Letras
Jorge Pacheco Zavala
Luego de un largo tiempo sin sexo, le pareció que era natural sentirse nervioso ante la expectativa de una cita candente. Todas las señales estaban confirmadas: una a una, cada paso, cada palabra, cada gesto y cada ademán. Todo parecía existir tan solo para la realización de ese momento.
Quiso caminar más rápido que de costumbre, pero recordó que podría comenzar a sudar y eso arruinaría el momento. Se atrevió a calar su propio aliento y descubrió que el enjuague bucal de mentol no había hecho su efecto. Olvidó las pastillas cuadraditas de hierbabuena en la mesita de la sala; ya no podía regresar, iba tarde.
Cuando llegó al lugar, la puerta estaba entreabierta. Se quedó de pie bajo el umbral. Su respiración se aceleró como si estuviera a punto de enfrentar una crisis. No tenía idea, aunque su sistema nervioso sí parecía saberlo.
Ella estaba de espaldas. Ya lo esperaba y por eso le habló casi en secreto. Él no contestó por temor de arruinar el encuentro. La dejó que musitara cosas que ni siquiera alcanzaba a entender, pero se oía bien. Se acercó hasta casi tocar su nuca. Le respiraba en su pelo, en su piel; entonces ella volvió a hablar haciéndole una demanda, siempre en secreto, con su voz casi ronca, impregnada de sensualidad:
—Quítame la ropa.
El pelo le cubría el cierre del vestido: lo hizo a un lado. Sus dedos temblorosos intentaban tomar el broche para hacer correr el cierre, pero… la diminuta circunferencia en forma de perla negra se resistía. La tomaba y la soltaba. El sudor en sus dedos hacía la tarea casi imposible. Ella notó su lucha y se la sostuvo para que él la tomara. Al fin la pudo tener entre su índice y su pulgar. Hizo descender el cierre, y aunque parezca imposible, el sonido que producía le causaba una dicha inexplicable; sin embargo, a medio camino se atoró, se detuvo inmisericorde. Intentó tirar con fuerza una, dos y, a la tercera, la pequeña perla se rompió.
Ahora estaba en apuros. El ajustado vestido seguía pegado a ese cuerpo de diosa. No dijo nada y siguió en su intento por solucionarlo, al tiempo que disimulaba el placer que le causaba el acto.
—¿Te gusta? —preguntó ella casi hechizando el lugar con su voz.
—Mucho —respondió sin pensar.
Decidido a no darse por vencido, tomó el cierre por la parte interior y empujó con todas sus fuerzas hasta que, sin pretenderlo, el vestido se rompió por la costura que bordeaba el cierre, haciendo el inconfundible sonido cuando algo se rasga.
Ella se cubrió el rostro con ambas manos. No dijo nada, se guardó la voz para mejores ocasiones.
Él continuaba aún de pie tras ella; no sabía si pedir perdón o lanzarla a la cama y olvidar el vestido.
El silencio llenó la habitación, presagiando lo peor.
Ella, aún sin verlo a la cara, levantó el brazo señalando la puerta. El pensó que deseaba que le acercara algo. Ahora quien hablaba era él:
—¿Necesitas algo? —preguntó sin entender.
Ella flexionó un par de veces el brazo y enérgicamente lo extendió para enfatizar su deseo.
De nuevo seguía sin entender, obnubilado tal vez por el deseo y la lujuria.
Ya sin remedio, ella tuvo que hablar, y lo hizo como antes, sin perder el tono sensual:
—Vete, por favor.
Con tres palabras lo sepultó. Con tres palabras le dejó en claro que, cuando le arruinas un vestido costoso a una mujer, ya lo has arruinado todo…