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Literatos de Matamoros, Tamaulipas, México (XII)

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XII

Pedro Hernández. Brownsville, Texas, (2000). Radica entre Matamoros y Brownsville. Estudiante de University of Texas Rio Grande Valley. Ha publicado en delatripa: narrativa y algo más. Participó en el Taller de Apreciación y Creación Literaria del Instituto Regional de Bellas Artes de Matamoros.

 

Dos Narraciones

Pedro Hernández

Carretera

La carretera lo arrullaba y apenas eran las doce en punto marcando en el reloj que tenía la radio.

Joseph, cansado, apenas con determinación cambiaba de estación para dejar de oír el sonido de la estática cuando perdía señal. Entre las estaciones con estática encontró una de las que dejan correr comerciales y una que otra canción.

El chico se quedó sintonizado, esperando que algunas voces de los comerciales le hicieran compañía en el largo viaje a su casa.

Pasaron minutos, luego horas, hasta que Joseph sintió que no avanzaba o estaba perdido. No era su noche, la suerte no estaba con él: su camioneta perdía velocidad.

El muchacho se orilló, para la poca suerte que tenía, con las luces aún encendidas. Se bajó maldiciendo, pero sin perder su expresión de sueño. Aunque su conocimiento en autos era nulo, no pudo encontrar algo que haya hecho detener el auto. Colocó las señales para que algún pobre diablo como él pudiera ayudarle.

De nuevo los minutos pasaron y ningún auto alumbraba la carretera, solo la luna llena. Pronto se encontraba en su camioneta, descansando para esperar el amanecer.

Hubiera sido mejor.

—Una de la madrugada— pensó, mirando su reloj.

Poco a poco quedaba dormido, hasta dejarse llevar por el abismo del sueño. Las ventanas de su camioneta parecían pintadas de un negro profundo a tal punto, como si galones de pintura negra había caído sobre ellas. Las nubes cubrieron por segundos la luna, la noche parecía eterna.

Un golpecito en la ventana del conductor lo despertó. Una luz iluminaba la mano que lo señalaba.

—¿Sabes cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó la señora que sostenía la linterna.

El chico movió la cabeza.

—No. Habré dormido media hora, supongo—.

Salió de la camioneta y la mujer le iluminó su alrededor.

—Son las tres de la madrugada, hijo, te quedaste mucho—. Soltó una risita mientras se llevaba la mano a la parte posterior de su cabeza, buscando en su cabello recogido como si algo le molestara. Algún tipo de nerviosismo.

—Soy Anna—.

Se apartó, dándole espacio para que el joven se acicalara.

—Joseph —dijo el chico, mostrando una sonrisa forzada a pesar del enorme cansancio que cargaba.

La mujer lo invitó a su cabaña, que estaba a unos kilómetros.

A él le parecía extraño que alguien viviera en el bosque. Pero su segundo pensamiento se interpuso, diciendo que tal vez era una escritora aficionada buscando despejar la mente.

Accedió, pues podría tener al menos un lugar cómodo para dormir y esperar. Y hasta pasar algún momento candente con su anfitriona.

En el trayecto hacia la cabaña, al lado de Anna, se percató que volvía a llevar su mano a su cabeza, rascándose aún más fuerte.

—¿Está todo bien? —preguntó mientras seguía caminando y trataba de calentar sus manos.

Anna volteó, aún con la mano en la cabeza, y respondió sonriendo.

—Claro.

Una vez en la cabaña, la mujer le preparó un té e hizo que el muchacho lo tomara despacio para calentarse del frío infernal que los traspasaba.

Empezaron a platicar en lo que amanecía; el muchacho perdió las ganas de consumar el sueño. La señora estaba atenta a él, asintiendo y respondiendo cualquier pregunta del chico. Joseph pedía más y más té, hasta el punto de servirse cinco tazas llenas.

Anna parecía estatua, atenta a Joseph observando sus ojos. Al chico le pesaba la cabeza por la falta de sueño.

Esa noche fue sin duda tediosa.

Ella le quitó la taza que tenía en la mano y lo invitó a recostarse, hasta dejarse arrastrar al abismo del sueño poco a poco.

Se sentía fuera de sí, sus instintos ancestrales le decían que algo se aproximaba, pero no sabía cómo ni cuándo. Se movía buscando estar cómodo en el sofá, que parecía piedra, pero se percató que al querer mover un dedo lo sentía pesado como piedra.

Quiso gritar, chillar, mover los malditos pies del sofá, pero no podía. Sentía una presión horrible en el pecho. Como perro asustado, trató de forcejear, abrir los ojos y ver qué estaba ocurriendo. Algo tenía ese té.

Había sellado su sentencia.

La señora poseía una presencia incómoda, extraña, de esas que te hacen revolver el estómago. Desde que iba en la solitaria carretera tuvo el instinto de peligro, el que te hace voltear y asegurarte de que estés a salvo o listo para escapar.

El muchacho abrió los ojos y vio de espaldas a la mujer, observando la oscuridad de afuera.

—¡Ya no aguanto, ya no aguanto! —chillaba Anna, rascando y picando con sus uñas violentamente la parte anterior de su cabeza, al punto de arrancarse partes de la piel; pequeños pedazos quedaban entre sus largas uñas.

Eso perturbó a Joseph. Vio que sus uñas ya no parecían humanas. Su piel parecía más pegada a los huesos, podía mirar la forma exacta del cuerpo esquelético, sus pómulos cada vez más y más anunciados. Joseph la observó hasta que pudo mover las piernas, cayendo del sofá. Boca abajo, podía escucharla quejarse y maldecir quien sabe qué cosa.

La mujer se arrancó las ropas, dejando ver su cuerpo marcado por los huesos; las venas y arterias estaban visibles, levantadas y asquerosamente visibles sobre sus huesos. Era un saco pegajoso en su cuerpo. Su rostro mostraba confusión y muerte; era una calavera, sus ojos secos habían perdido el sentido de la vista.

El muchacho pudo recobrar su postura, habiendo pasado el efecto de dios sabe lo que tenía ese maldito té. Quedó petrificado al ver lo que quedaba de la humanidad de esa mujer. Su cara chorreaba no un líquido, sino su propia piel colgaba como grasa.

La mujer pedía ayuda entre sus labios caídos; no podía articular una palabra a aquel joven asustado.

El joven la golpeó fuertemente, quedando recargada hacia la pared. Antes de siquiera poder moverse hacia la puerta, observó una criatura, un parásito, tan enorme que parecía un capullo mugroso y punzante. Secretaba un líquido rojizo, negro, putrefacto que tenía coágulos. Era sangre.

Ese parásito estaba fusionado a la mujer; una delgada pero penetrante aguja que salía de ese ser penetraba las cervicales hasta tocar el cerebelo, que sin duda alguna estaba hecho papilla.

La mujer ya no caminaba, se tambaleaba.

Salió huyendo hacia el bosque, hacia el oscuro y hambriento bosque.

Había olvidado todo. Ni tiempo tuvo de ponerse los zapatos.

Corría mientras trataba de aguantar sus exhalaciones para que aquel ser no lo escuchara.

Entre la poca luz de la luna, iba quedando atrás lo que quedaba de aquel ser humano, de ese saco de huesos. Percibía la silueta deforme del parásito cargado en sus hombros, abrazado a su espalda, hasta la médula de sus huesos. Los brazos ya no tenían forma de huesos, delgados y más largos, la piel colgaba de esos huesos forrados de un líquido oxidado.

El muchacho estaba escondido detrás de los pinos gigantescos, apenas a unos metros de distancia de aquella cosa que lo detectaba por el olor a sangre hirviendo, a sangre seca tan fuerte que era imposible respirar. El pensamiento de querer siquiera moverse lo condenaría.

Ese necio sentido común hizo que el más mínimo movimiento entre las ramas y hojas le hiciera saber que había cometido un error fatal.

El ser atravesó con su brazo penetrante los restos de la mujer. Postrado en cuatro patas, ya no mantenía siquiera una postura humana.

El chico gritaba y se arrastraba, sin siquiera voltear a ver. Su vista se nublaba entre la infinidad del bosque. No podía ni ver la carretera. Quién sabe cuán alejado estaba de su camioneta.

Ese ser aún no lo mataba.

Estaba inmóvil como un animal atrapado. Rugía, chillaba con todas sus fuerzas, raspaba con sus uñas la tierra, en un intento inútil por escapar.

Ya no sentía el dolor en su pierna.

La cosa ya no emitía ruido.

El silencio lo obligó a voltear para ver si solo jugaba con él para hacerlo sufrir más.

Estaba justo atrás del chico, pero parecía una estatua, una estatua deforme que escupió algo del tamaño de una mano que cayó sobre su hombro.

Mientras intentaba apartarla, la criatura se movió rápidamente, penetrando sus cervicales sin siquiera lastimarlo.

Comenzó a sentir un escozor creciente, un ardor, seguido de un dolor punzante que atravesaba su cuello.

El muchacho se revolcaba entre la tierra y las ramas podridas del bosque. Sus sentidos se agudizaron.

Fue arrastrado a quién sabe qué parte del bosque.

—¡¡Sal de mi cabeza!!

Sentía como manoseaban su materia gris.

Estaba perdido, lo sabía, lo sentía en su poca conciencia.

Hubo un estruendo hueco que sonó a pocos kilómetros del bosque.

Su cráneo estaba posado de una manera desgraciada.

Aquel ser se arrastraba lejos del cuerpo sin vida de Joseph.

 

Cazador

Lo que estoy por contar en este documento ocurrió hace tres semanas. No he dejado de soñar con lo que ha visto y hecho este joven.

Llegó una noche en la que se nos había advertido no salir, porque los asesinatos en las calles de Lützen —hasta en casa de nobles y de baja clase— habían aumentado. Los asesinatos llegaban a ser tan crueles, a tal punto que solo quedaba un despojo de miembros y huesos triturados.

Esa noche, como de costumbre en Lützen, el frío invernal inundaba las calles; invadía los interiores de las casas.

Estaba escribiendo unos informes cuando fui interrumpido por rasguños y quejidos.

—Un estúpido gato atorado en el techo —pensé.

Los sonidos se escuchaban más y más. Llegué a pensar que provenían de la segunda planta de la casa, encima de mi oficina, ya que podía escuchar como esas uñas rasgaban el suelo del segundo piso.

Subí con sigilo.

Revisé el baño: nada; el cuarto de huéspedes, nada tampoco.

Faltaba mi habitación. Provenían de ahí los extraños sonidos.

Había pensado lo peor por culpa de mi imaginación.

Al abrir la puerta, la luz de la luna me permitió ver una silueta posada en la entrada del balcón.

Escuchaba sus quejidos, como de un perro herido. No tenía idea cómo demonios subió a mi balcón. Me acerqué con cuidado y escuché decir.

Detrás de ti

Alguien me apartó de mi cama y una criatura extraña de altura inhumana se abalanzó contra él.

Ambos cayeron del balcón, dejando un camino de sangre negra y escarlata.

Un aleteo titánico se escuchó, seguido de un crujido violento, quedando todo en silencio.

Busqué mi escopeta, intentando convencerme de que esa vil arma podría acabar con esa criatura de dientes de hierro. Mis manos temblaban, pues esa cosa pudo haberme mutilado.

Decidí no salir de mi habitación hasta el día siguiente.

Escuché pasos afuera de mi casa, pasos arrastrados, seguidos del sonido de cómo se abría la puerta principal de golpe.

Mi primera reacción fue apuntar hacia la entrada, luego al balcón, y así sucesivamente, mientras me carcomía el miedo. La cosa venía por mí.

Antes de que los pasos débiles y arrastrados se aproximaran a la puerta de mi habitación, escuché cómo se desplomaba justo en frente. La cosa estaba herida y, a pesar de que aquel hombre seguramente había muerto, había dado pelea contra aquel ser.

Abrí la puerta con curiosidad y miedo. Vi al mismo hombre de gabardina oscura. Estaba destrozado. Se estaba desangrando, con las vísceras por fuera, deshecho. Tuve que curarlo lo mejor que pude.

Cuando despertó, le expliqué lo ocurrido.

No decía ninguna palabra, estaba inmóvil en el sofá.

Se incorporó, sentándose.

El silencio era tenso.

Salí rápidamente de la casa a ver lo que había quedado de esa criatura: nada. Ni un rastro o miembro minúsculo en la entrada principal, a pesar de que los dos habían caído enfrente de mi puerta.

Volví a entrar, cuestionando lo que había pasado.

—¿Qué rayos era esa cosa y por qué entró a mi casa?

El hombre revisaba sus suturas y heridas. Fijó su mirada en su gabardina y los objetos raros en la mesa del fondo.

—Demonios, monstruos, un ser sobrenatural, como sea que le llamen ustedes aquí —dijo con acento inglés—. No te buscaba a ti. Es raro que alguien tenga conocimiento de cuál es la motivación de esas cosas— mencionó, mientras trataba de alcanzar su gabardina.

Con terquedad, quiso levantarse del sofá, lo que logró, impresionantemente.

El hombre se levantó como si nada, después de que tuve en mis manos sus órganos saliéndose de su cuerpo, y haberlo curado sin anestesia.

Salió por la puerta principal.

Al acompañarlo, presencié cómo agarró algo en el suelo, seguido de un crujido horrible de articulaciones y huesos.

Como si tuviera una capa que hacía que el ojo humano no lo pudiera ver, apareció solo la mitad de un ala que fue arrancada.

—Este usó camuflaje; era un depredador, por obvias razones.

—¿Y usted un cazador? —estúpidamente lo había dicho en voz alta.

El hombre me miró fríamente y prosiguió.

—Habrá escuchado usted noticias sobre asesinatos violentos hace tres semanas aquí.

Ignoró lo que dije. Asentí.

Habíamos vuelto a mi sala.

Hasta ahora me sigue impresionando la fuerza que demostró para arrancar el ala, que pude examinar visualmente: las articulaciones y músculos eran tan gruesos, que presumo sería imposible de masticar por algún animal doméstico o salvaje.

—Por tu acento, veo que no eres de por aquí. ¿Viajaste hasta aquí solo para exterminar esa cosa? —le pregunté sin siquiera pensarlo.

—Así es.

Se dirigió hacia su gabardina y se dispuso a ponérsela, mientras enfundaba su arma en su cintura.

—A veces —mencionó el hombre— siento que soy como ellos.

Soltó un suspiro mientras se ajustaba el cinturón, que estaba un tanto desgastado.

—Solo que… al menos tengo un propósito

No lo negaré, sentí pena por él en ese momento: un ser humano encomendado a esa tarea de ser algún tipo de cazador. No por deporte, ni por alimento, solo como propósito personal.

—¿Sientes que lo único que te divide de ellos es tu propósito?

Asintió, y avanzó hacia la puerta, hasta que lo detuve nuevamente. Mi curiosidad fue peligrosa, a tal grado de que quería acompañarlo en su odisea.

—¿Lo haces por ti, o por un bien común?

Se dio la vuelta mirándome, mientras se retiraba un guante negro. Me mostró su mano y cuello, marcado con innumerables cicatrices que se sumaban a las que vi en su torso.

Tenían sus venas dilatadas con un color oscuro.

Me quedé sin palabras.

—Para que nadie tenga que hacer lo mismo que yo. Para que nadie tenga que desperdiciar años en la oscuridad, un lugar del que es imposible salir una vez que la ves a los ojos. Señor…

—Geiser —respondí—. No escuché su nombre —añadí después de que abriera la puerta principal.

—Mis disculpas. Mi nombre es Jonathan. Jonathan Baker.

Salió de mi casa como si nada hubiera pasado. Sus heridas parecían un adorno, ya que no se tropezaba al caminar. Su elegante gabardina revelaba la apariencia de un hombre inglés, frío, pero con modales.

—Mis disculpas por el inconveniente, Señor Geiser. Que tenga una tranquila noche. Y gracias por su hospitalidad.

Había hecho un ademán antes de seguir su camino hacia las afueras del jardín de mi casa.

Pasadas las primeras horas de la mañana, aún rebotaban en mi mente las palabras que dijo: “…de un lugar del que es imposible salir una vez que la ves a los ojos”. Comprendí que la motivación con la que se convencía a él mismo lo hacía diferente a las cosas que había enfrentado.

Una oscuridad, más bien un abismo que no hemos conocido aún.

Eso me ha dado qué pensar.

Quiero concluir este documento con este pensamiento o, más bien, una filosofía que puede ser aplicada en nuestras vidas y el propósito que cada quien se asigna de acuerdo con un colega. Y cito: “Quien con monstruos lucha, cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras un largo tiempo al abismo, el abismo también mira dentro de ti. Friedrich Wilhelm Nietzsche.”

Firmado por Joseph Adler Geiser. Buenas noches.

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