Letras
XXIII
María Fernanda empezó a trabajar a los diecisiete años y a esa edad tuvo su primera novia: su prima Leonora, Nora, como le decían todos desde niña, y como el nombre de la leche que le gustaba beber todos los días a la mamá de María Fernanda, la que nunca se dio cuenta de que su hija se acostaba con la hija de su hermano el mayor.
María Fernanda fue la rebelde de su casa. Sus tres hermanas seguían la vida rutinaria de la madre, mientras María Fernanda se encaprichaba fácilmente y lograba que se hiciera su voluntad. Las cuatro fueron a la misma escuela de monjas, y a ella, por ser la mayor, le tocó ir aleccionando a sus hermanas sobre la terrible cruz que era tener a cuestas esos “pingüinos” que intentaban sacarte los ojos con el pico cada vez que te amonestaban. Las hermanas escuchaban pacientemente acerca de escapadas, escondites y mentiras, pero al final siempre terminaban haciendo las cosas que las monjitas les decían. María Fernanda las excusaba con sus amigas llamándolas miedosas.
En el colegio había rumores de monjas que se besaban entre ellas y que eran novias. Lo que parecía tan normal era, sin embargo, algo que les provocaba risa a las niñas. También se decía que la maestra de música tenía amoríos con la Madre Superiora, incluso se llegó a rumorar que andaba con algunas alumnas.
Cuando egresó de la escuela, María Fernanda sabía algo más que gramática, contabilidad y buenos modales: también había conocido la vida. No estaba segura de qué rumbo iba a seguir. Sus padres esperaban verla casada y al frente de una familia, pero para ella esa era la última opción. Estaba más interesada en explorar la libertad de no seguir atada a las monjas. Quería borrar lo más rápidamente posible su paso por el colegio, así que consideró que era momento de empezar a trabajar.
Por medio del compadre de su papá, el padrino de su hermana menor, dos semanas después de salir del colegio consiguió trabajo en la Secretaría de Hacienda como auxiliar de contador. Las jornadas eran hasta las tres de la tarde y los fines de semana serían libres. María Fernanda tenía empleo, una oficina y un bonito Mustang blanco con asientos de piel en color vino que le regaló su padre.
Fue en ese automóvil que llegó a la fiesta que cada año celebraba el hermano de su madre por su cumpleaños. Sus padres y hermanas habían llegado antes. Las reuniones familiares habían dejado de interesarle desde que jugar con sus primos se había vuelto infantil y tedioso. Las únicas primas más grandes que ella habían dejado de frecuentar esas fiestas y las hijas de su tío estudiaban inglés en Estados Unidos. María Fernanda bajó malhumorada del carro, pensando que sería una de esas tardes aburridas y que mejor hubiera sido irse al cine con sus amigas.
Cuando llegó, ya la turba de chiquillos corría de un lado para otro, incluso quisieron jalarla para que fuera a jugar a los encantados, pero se opuso enojada. Ya estoy grande, les dijo. Se acercó a saludar a sus tíos y desde lejos les hizo señas a sus padres, que ya iniciaban una partida de dominó. Su tío el cumpleañero la abrazó con emoción y llamó a sus dos hijas que acababan de regresar de Estados Unidos. María Fernanda apenas sí reconoció a sus primas, que, como ella, habían cambiado en los últimos tres años. Nena, la menor, había engordado y parecía más alta; Nora, por el contrario, había adelgazado, era más alta y sus senos voluminosos eran ceñidos dificultosamente con su blusa que parecía que iba a reventar. María Fernanda, consciente de que ella también había cambiado, trató de sumir un poco el vientre y sacar los pechos para sentirse más mujer.
Nena no se quedó a contarle todas sus aventuras en San Bernardino y, aunque mayor, se fue a jugar con sus primos a las escondidas. María Fernanda y su prima Nora platicaron toda la fiesta de la estancia en Estados Unidos, la gente y la comida de allá, del trabajo de María Fernanda y sus amigas del colegio, de sus primos y primas que ya estaban grandes y se habían casado, de cómo había cambiado la ciudad en su ausencia, de cómo no se habían visto antes para haberse ido ella también, de cómo pasó el tiempo.
Sus padres se marcharon después de partir el pastel, mientras María Fernanda se quedó hasta que se fueron los últimos invitados. Las primas se prometieron telefonearse al día siguiente y, si podían, ir a dar una vuelta para que Nora conociera los últimos cafés que se abrieron en el centro de la ciudad. Llegó a su casa emocionada, excitada y contenta de ese reencuentro que no se esperaba.
María Fernanda llamó a Nora temprano y la invitó a desayunar con sus padres; de ahí se fueron en su flamante Mustang a dar una vuelta. Aunque ya los había visto, Nora exclamaba impresionada por los nuevos centros comerciales, los cafés y las boutiques, incluso quiso dar cuatro vueltas para pasar frente a la fuente saltarina para insultar nuevamente al gobierno por ese derroche de dinero. Comieron en un buen restaurante y, haciendo gala de espléndida, le invitó a un capuchino con pastel de moka en el mejor café donde se apreciaba el atardecer.
A las nueve, María Fernanda dejó a su prima en su casa y regresó a la suya recordando su voz, sus labios. Al día siguiente la llamó desde la oficina y supo que la cita de trabajo había dado resultado. Nora ya tenía trabajo de secretaria bilingüe en una importante inmobiliaria. Esa tarde se pasaron más de dos horas hablando por teléfono, como los siguientes días hasta el fin de semana, cuando Nora invitó a su prima al cine y pasaron juntas toda la tarde. El domingo se reunieron las familias y las primas conversaron casi todo el tiempo. Hasta la mamá de María Fernanda señaló, aliviada, que le daba mucho gusto que su hija tuviera en su prima una amiga, en lo que coincidió con su cuñada.
El miércoles de la semana siguiente, después de una hora y veinticinco minutos de estar en el teléfono, la voz de Nora cambió, se volvió melosa, sensual. Su prima no lo consideró en un principio como coquetería, pero le gustó y esa noche soñó que corría en una casa donde abría una puerta tras otra siguiendo la voz encantadora de su prima Nora. El sábado volvieron a salir y esta vez fue María Fernanda quien invitó. Esa tarde comieron sushi y un cono de helado de postre en el cine. Al día siguiente no hubo reunión familiar, pero María Fernanda se la pasó todo el día metida en la casa de sus tíos. Nora le mostró las fotos de su vida en Estados Unidos y le contó de un amor que había dejado en esas tierras, pero con quien, se lo juró, nunca había pasado nada.
María Fernanda no le dijo nada a su prima en ese momento, pero le molestó que le hiciera ese tipo de confidencias. Toda la semana estuvo pensando en eso, pero no le comentó nada por teléfono. Cada vez que recordaba que su prima tuvo alguien allá donde vivía, volvía ese coraje, donde no reconocía los celos.
El fin de semana siguiente los papás de Nora se fueron a la playa e invitaron a María Fernanda. Aunque aún estaba molesta por la confidencia, aceptó gustosa, esperando tener la oportunidad para poder platicar con su prima sobre su novio gringo. En la playa, después de instalar las tiendas de campaña, todos los primos se metieron al agua, de donde sólo salieron para comer tostadas de ceviche con refresco.
Nora y María Fernanda jugaron un rato al balón con los niños y después se apartaron porque Nora prometió a su prima enseñarle a nadar. La lección de natación resultó tan excitante para María Fernanda que sus nervios desinhibieron su coraje y se atrevió a preguntarle a su prima por su novio cuando ésta la tenía rodeada con los brazos de la cintura. Nora apretó más la cintura de su prima y sonriendo deslizó su mano hacia sus nalgas, lo que ésta última no interpretó como un accidente. De la sorpresa, María Fernanda bajó demasiado la cabeza y tragó agua. Nora la sacó rápidamente y le dio unas palmadas en la espalda mientras con la otra mano le quitaba el pelo de la cara. Cuando María Fernanda abrió los ojos, vio el rostro de Nora tan cerca de ella y sintió como le rozaba los labios mientras sus pezones erguidos se dibujaban en su traje de baño.
María Fernanda pensó que se equivocó, que su prima no la había besado, y no le dijo nada, se limitó a decir que nunca aprendería a nadar. Nora sonrió y siguió con las lecciones, pero esta vez no sólo le tocó la cadera, sino también en la entrepierna, y bajo el agua le tocó los senos mientras reía para que viera su familia que se estaban divirtiendo mucho. María Fernanda tenía ganas de hacer lo mismo, sentir el cuerpo de Nora, pero le daba miedo, hasta que su prima sujetó bajo el agua su mano y la condujo a su estómago, a su cadera, a su bikini, y luego, separando el resorte metió la mano de María Fernanda para que le tocara el pubis y los vellos que nadaban libres. Al sentir el sexo de Nora, María Fernanda no supo qué hacer. Entonces su prima metió la mano en su short y comenzó a mover sus dedos para descubrir el pequeño botón de carne que colmaba todos sus deseos, entonces frotó y frotó con su dedo hasta que Nora se quejó suavemente y ella misma liberó su cuerpo, apretando el brazo de Nora, dejando escapar de sus piernas ese liquido desconocido que enseguida mezcló con agua de mar y su propia orina que involuntariamente bañó la mano de su prima. Avergonzada, quiso hacerse para atrás, pero ella no la dejó y la sujetó fuertemente del pubis, excitándose nuevamente con el calor de la orina. Metió su propia mano a su bikini y, rozando la mano de María Fernanda, frotó su clítoris, teniendo un nuevo orgasmo.
Las lecciones de nado duraron todo el día y sólo salieron del agua para comer y para jugar un rato fútbol de playa con toda la familia. María Fernanda estaba asustada pensando que sus tíos o sus primos las habían visto en la playa tocándose, explorándose, pero todo parecía normal, y su vergüenza se confundía con su rostro enrojecido por el sol. Esa noche durmieron en una tienda junto con dos primas pequeñas. Como niñas estuvieron platicando con las pequeñas que contaban secretos de niños que les gustaban. Nora se atrevió a aconsejar a sus hermanas, y María Fernanda también les aclaró que era importante que no tuvieran relaciones pasajeras, que si iban a iniciar algo nuevo con alguien tenía que ser algo duradero, aunque fueran niñas. Mientras eso decía, Nora la volteaba a ver con una mirada cómplice, haciéndole ver que comprendía bien lo que estaba diciendo. Ya tarde, cuando sus padres las callaron por última vez, Nora se acostó del lado opuesto a María Fernanda y se durmió rápidamente, mientras ella cerró los ojos para recrear las emociones que descubrió de manos de su prima. Quería acercársele, tocarla nuevamente, sentir su cuerpo, pero fue inútil. Nora no dio muestras de interés de dormir a su lado, así que pensando en ese día se quedó dormida
Al día siguiente, después del desayuno, Nora no quiso meterse al mar, además le encargaron cuidar a los niños más pequeños que jugaban en la orilla de la playa. La mañana pareció ser muy corta, y ella se entretuvo con los chiquillos mientras su prima ayudó a su madre a cocinar el pescado empapelado que hicieron en una parrilla improvisada. El fin de semana terminó y regresaron a casa. Nora y María Fernanda no pudieron estar juntas en el viaje de regreso. María Fernanda tenía la esperanza de que Nora acompañaría a su padre a dejarla a su casa, pero no dijo nada y fue otro de sus primos quien la llevó.
No recibió llamada de Nora en toda la semana y tuvo que fingir que tenía un recado de su padre como pretexto para hablar a casa de sus tíos y de paso preguntar por su prima. Ella estaba bien, con mucho trabajo y haciendo amigos nuevos. María Fernanda se sintió engañada y olvidada. No quería volver a saber nada de su prima, y aguantó hasta el fin de semana para volver a pedir noticias de ella. Pero antes de que buscara un pretexto para ir con sus tíos, fue Nora quien la llamó y la invitó a una fiesta ese viernes por la noche.
María Fernanda la justificó pensando que seguramente el exceso de trabajo era la razón de que no se hubieran visto y comenzó a ilusionarse con el nuevo encuentro. Para ir a la fiesta se fue a comprar una blusa nueva, desde temprano se maquilló y una de sus hermanas la peinó. Ya lista, se marchó a buscar a su prima, a quien encontró particularmente hermosa. Durante el camino a la fiesta, Nora le platicó de sus nuevos amigos y del trabajo. Ni una palabra sobre la playa.
En la fiesta, Nora se la pasó coqueteando con todos los supuestos galanes que encontró en el camino, mientras María Fernanda probó por vez primera un tequila con refresco de toronja. Ya mareada, no le importó bailar con desconocidos y seguir el ritmo que le imponía su prima con el compás de su cadera. María Fernanda no veía a nadie más que a Nora, le excitaba saberla cerca, hacer movimientos para rozar su cuerpo, luchar para aguantarse las ganas de besarla de una vez por todas.
La fiesta terminó y María Fernanda llevó a su prima a su casa, pero para su sorpresa, Nora no la dejó irse y la invitó a pasar la noche con ella. Emocionada por la invitación, María Fernanda llamó a su padre para pedirle permiso. Entraron sin zapatos a la recámara que Nora compartía con su hermana, quien dormía cubierta la cabeza con la frazada. Nora deshizo su cama, se quitó la ropa y se acostó invitando a su prima a hacer lo mismo. María Fernanda se metió a la cama conservando su blusa y sus pantaletas, pero Nora la desnudó y la abrazó con fuerza asentándole un beso. Correspondiendo a su prima, María Fernanda le acarició la espalda y las nalgas, mientras los senos de Nora buscaban pretenciosos sus pequeños senos de grandes pezones.
Esa noche María Fernanda supo lo que podía esperar de la relación con su prima, y disfrutó lo que había escuchado en el colegio, ese goce celestial de sentir el cuerpo de una mujer.
Patricia Gorostieta
Continuará la próxima semana…