XIX
LAS CEREMONIAS
Continuación…
Nos referimos ahora a otra ceremonia, de las más importantes, o quizá la de mayor importancia de las que subsisten entre los indígenas de Yucatán: la del Chachaac.
Este rito es muy antiguo –ya Landa lo menciona–, y tiene por objeto pedir o provocar la lluvia. En Yucatán se practica todavía –aunque cada día con menor frecuencia–, con variantes según la localidad en la que se realice.
La ceremonia dura unas siete horas –empieza a las nueve de la mañana y termina a eso de las cuatro de la tarde–, y la debe oficiar un H’men experimentado, con el auxilio de un aprendiz.
Bajo un frondoso árbol, en pleno campo o en una milpa, se colocan un altar principal y otro pequeño –para el asistente–, sobre los que se colocan las ofrendas, consistentes en alimentos, una gallina viva o un kilo de carne de cerdo, una botella de miel, masa de maíz, frijol, semillas de calabaza y otros condimentos.
Sobre los altares, que pueden ser tres para representar la “Santísima Trinidad”, o solamente uno, según la costumbre del lugar, se cruzan unos arcos de bejucos o de ramas para simular más lo que es un altar en la religión católica. Hay que recordar que a este rito indígena se le conoce también como Tich, o “misa milpera”, según se refirió a ella el cura Granados Baeza en su famoso informe.
Los indios rezaban como les habían enseñado los curas, pero pensaban en sus antiguos dioses.
“La repetición de siglos –dice Renán Irigoyen en su “Esencia del folklore de Yucatán” –, ya logró que la creencia sea híbrida, una mezcla de ambas religiones, prevaleciendo lo maya.”
Pues bien, al altar se colocan tres ollas de balché, que se considera un licor sagrado y que en las ceremonias agrícolas es indispensable. También se prepara un Pib, o sea un horno bajo tierra, en el que se han de cocer los manjares que se ofrecen a las deidades de la lluvia, fundamentalmente al dios Chaac, y de los que luego todos los asistentes van a disfrutar –ritual y obligatoriamente, al parecer, pues de lo contrario podrían ofenderse los espíritus cuyo favor se busca– en tanto que el H’men pronuncia sus rezos e invocaciones.
Antes de que las gallinas sean llevadas a las cocineras –las mujeres deben permanecer distantes–, el H’men las ofrendará en el altar para lo cual, antes de matarlas, las entregará al dueño o a su asistente para que les abra el pico, y entonces verterá en sus gargantas algo de balché, supuestamente nueve gotas, ya que el nueve es un número de gran significación en los ritos mayas.
Y así siguen el camino de su preparación los demás alimentos: el H’men los bendice y santigua antes de que lleguen a las encargadas de su cocción. Las tortas de masa revuelta con frijoles son rociadas con balché, luego de que el hechicero traza sobre ellas una cruz. A la una de la tarde, todos los hombres se congregan frente al altar para ser rociados con balché, a manera de bendición, toman un trago y luego comen las viandas ya preparadas y beben el refrescante “zacá”, que es maíz desleído en agua y endulzado con miel.
Todo el tiempo, salvo breves intervalos, el H’men prosigue con sus rezos, y frecuentemente ayuna –o así lo hacen algunos, según dicen– durante dos días, y no come sino hasta que la ceremonia termina. Beben, sí, algo del balché.
Finalmente, cuando la ceremonia se acerca a su conclusión, se coloca a cuatro niños bajo el altar, uno al pie de cada pata de la mesa, quienes hacen el papel de ranas e imitan el croar de estos animalillos cuando llueve.
Cerca de cada uno de estos niños se coloca un ayudante del H’men, cuya misión es hacer algún ruido de los que se producen durante un temporal: viento, truenos, agua y todo lo que pueda dar idea de una formidable lluvia. Los espectadores también se unen a esta baraúnda con sus propias versiones sonoras del aguacero.
Cuando escampa la falsa lluvia, el H’men vuelve a rociar el balché y afirma con profunda convicción y vehemencia: “¡Tiene que llover!”.
Después ya solo queda esperar que los dioses recompensen la fe del hombre, y el agua fecunde la tierra ávida y seca.
No faltan en la ceremonia –detalles que pueden interpretarse como expresión de sincretismo– las velas encendidas que tanto gustan en la religión católica, ni el copal ardiente, que era grato a las antiguas deidades.
No siempre, sin embargo, el Chachaac se ha celebrado o se celebra al aire libre pues, según refiere Cruz en su ya referido estudio, en junio de 1915 presenció en el poblado de X-Alau, en el Departamento de Valladolid, la realización de un Chachaac en el interior de una Choza habilitada como iglesia.
Adentro sólo en encontraban el H’men y varios ayudantes –aunque hubiese numerosa concurrencia–¸quienes oficiaban ante un humilde altar con algunas velas, en el que habían colocado seis jícaras de Zacá endulzado con miel, y sobre cuyo altar se encontraban fijas a la pared tres cruces pintadas de verde, la del centro de mayor tamaño.
Los indígenas de Yucatán también solían pedir la lluvia por medio de novenarios en la iglesia del pueblo, y si la sequía se prolongaba no vacilaban en sacar de la iglesia al Santo patrón del lugar para exponerlo a los rayos del Sol. Al mismo tiempo, los hombres se dedicaban a lanzar “voladores” y cohetes para hacer ruido y “despertar” a los encargados de la lluvia. Dos días de este tratamiento eran considerados suficientes.
Y no sin razón.
Oswaldo Baqueiro López
Continuará la próxima semana…