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Los ojos del Asesino

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Enzo llegó a la isla a los 36 años. Lejos de su país, apartado de todos aquellos que lo habían amado, incluso sus familiares, aunque a estos los había perdido cuando apenas era un niño, su vida pasada había sido enterrada y él estaba dispuesto a pasar el resto de su existencia en aquella fascinante isla.

No había sido sencillo huir del control de su clan. Había sido durante 10 años su arma de muerte, tras previamente transcurrir otros 10 recibiendo entrenamiento. Cuando apenas tenía 16, todos sus seres queridos fueron degollados en su presencia. Secuestrado por una poderosa red de trata de blancas y vendido a aquel corporativo que ofrecía exclusivos servicios a las agencias más importantes del planeta.

Del 2029 al 2039 asesinó a 30 personas, tres por año, ni una más ni una menos. Cada asignación requirió intensa preparación, profundos análisis de alternativas y diferentes elementos para realizarse. Trabaja 9 meses y vacacionaba 3, disfrutando el placer que el dinero puede comprar.

Precisamente la misión 30 fue la que lo orilló a tomar la decisión que hoy lo tenía aquí, como un inquilino más del atolón en este lugar cercano a las amazonas, un sitio semi inhóspito ideal para establecerse, lejos de la tecnología, lejos de miradas indiscretas, apartado totalmente de su pasado.

Los únicos humanos con los que tenía contacto una vez al mes eran Gerardo, su esposa Lihuén y su linda hija Margarita, los encargados de un islote a dos kilómetros del suyo. Le habían ayudado a instalarse y eran quienes le suministraban comida. Se ganaron su estima, pese a que no quería tener cerca a ningún humano. La soledad es necesaria cuando se hace un viaje interior sumamente doloroso para tratar de no perder la cordura, tratando de rescatar la parte humana que aún queda en uno.

Esa humanidad fue la que no le permitió negarse a la petición que Gerardo le hizo una noche de julio. Ese mes había sido especialmente caluroso.

Una anaconda se había llevado a su hija. Gerardo sabía que ya estaba muerta, pero quería recuperar su cadáver y cobrar venganza contra esa bestia.

Amanecía cuando los afligidos padres y Enzo partieron para internarse en la jungla, siguiendo el rastro del anfibio.

Una anaconda. La batalla sería contra una de las especies más letales del planeta.

Para ello, Enzo eligió un rifle de alto calibre, con suficientes balas como para todas las armas de una patrulla. Las municiones que llevaba eran capaces de penetrar la piel de un rinoceronte. Cualquiera pensaría que era excesivo, pero había escuchado historias de los lugareños de cómo las anacondas de la región tenían escamas tan gruesas que eran imposible penetrarlas con armamento convencional, junto con otras historias de algunas que lograron tragarse a un grupo de cazadores furtivos de una sentada.

Seguramente la mayoría de esas historias eran mentira pero, en su experiencia, era mejor ir preparado.

Llegaron a un sendero cercano a la orilla donde desembarcaron.

Gerardo indicó el lugar donde los lugareños habían visto con mayor frecuencia al animal.

Enzo pidió a la pareja que esperara junto a la canoa, tanto por su seguridad como para no distraerse con su presencia, y se internó en la selva.

Rastrear a una anaconda no era como rastrear a un hombre, pero su descomunal tamaño dejaba pistas que su instinto de sabueso no podía ignorar.

Le tomó 45 calurosos minutos encontrarla. Se encontraba en la zona más densa de la selva, encima del tronco de un árbol caído.

El ofidio tenía más de 20 metros de largo; era de color cobrizo con patrones de manchas negras y amarillentas, y se le notaba aletargada. A través de la mira telescópica de su arma, Enzo pudo apreciar un pequeño bulto notablemente marcado en el estómago del animal.

En su oficio, Enzo sabía que el éxito dependía de la precisión. Debía acertar uno o dos tiros directos a su cabeza y eso sería todo. Pero si notaba su presencia antes de eso y se levantaba hacia su dirección, había una leve posibilidad de que lo atacara.

La idea de ser comido por esa cosa le dio más ímpetu. Ser comido por una anaconda no sería como ser comido por un león, tigre o lobo; inicialmente lo estrecharía en un abrazo mortal, luego sus anillos ejercerían una presión que rompería todos sus huesos, y finalmente sería tragado. Imaginó la sensación de ahogo y luego el baño de los ácidos estomacales, la lacerante sensación de estos al cubrir tu piel, derritiéndola lentamente.

Con esas imágenes en mente, posicionó el rifle, esperando el momento oportuno, rezando porque la gigantesca cosa estuviera lo suficientemente satisfecha con su última presa como para no molestarse en ir por él.

Los minutos transcurrieron.

La anaconda movió su cabeza en la dirección en que se encontraba Enzo y la levantó.

A través de la mira del fusil observó dos rendijas oscuras con el amarillo más profundo de fondo. Los ojos del asesino.

La bala atravesó el cráneo del animal con tanta violencia que la cabeza de la anaconda describió un amplio arco, haciendo un sonido sordo al caer al suelo.

Enzo se quedó un momento mirando la escena, detestando lo que tendría que hacer a continuación.

Con pesar, se dirigió hacia el cuerpo de la cosa con su cuchillo en mano.

Empezó a cortar en el estómago de la serpiente, asegurándose de solo hacerlo alrededor del bulto. Fue una tarea difícil que le llevó varios minutos de lucha con la dura piel de la anaconda.

Usualmente Enzo sentía cierta satisfacción o alivio, por decirlo así, cuando usaba su cuchillo, ya fuera para cortar los cuellos de sus blancos, acuchillar algún soldado enemigo o cortar los dedos de algún preso. Nada de eso se parecía a lo que ahora sentía mientras retiraba el cuerpo de la pequeña niña del estómago de la anaconda.

Volvió cargando entre sus brazos el pequeño cuerpo a través de la selva hasta finalmente alcanzar la orilla y a la pareja.

Depositó el cuerpo en la canoa con toda la suavidad posible, entre los sollozos y llantos de los padres, solo roto por el “Gracias” que Gerardo le dio.

Mientras regresaban, con la puesta del sol reflejándose en la superficie del río, Pese a que abandonaba este lugar con vida, Enzo sintió que lo hacía dejando morir una parte muy importante de él en ese claro en la selva.

HUGO PAT

RICARDO PAT

yorickjoker@gmail.com

riczeppelin@gmail.com

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