Medallones del terruño
Carlos Duarte Moreno
(Especial para el Diario del Sureste)
Mi juventud discípula y amiga, en una piratería de cariño, adelanta las manos devotas y, del frontispicio mimetizado de la vida que pasa, arranca las figuras de los viejos maestros…
Aquí, en la provincia, en este rincón del mundo en que adquiere nostálgica y mareante atracción el panorama que no ven nuestros ojos, pero que atisba nuestra imaginación… ¡París… Madrid!, con sus tradiciones y sus literatos, pasando por entre el alma multiforme del gentío que se agita en las calles, a veces pegados a la pared con humilde transitar ciudadano, tres joyeros del terruño exúbero, vencedores del ritmo, del pensamiento y de la palabra llevan a cuestas, jubilosa y luminosamente, una parte de nuestra historia literaria y vívida, de nuestra ejecutoría limpia y bien ganada de pueblo que piensa y para la que ellos aportaron y siguen aportando los oros purísimos de su inagotable y férvido caudal… Van por la calle y, naturalmente, en algún instante, en el trajín andariego, los atropella el zafio, los pospone el simple, pasa junto a ellos sin importarles nada el fatuo. Pero pasan, gloriosos…
Portales que circundan nuestra legendaria Plaza de la Independencia. Estanquillos, refresquerías, alguna verdura que esparce el olor de las fritangas. Los contornos se abanican con las ramas frondosas, seculares de los laureles dormidos. Inconfundible, con su sombrero de jipi inclinado ligeramente sobre una de las sienes con fanfarronería donjuanesca –el donjuanismo impenitente con las musas– cercano ya el mediodía, con una palabra ática y pronta para los mercaderes del ideal, que él sabe convertir en restallante azotaina emulativa, el maestro discurre, teniendo abierta siempre el alma para el consejo paternal y para el aliento que entusiasma y tonifica. Bajo el brazo nunca falta un libro raro y hondo, de esos que turban el espíritu de los débiles que no se alimentan de cosas altas; y del antebrazo que se flexiona sobre el pecho, el bastón con su hoz que no siega cuelga quieta y gris. La crítica, en sus manos, es madrina, consejera que cuida el brote impreciso. No se preocupa mucho de la vida. Enseña, sueña, vive y ama. Sobre todos sus cariños hay una flor de la gracia de su espíritu, que lleva sobre el pecho: su hija. Ha visto desfilar a los comediantes del vivir. Los ropavejeros del arte y del sentimiento pueden pasar a su vera sin inmutarlo ni entristecerlo. Cuando los contempla mueve el cascabel de su risa, estallante a ratos, y los unge con su ironía y con su piedad. Ha domado al verso, a la polémica, al artículo, al tratado filosófico. En sus manos el tirso rojo de los corajes se volvió látigo para reclamar a los eunucos y a los amos los derechos de los oprimidos. Y en el agro de la provincia, convencido y fuerte, deambula y alumbra, sencillo, cordial, sintetizando el pensamiento socrático de que en donde está la humildad allí se encuentra la sabiduría. ¿Su nombre? Ya pasó las fronteras de la patria. A otros idiomas han sido traducidas sus obras. Hoy es vida que grita. Mañana –el mañana irremediable en que nos reintegramos al misterio– será tumba que hable. ¡Es ese viejecito que se llama Ricardo Mimenza Castillo!
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Serapio Baqueiro, Parsifal, parece haber sido tallado, esencialmente, para decir al oído de los engreídos que la vida es polvo y que todos los oropeles y que todas las fanfarrias se convierten, al fin, en el plato negro del Término, en ceniza que se enfría. No quiere decir esto que sea hosco, que sea agrio. Alquimista prudente, transforma el dolor en indiferencia. Bebió ya en los vasos de cobre del existir todos los jugos amargos de la raíz honda y ácida del desconsuelo y procede, pensando con Nervo, con el tranquilo convencimiento de que la vida tan sólo es vano fantasma que mueve el viento, entre un gran antes y un gran después… Su rostro retrata ese fondo en que sin haber desencanto –el desencanto que inmoviliza el alma y paraliza la acción– existen sin embargo la paz, la sabiduría a quienes ya no se engaña con espejismos, con oasis de refulgencia apócrifa y violenta. Pero Parsifal es, por el reflejo decaído de su cara y por la linfa de su alma, como esas montañas de que nos habla Julio Bernácer: que de lejos nos parecen secas y duras, pero que si nos acercamos a ellas nos sorprenden con sus chorros de agua viva…
Allá, entre los puestos de libros viejos del mercado, Serapio Baqueiro hurga y extrae las obras valiosas de la literatura que frecuentemente van a parar a esos pequeños grandes comercios. Maestro del vivir, del desprecio a los tristes florones con que adorna la vacuidad autocoronada de Minerva, palpita entusiasmado con los que van en busca de la Dama Augusta nuestra señora la Verdad. Él gusta que los demás muerdan el fruto maduro de los paraísos humanos y, al gozar esa expresión del eterno devenir, por dentro, en una dualidad soberana, se anticipa al dolor ajeno y sufre porque sabe que el que muerde y goza el fruto, no siempre lo gozará.
Reclinado en sus libros, se apoya al mismo tiempo en la Belleza y, orfebre silencioso y paciente, sigue labrando joyeles y trabajando diademas para la frente de nuestra tierra…
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Corpulento, con la cabeza blanca pero con el alma verde, entusiasta, gallardo, decidor, en su retiro de la barriada de Chuminópolis, viviendo entre flores y en el amor de los suyos, Ignacio Magaloni Ibarra, el viejo león, con su cincel dócil, a los ojos del sol todos los días, respirando el aire que llega de la costa, talla producciones que son eslabones que se unen a los eslabones que cinceló en otro tiempo y que le señalaron un puesto de honor en nuestras letras. Orador de fuste, tribuno domador de la frase y del aplauso, metió el corazón en la espiral de la fuerza de las circunstancias populares y agarró el rifle. En su biblioteca, varios tomos esperan lanzarse a los vientos de la publicidad. Su juventud de espíritu se transparenta en su frase, en sus arengas, en sus versos. Es uno de los maestros que dieron de beber a los polluelos literarios que lo rodearon. Magaloni Ibarra ha cumplido el proverbio árabe en demasía y por eso es plenamente hombre, ha plantado muchos árboles, ha escrito libros y ha engendrado a dos hijos que son galardón literario: Humberto e Ignacio.
¡Y hoy vive, con su carcajada sonora, plena, alentadora, flotando optimista sobre sus setenta y cinco años…!
Mérida, Yucatán.
Diario del Sureste. Mérida, 3 de septiembre de 1935, p. 3.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]