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M. G. Olvera. San Luis Potosí, S.L.P., 1971. Radicada en Matamoros desde noviembre de 2018. Ingeniero Industrial Mecánico. Participa en Taller Literario Instituto Regional de Bellas Artes.
Una extraña petición en un piano bar
M.G. Olvera
Te costó más de cuatro décadas deshacerte, o acaso todavía no, de los prejuicios heredados por tu madre: cuando estabas cruzando el portal, y te recibía una chica de breve falda y profundo escote, recordabas que el pecado es un invento redituable, que allá donde estaba tu madre se repetía día a día. Sólo veía al Altísimo y escuchaba al mismísimo Händel dirigiendo la orquesta de ángeles y querubines interpretando El Mesías.
Ella, entrenada como estaba para detectar mojigatos de cartera abultada, cogió tu brazo.
Imposible evitar el calosfrío que recorrió tu cuerpo al sentir la carne firme y cálida de su pecho izquierdo junto a tu brazo, mientras te conducía en la semioscuridad del bar.
Te ofreció la diminuta mesa que quedaba oculta tras el cubertero de los meseros, te sentó a contraluz y, frente a ti, apoyó los codos en la mesa al tiempo que juntaba sus manos, provocando alevosamente levantar sus pechos.
Mientras intentabas desviar la mirada de su hipnótico escote, con voz juvenil llamó al mesero.
Él te reconoció de inmediato y ofreció una disculpa, al tiempo que con un ademán le indicaba a Ella que se retirara.
Bajo el efecto de su par de prominencias, y en un intento de seguirla, con torpe movimiento tumbaste la mesa. El ruido atrajo las miradas que te llenaron de pánico; tropezaste con una de las patas y poco faltó para que cayeras encima de una mujer de considerable volumen que te miraba con desprecio; los rápidos reflejos del mesero salvaron a ambos.
Acomodaste tus gafas y, vacilante, te dejaste conducir por él hasta la lustrosa barra, donde te recargaste, sintiendo de pronto un agudo dolor en el tobillo.
El sonido de los hielos en el vaso que acercó el barman despejó tu mente.
Levantaste la cara y en el reflejo de la vitrina del bar buscaste a Ella. La misma treta que hacías de niño en la sala de la casa donde vivías con tu madre y tu abuela para mirar el carnaval. Aquella casa en Manuel Velazco 803, de grandes ventanales y gruesas cortinas grises.
Te estaba prohibido siquiera asomarte a la ventana. La música tropical, el pecado, los carros alegóricos, el pecado, la gente paseando, el pecado, Juan Carnaval, el Rey Feo, los vendedores ambulantes, los turistas bebiendo, el pecado, las comparsas, los hombres y las mujeres semidesnudos bailando, el pecado, las mujeres de suaves curvas, el sudor sobre sus cuerpos bronceados, el pecado, tu madre y tu abuela horrorizadas alejándote de la ventana.
Se juntaron tu mirada y la de Ella mientras el administrador te indicaba por dónde subir al reducido escenario.
Sentado frente al piano, sentiste el hormigueo en tus dedos, y al alma regresar al cuerpo. Te olvidaste de Ella y tocaste, tocaste para ti, tocaste hasta que el abucheo fue tal que el administrador tuvo que subir al escenario para pedirte que intentaras con otra canción.
—¿Otra canción? —preguntaste asombrado—. Solo traje las partituras del concierto Número 21 de Mozart.
—¿Las parti qué…? —preguntó mientras fruncía el entrecejo y levantaba su ancha nariz. La rapidez con la que cambió su rostro, cual si se hubiese puesto una máscara para voltear hacia los clientes que esperaban que bajaras del escenario, te heló la sangre. La cara de odio de tu abuela al acercarse a ti, y de completa adoración al instante siguiente para contemplar a tu madre.
Tu instinto de conservación te ordenó correr escaleras abajo, pero tu adolorido tobillo no obedeció; quedó torcido de tal manera que el astrágalo casi rompe tu calcetín de vicuña.
Fue Ella quien reconoció en tu mirada el dolor intenso; subió al escenario y te entregó un viejo violín. De pie, junto a ti, atrajo las miradas del público. Cuando el silencio se hizo fue Ella la que, primero tímidamente y después dominando el piano bar, cantó. Como víctima de un hechizo, sentiste el hormigueo en tus dedos y una corriente recorrer tu médula espinal.
El efecto del Requiem aeternam dona eis, Domine et lux perpetua luceat eis siempre te ha hecho levitar; levitar y olvidar al resto del mundo. Olvidar a tu abuela, a tu madre, a tu abuela embelesada frente a tu madre desnuda, y tocaste, tocaste para ti.
Esta vez no hubo abucheo, el asombro dominó al público y cuando exhaustos tú y Ella dejaron flotando en el escenario la última nota, fue la mujer de enorme volumen la que, de pie sobre la mesa, los vitoreaba.
Como salido de un letargo, poco a poco fuiste consciente de lo sucedido.
Esta vez pudiste levantarte y, sin soltar el violín, bajar del escenario para contemplar a Ella desde abajo. Fue ese gesto tuyo el de darle todo el crédito a Ella el que hizo que las demás mujeres que lo presenciaron te cercaran, hipnotizadas. Poseso como estabas de la figura de Ella en el escenario, no sentiste la humedad de los labios ni las manos impúdicas que tocaron tu cuerpo.
Fue solo hasta que el administrador, con voz de maestro de ceremonia pidiendo una ovación para el recién descubierto dueto, que se rompió el hechizo.
De nuevo fuiste el blanco de las miradas.
Te faltó aire y te flaquearon las piernas, y otra vez la oportuna intervención del mesero te salvó.
Ya en la barra, con un torito en la mano, pudiste soportar la cercanía de Ella. El estremecimiento que provocó su aliento cálido cercano a tu oreja se convirtió en rigidez completa que sólo pudo vencer el asombro que te provocó la más extraña petición que alguien te hubiera hecho.
Con un fino y estudiado movimiento de su mano, fue la mujer obesa la que levantó tu quijada para cerrar tu boca; con delicado tacto te retiró las gafas empañadas.
Por reflejo natural parpadeaste repetidamente y, girando levemente tu cara en movimiento zigzagueante, contemplaste alternadamente los rostros de las dos. Una mirada de complicidad había en ellas.
Tu desamparo y el alcohol se combinaron. Volviste a no existir entre las dos presencias.
Tu madre en éxtasis, reposando en el chaise longue; tú, sentado, con los pies de tu madre sobre tus piernas, y tu abuela, hincada sobre la alfombra de chenilla, lamiendo los pezones erectos de aquella.
No fuiste capaz de negarte, te resignaste al destino de la insignificancia; las seguiste al fondo del piano bar. Entraron por una puerta que conducía a una bodega oscura; ibas detrás de ellas.
En el umbral dudaste.
Con un movimiento grácil de su hombro, Ella te animó a seguirlas; hipnotizado por su mirada, avanzaste.
Con su enorme cuerpo, la mujer te impedía retroceder.
Ella se acercó a ti y pasó sus manos por detrás de tu nuca; el filo de sus uñas en tu cuero cabelludo te provocó una corriente eléctrica que recorrió tu cuerpo desde el lóbulo parental hasta el calcáneo. Tu adolorido cuerpo, presa del deseo no satisfecho, y prensado entre los cuerpos, creció hasta no caber en tus Hermes.
Fue Ella la primera en notarlo.
Con cara de fingida inocencia, se apartó de ti para soltar la cinta que sujetaba su abundante cabello y, con apretado nudo, la sujetó a tu nuca; se aseguró también de que tus ojos estuvieran cerrados bajo la cinta.
La sangre bombeaba dentro de ti; parecía reventar tus oídos, y no te fue posible escuchar los pasos a tu alrededor, ni identificar de dónde procedía la voz de Ella cuando te pidió que la besaras.
Sentiste unos cálidos labios sobre los tuyos y un líquido caliente bajar por tus piernas.
Tu abuela encolerizada obligándote a permanecer de pie sobre el charco de orín que dejabas en su amplia habitación cuando con su lengua recorría la entrepierna de tu madre, y tú debías repetir sin parar el Ave María.
—¡Qué asco! —escuchaste decir al tiempo que de un empujón te tiraron al piso.