Aída López
Ella era Margarita, pero no esa que deshojan los enamorados para saber si los seguirán queriendo, sino Margarita La loca. Así la llamaban en el barrio.
Su vestimenta de los años cincuenta y el maquillaje mal acomodado en su rostro a veces atemorizaba. La dentadura falsa se movía desacompasada cada vez que hablaba y repetía obsesivamente ciertas palabras que le parecían divertidas. Compraba cuanta cosa pasaban a vender en la puerta de su casa donde una vez vivió con sus dos hermanas.
Margarita era la única sobreviviente de la familia, aunque todos oían que hablaba con alguien, quizá con los fantasmas deambulantes en esa vieja casona arbolada de paredes enmohecidas y techos de vigas. Desde afuera se escuchaban carcajadas y hasta interpelaciones que la hacían enojar. Profería insultos, algo inadecuado para su pasado como profesora de primaria, de donde devengaba una modesta pensión. Lo cierto es que no faltaba quien se aprovechara de su ingenuidad vendiéndole cosas inservibles que ella atesoraba.
Margarita, como las flores, fue perdiendo los últimos pétalos de lucidez que aún chispeaban en su mente: salía a bañarse en la banqueta, caminaba en camisón por las calles, comía las sobras de los platos; aseguraba que todas las noches diferentes hombres entraban a su casa a poseerla y que sus hermanas los dejaban pasar por malvadas.
Su salud física también mermó. La piel ulcerada ya no soportó los coloretes que un día arrebolaron su rostro. Sus pies descalzos resintieron los pasos. Las frases incoherentes apenas se descifraban.
Y la loca, sola.
Su decrepitud pasó de la burla a la preocupación de los vecinos. ¿Qué será de ella? ¿Sus fantasmas la enterrarán? Ni a quién heredarle su pensión o las ruinas dónde vive, comentaban.
Un día, la casona de permanentes puertas abiertas, guardó silencio. Ni la risa, ni las blasfemias se volvieron a escuchar. Al interior estaba Margarita, cual flor silvestre yacente bajo el guayabo, cubierta de moscas que degustaban de sus llagas. Tan muerta como la cama de hojas crocantes que la soportaban.
Lo único que se supo es que la loca murió feliz, o eso dedujeron por la mueca roja a fuerza de la dentadura postiza que no alcanzó a abandonar su retorcida boca.