Al hablar del desarrollo y engrandecimiento de un pueblo siempre se piensa -y se reconoce- que los hombres son los únicos que lo logran, sin tomar en cuenta a la persona motor, la que lo empuja y sostiene, incluso haciendo más esfuerzos que ellos mismos. Casi siempre han permanecido en el anonimato: las mujeres, esposas, hijas, abuelas, etc., que con sus callados ímpetus se dieron a la tarea de ayudar incansablemente al engrandecimiento de su hogar y su comunidad, realizando jornadas aún más largas que las de sus compañeros.
Las esforzadas esposas y aguerridas mamás de la Colonia Yucatán son un ejemplo de heroicidad y tenacidad por muchas razones: cuántas de ellas criaron, educaron, crecieron e hicieron hombres y mujeres de bien a sus numerosos hijos (muchas de ellas con más de una decena de hijos), realizando no solamente sus obligadas labores domésticas sino ayudando a sus maridos en el sostenimiento de la casa con trabajos nobles, en muchas ocasiones haciendo cosas que solamente ellas supieron hacer.
¿Quiénes de los que vivimos en la Colonia Yucatán no recuerdan haber comido los más ricos buñuelos, hojarascas, panuchos, cremitas de coco, dulces, merengues, tostadas, codzitos, tamales, etc., que las mamás preparaban para que los hijos saliéramos a vender en la puerta de la escuela, de la fábrica, del cine, incluso pregonando por las calles el sabroso producto hecho en casa por las manos generosas y sabias de nuestras incansables y aguerridas mamás?
Todos los días había oferentes de diversos y sabrosos productos que ellas cocinaban con la secreta receta familiar. Los sábados ofrecían diversos guisos de comidas, como el mondongo en sus dos presentaciones o variedades: el K’aabik y el Andaluz, Cháa chak wajes o tamales horneados, relleno negro o cochinita.
Era común encontrar en ese tiempo todo tipo de dulces que los mismos hijos y algunos padres de familia salían a vender por las calles de esta comunidad; ¿Se acuerdan de las bolitas de chivo que ofrecía don Lorenzo Echánove, además de los granizados y su inigualable crema de coco?, ¿o de las diminutas y sabrosas almendrillas que ofrecía el Chino Chang, los helados de la nevería Basulto o las barquillas de la familia Pérez Lugo?
Todavía puede usted saborear algunas de estas delicias, sin que hayan perdido un ápice de su sabor de antaño. Nomás dese una vueltecita por casa de doña Águeda y recordará el sabor inigualable de los kodzitos que Amado, Nan y Ebert vendían sin mucho esfuerzo por ser los preferidos por los numerosos clientes; los buñuelos que la esposa del finado Pedrito Espinosa elaboraba y que el difunto de Toh -Jorge- salía a vender; seguramente también llegó a saborear las tostadas con frijol colado y cebolla roja que doña Edy Lugo preparaba y sus hijos vendían en la puerta del cine y en la escuela. Cómo olvidar los postres que preparaba doña Irma Polanco, la mamá del padre Luis, visita obligada todas las mañanas a la hora del recreo, sin saber cuál de todos esos manjares comprar con nuestros escasos centavos.
Algunas de estas combativas mujeres ayudaban a sus maridos atendiendo los negocios familiares, otras mamás ofrecían en sus casas todos los días suculentos guisos de comida, como doña Ileana Pérez -la mamá de Fede y Pimpo- que elaboraba los recados con los que cocinaba y que día a día iban a comer los maestros y otros afortunados que eran seridos como si estuvieran en su propia casa.
No puedo olvidar que estas laboriosas mujeres hacían todas esas tareas sin dejar de atender sus obligaciones familiares y ayudaban a las otras vecinas cuando estas se enfermaban; las incansables mujeres asistían, por si fuera poco, a las juntas de padres de familia (no sé por qué le dicen así si los que menos van son precisamente los papás).
Las mamás que conocí y traté en ese entonces nunca me enteré que se enfermaran o tomaran un día de «puente». En sus modestas casas algunas contaban con ciertos privilegios como una estufa, refrigerador, Tv, licuadora, lavadora, etcétera; en muchas casas no había para tanto, se cocinaba mayormente con leña y además tenían que tortear contra reloj, ya que a las 11.30 de la mañana el almuerzo ya debía estar listo.
Nunca se podrá pagar todo el esfuerzo que estas valerosas mujeres hicieron para sacar adelante a sus hijos, muchas son las orgullosas mamás de profesionistas que nunca se avergonzaron de haber contribuido con su charola, ofreciendo alegres y humildemente su venta para apoyar al sostenimiento del hogar.
Un mes de marzo de hace algunos años se les ofreció un desayuno en esta ciudad al que asistieron muchas de ellas (las llevaron sus hijas/hijos). Sirvió de agradecimiento -aunque nunca será suficiente- a estas bellas, valientes, incansables trabajadoras, honradas, esforzadas, sonrientes y bondadosas mujeres que llevaron sobre sus hombros, brazos, corazones, cabezas y toda su humanidad la crianza y educación de sus hijos; la mayoría de ellas con una numerosa prole a la que nunca faltó cariño y comida; en mi caso, un abrazo, un consejo, a veces, cómo no, un prudente y acertado regaño –o un leve pescozón– de ellas, que nos consideraban sus hijos.
Felicidades. Un cálido abrazo a todas y cada una de ellas. ¡Dios las bendiga siempre!
ARIEL LÓPEZ TEJERO