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Los fantasmas existen

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No puede ser

Ermilo Abreu Gómez

Hace muchos años iba yo a un pueblo cercano a la ciudad de México, en compañía de mi amigo el capitán Luis Méndel y de su mujer llamada María. Íbamos en un coche destartalado de esos que entonces todavía se llamaban fotingos. El viaje sería un poquito largo, cosa de dos o tres horas. No lo sé, o no me acuerdo bien, cuál era el objeto de este viaje. Me parece que iba yo a dar una conferencia o mi amigo tenía que practicar unas diligencias de su oficio. El caso es que nos acomodamos en el coche y partimos. Como yo me mareo mucho, me senté adelante, al lado del chofer, y mi amigo detrás, junto a su mujer.

Yo no soy muy conversador que se diga, salvo cuando encuentro un amigo, de veras amigo; sólo entonces me suelto a hablar como tarabilla y no me para nadie la lengua. Pero mi amigo Luis, ese sí era muy dado a hablar con cualquier hijo de vecino; y así, desde los primeros momentos trabó conversación con el chofer. Poco a poco la conversación de ellos se fue haciendo más animada y más interesante. El chofer, como es natural, habló de lo que todo el mundo dice: la carestía de la vida, de la política, de las mordidas de los tamarindos, de los percances de la calle, y no le faltaron hasta ocurrencias de tipo amoroso.

Yo oía todo esto entre divertido y aburrido.

De pronto mi amigo le dijo al chofer:

-Y a propósito, ¿de dónde cree usted que soy yo?

Y el chofer le contestó:

-Pues mire usted: no podría decirle nada. Mire: fijándose bien, por lo blanco, parece usted español o algo así. Por lo alto, yo diría que es usted de Sonora o de Chihuahua. Por su manera de hablar, no atino con su región. No podría usted ser de Jalisco, de Michoacán, de Veracruz o de Oaxaca. De veras le digo que no es fácil averiguar de dónde es su merced.

A lo que mi amigo le respondió:

-Pues le digo que soy de aquí, del mero Distrito Federal. Lo que pasa es que he sido toda mi vida agente viajero de la milicia, y con tanto caminar tal vez he perdido mi acento particular y no se han pegado bien los acentos de otras partes. A mí me parece que tengo aire de vagabundo. Y de mi edad, ¿qué me dice?

El chofer respondió:

-Pues me la pone usted todavía más difícil, porque aunque tiene usted un poco de cabello blanco, luce bastante joven y la pata de gallo apenas se le empieza a asomar. Para mí que usted anda entre los 40 y los 50.

Entonces mi amigo le dijo al chofer:

-Pues también se equivoca. Pues aunque me esté mal el decirlo, ya voy para viejo, pues tengo 64 años.

El chofer dijo entonces:

-Pues la verdad se come usted los años, con perdón sea dicho, como los burritos de mi tierra, que son reburros y parecen recién nacidos. Pero ahora quiero que me diga algo acerca de mí.

Mi amigo Luis le dijo:

-Pues pregunte nada más, a ver si acierto.

El chofer preguntó:

-¿Y yo, de dónde soy, dónde cree que he nacido?

Mi amigo Luis le dijo:

-Déjeme pensar y déjeme mirarle, que le voy a decir la mera verdad.

Y mi amigo clavó la mirada en el chofer, se reconcentró un ratito y luego, como hablando consigo mismo, dijo:

-Pues no creo equivocarme, pero no me atrevo a decirlo, pues la verdad me parece una audacia. Mejor no le digo.

Pero su mujer lo animó diciéndole:

-No tengas miedo, que siempre has acertado en tus adivinanzas.

Y mi amigo le respondió:

-Bien sabes que estas cosas que digo no son adivinanzas ni son juego. Hay algo en mi interior que me parece oír y entender lo que se anda averiguando.

El chofer le advirtió:

-Pues a mí se me hace que no va a dar con mi pueblo…

MI amigo, picado, le dijo:

-Espere un tantito y se lo diré:

El chofer le contestó:

-Espero lo que quiera.

Pasaron cuatro o cinco minutos y mi amigo, sin titubear, le dijo al chofer:

-Usted es de un barrio de Iztapalapa, tiene 32 años; es casado y tiene dos hijos.

El chofer por poco choca; paró de golpe y preguntó:

-¿Y cómo sabe usted estas cosas?

-Ya le dije, yo no las sé, como que las oigo dentro de mí y luego las digo.

El chofer todavía preguntó:

-¿Dónde me conoció?

-Es la primera vez que lo veo.

 

Diario del Sureste. Mérida, 7 de agosto de 1966. Suplemento cultural núm. 656, p. 3.

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