Letras
José Juan Cervera
Pese a sus valores intrínsecos, los frutos del arte suelen ser llevados al terreno de las disputas ideológicas, de las contiendas políticas y de las definiciones ciudadanas. Por ser productos de la cultura, se sujetan al cruce de fuerzas entre tendencias que agitan las relaciones humanas. Sus cualidades de origen preservan su integridad estética en tanto permanezcan al margen del ámbito de las tensiones sociales, pero no pueden sustraerse de él, porque su contenido simbólico refuerza o desafía impulsos y posiciones inscritos en el estrépito mundano.
El siglo XIX auspició el surgimiento en el mundo occidental de doctrinas que compitieron, en busca de legitimidad, con tradiciones religiosas de raíz corporativa. Fue el caso del credo espiritista tal como lo expuso el francés Allan Kardec (Hippolyte Denizard Rivail, 1808-1869), fundador de un sistema de pensamiento que, adoptando nociones antiguas, logró sintetizarlas en un conjunto coherente. Esta innovación simbólica irrumpió en la modernidad en un orden social impelido a ajustarse a cambios constantes, cuyo impulso se avizora no obstante las resistencias que se le oponen con celo.
El espiritismo se basa en la idea de que el alma permanece después de sobrevenir la muerte del cuerpo, recibiendo con ello la designación de espíritu, concebido como una entidad inteligente en la cual reside la voluntad de quienes en vida la ejercen para alcanzar propósitos diversos. En este contexto, los espíritus pueden manifestarse en el mundo de los vivos comunicándose con ellos. Es fácil advertir sus connotaciones evolutivas en el aserto de que los seres incorpóreos se rigen por la ley del progreso y muestran una jerarquía variable en la que obra el grado de bondad que hayan alcanzado antes de su deceso.
En México y en Yucatán, como en muchos otros lugares, las creencias espiritistas se propagaron en el último tercio de dicha centuria entre minorías que tomaron como bandera el papel regenerador de las entidades metafísicas que atrajeron su interés. Sus seguidores se proclamaron creyentes del cristianismo, cuyos principios morales incorporaron a su discurso público al que atribuyeron el sentido de una filosofía, definiéndola como una síntesis de contenidos misceláneos en la cual se advierte el propósito de conciliar la fe y la razón, la ciencia y los valores religiosos.
Entre 1876 y 1878, Rodulfo G. Cantón editó en Mérida el periódico quincenal La Ley de Amor que, coincidente con las enseñanzas de Kardec, incitó el rechazo de los sectores católicos más apegados a los dogmas de su Iglesia. Este medio impreso emprendió la defensa de su causa, recurriendo a los argumentos más variados, entre los que refirió el vínculo de la literatura con el espiritismo, concediéndole a éste un papel fecundo en el desenvolvimiento de las letras. Presentó como ejemplo tres novelas de Téophile Gautier quien, si bien fue escéptico, convirtió a los espíritus en personajes de algunas obras suyas. También citó un relato del cubano José María Heredia, quien murió en nuestro país en 1839. Señaló que con él se anticipó a las creencias espiritistas por haberlo dado a conocer doce años antes que Kardec las divulgara en sus libros.
El mismo periódico tuvo una sección denominada “Literatura espírita” que cedió espacio a textos versificados entre los cuales destacaron las colaboraciones del pedagogo Rodolfo Menéndez de la Peña quien, sin ser adepto de este movimiento, simpatizó con él porque su hermana Sofía sí perteneció a sus filas: a ella le dedicó un poema con motivo de su temprana defunción. En otro de ellos hizo referencia a la nueva era que preconizaron los espiritistas.
Pese a su carácter minoritario, este movimiento disidente influyó de manera significativa en la sociedad vernácula, entre otros motivos porque varios de sus miembros contribuyeron a fundar el Conservatorio Yucateco de Música y Declamación, el que por este hecho fue combatido con ardor hasta que se extinguió, cuando dejó de recibir apoyo para su permanencia. Con este centro de enseñanza artística desapareció su gabinete de lectura, que daba un servicio gratuito, brindando al público obras de todas las tendencias filosóficas y religiosas, incluyendo aquellas en que sus detractores más suspicaces daban cimiento a su fe.