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Los tés de la marquesa

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Joaquín Pasos Capetillo

Las reuniones de la marquesa son bastante íntimas: dos o tres señoras algo pasadas, derechas entre sus corpiños de surah, que apenas hablan para elogiar sus mutuos tocados; más tres o cuatro señoritos vanos, de gestos estudiados, que se tuercen el bigote cada cinco minutos.

Me olvidaba de decir, y es caro el olvido, que no falta nunca León, el pinto de las frescas desnudeces, más célebre por sus aventuras galantes y sus trajes irreprochables que por sus trabajos artísticos que nadie ha visto.

Ya se sabe, el pintor es el primero que llega tarareando un motivo de la ópera de moda, saluda a la señora con estudiada cortesía, siglo diez y ocho, y toma asiento cerca de la dama.

Las primeras frases son todas generales: ¿Ha leído usted el último soneto de Rostand? ¿Estuvo usted en el bosque? ¿Irá usted mañana a oír a Sifredo?

Después se habla de arte. León es wagneriano enragé; la marquesa es melodista decidida; León, en su arte, es modernista a la francesa, la señora está por lo clásico italiano; se discute un poco, las miradas incendiantes terminan la cuestión, entonces comienzan los halagos, las frases balbucientes que dice el artista casi de rodillas junto a la dama que escucha enardecida.

Ha llegado el momento fatalmente esperado por ambos: es la hora que entren las visitas, la marquesa hace un acto de heroísmo, toca un timbre, un criado se presenta:

–Hoy no recibo a nadie –dice con imperio; y luego dulcemente a León–. Tomaremos el té juntitos, sin testigos indiscretos.

Todo es aristocrático en esta escena: las tacitas delicadas con sus dorados arabescos, las bandejitas de filigrana, el arca diminuta, recamada de pedrería, donde guarda la yerba aromosa del oriente, que trae entre sus hojitas reminiscencias paganas, perfume de Yosivaras.

–Señora, por favor, pocas hojas; muy pocas, o queréis embriagarme con vuestra bebida exótica, cuando bastan vuestros dedos de nácar, la belleza de vuestro rostro, el reflejo de vuestros ojos y el encanto infinito de vuestra boca para quedar inerme como un alcoholizado.

La marquesa vierte el agua hirviente y se esparce por el gabinete un perfume delicioso, atmósfera hecha para sueños de musmés caprichosas.

 

*

**

 

Es un conde ruso, tipo hermoso en demasía, recitando cantos eslavos, y mirando con arrogancia a las mujeres; se ha batido muchas veces, dos actrices se han muerto por él y guardan sus cuadras valiosos ejemplares de caballos. La marquesa está prendada de él: verlo, amarlo, desearlo y entregarse ha sido cosa de pocos días.

El pobre León está desesperado. Su amante sigue tratándole con el mismo cariño, pero él no está hecho para segundos papeles. Hoy nadie ha venido; los amigos no quieren ser inoportunos.

El conde se va a su patria sin despedirse, ahí está la esquela que lo escusa, el Zar lo necesita, parte inmediatamente, en un viaje a todo vapor. La señora está hecha una pieza de coraje.

A tiempo llega León para consolarla; la marquesa, por más que quiere, no puede ocultar el martirio de su alma; sin embargo, desea mostrar al artista que todavía le ama.

Comienza a preparar el té.

–Señora, por favor, ponga usted muchas hojas, quiero adormecerme, déjeme vaciarle mi copa de Kirsch para embriagarme; quiero soñar con aludes que sepultan viajeros, quiero dormirme bajo el influjo de vuestros ojos, sintiendo el perfume enervante de vuestras carnes, aquí mismo, en el secreto camarín de vuestras veleidades.

Mérida, 1903.

 

El Eco Literario. Edición del lunes de El Eco del Comercio. Mérida, año I, núm. 23, 8 de junio de 1903, p. 7.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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