por las calles que miran o bajan del norte cuando son barridos los olores; se limpian la combustión y humo y entonces emerge otro aroma: el de los cafés que se abren y cierran como flores nocturnas, cafeterías de estirpe argentina, española, etc.
El viejo cafetín meridano fenece o feneció hace mucho tiempo.
En esta calle, la 57, como mencioné, habitaba una mujer de edad sin tiempo. Todo aquel que pasaba reconocía la comida nuestra –la del domingo, del lunes, de todos los días de la semana–, los aromas de los recados y condimentos en forma de volutas que se mezclaban con el aire, expelidos por la olla o la sartén.
Por el postigo de la puerta huían los aromas y desde ahí, asomándose, decían a toda voz las vecinas o personas conocidas que regresaban del mercado cercano “¡¡Qué rico huele su comida!!” No podían dejar de reconocer que había conocimiento y tradición.
La mujer, sapiente de los secretos de la antigua cocina, fue originaria de un pueblo. Sabía cuáles eran los ropajes más adecuados para envolver a las carnes y extraer el sabor de las vetas aromáticas que se vertían al agua de los caldos, pucheros y potajes, mezclas heterogéneas u homogéneas, según cada plato.
Almas y fibras de la naturaleza que se desnudaban y se hacían un todo.
Ella preparaba los condimentos esenciales, triturando y agregando poco a poco el achiote, el orégano, la pimienta, la yerbabuena, el comino y el clavo, todo usando un mortero de piedra caliza, el “codo” o “muñón” de un “brazo” de metate que se partió por el uso.
Aquí estuvo el conocimiento de la sazón maya yucateca. Mezclas propias de un explosivo sabor, casi una bola con metralla que detonaba en el firmamento de la olla siendo su destino final el paladar.
Hoy, muchas voces y presencias se consumieron y apagaron. La penumbra invade las calles de los alrededores. Acaso fuimos jóvenes y el sol de la juventud inundaba la vida y daba vida al rumbo.
El fogón permanece frío. Solo queda la memoria de los sabores, una lluvia en la tarde, y los pasos en la calle que se van apagando.