II
Es algo usual decir que el indio maya vive en un mundo de magia y de leyenda. Cuando se piensa en este pueblo misterioso, cuyo pasado de grandeza asombra, la fantasía de sus mitos nos arrastra y la belleza de sus antiguas obras nos subyuga. El presente tiende a desaparecer.
Casi diríamos que obra en nosotros un viejo hechizo, y que los relatos del Mayab “que ya no es”, y la vigencia de costumbres y creencias cuyo origen se ha perdido confieren una pasmosa realidad a ese universo prodigioso que crearon los mayas.
La fuerza interna de estas concepciones, que se mantienen vivas por la savia de un pueblo que nunca fue verdaderamente conquistado, fundió durante siglos de convivencia los elementos indígenas con los de la cultura que trajeron los españoles, de tal manera que, para el yucateco actual, son tan propias las tradiciones de una como de la otra de sus raíces culturales.
Pero, como dijera Mediz Bolio en simbólicas e incomparables palabras, el Mayab ha tenido dos vidas: “La que fue antes de Maní, y la que es después de Maní”
Maní. La última ciudad cuyo nombre quiere decir “que todo pasó”.
Cuando se inicia la Conquista, a principios del Siglo XVI, el esplendor de los mayas estaba en su ocaso y bien podían decir: “que todo pasó”.
En gran parte, el secreto de los edificios sagrados, ya abandonados, y el de sus muros cubiertos de inscripciones, se había perdido.
Persistían todavía, y sobrevivieron la tormenta de la conquista y la dominación, muchas viejas creencias, o los restos que de ellas quedaban, mezcladas o transformadas, entre las que había partes de la antigua religión, mitos relativos a casi todas las ocasiones de la vida, conocimientos curativos, hechicerías y leyendas.
Muchas cosas se han olvidado y otras han caído en el desuso. La erosión de la vida moderna, con su estruendo y su vértigo, el impacto, el impacto tecnológico y la transformación de las costumbres, por razones socioeconómicas vastas, complejas y profundas que no viene al caso analizar, alejan, diluyen, y adulteran los usos y consejas a los que tanta importancia se concedió en la vida del yucateco.
El escepticismo de las ciudades se debilita, sin embargo, con la proximidad del campo y del monte. Allí, entre los innumerables vestigios de antiguos templos, se refugian los espíritus del Mayab eterno. Ya no creemos en la Xtabay, pero siempre que pasamos cerca de una gigantesca ceiba sentimos inquietud y respeto. El deleite de un manjar, el acostumbrado mucbipollo del que se disfruta en los días de difuntos, ha hecho olvidar la esencia del hanal pixan, “alimento de las almas”, pero a veces nos acordamos y hasta hay quien se santigua y reza un apresurado padrenuestro.
Este pequeño libro es un retorno al mundo mágico de los mayas. A muchos se debe lo que contiene porque muchos hemos sentido amor hacia estas cosas, para que recuerden. No tiene invocaciones a los malos espíritus, pero se les menciona. No hay por qué temer pero, por si acaso, lector, pon entre sus páginas una ramita de ruda… y diviértete con lo que aquí se dice.
Oswaldo Baqueiro López
Continuará la próxima semana…