Leyendo con espíritu onettiano
Los domingos abunda y se desborda el aburrimiento. Y mucho pesimismo.
Estoy acostado en la cama. La sabana se humedece y hago giros o movimiento para que la delgada brisa del ventilador de mesa me refresque y seque el sudor de la espalda.
No me apetece salir. Tengo casi todo a la mano: una caja de cigarros, bebida, novelitas policiacas, libros de buena lectura, y un montón de trabajos de autores noveles, como este, aunque la dama en cuestión tenga casi noventa años.
A lo lejos, escucho el paso de las barcazas que trasladan toneladas de basura. A pocos kilómetros de aquí hay una isla de detritus y a ella acuden humanos y aves de rapiña, seres carroñeros con patas y alas. Hasta mi ventana cerrada y de cristales mugrientos del tercer piso llegan los olores nauseabundos de la rada.
De la isla, sabemos de su presencia primero por el hedor y luego porque, cuando caminamos por los puentes y los tranvías nos sacan de este inmovilismo y llevamos nuestros pesares y desgracias a otros lares, se observa la calva pelada de este poco honroso espacio ganado al mar.
El espíritu onettiano, esta manera de ser y estar triste no sé cómo me llega. Quizá por la relación que tengo con ese lugar sin tiempo ni espacio, que puede ser aquí o allá, ahora o mañana.
Santa María.
Si bien lo veo y analizo, la mujer decrépita que me cuidó y siempre dijo cuando niño que era mi abuela se llamó María, mientras me gritaba que mi madre andaba de buscona por los muelles y callejones del puerto.
Mi padre, me dijeron, fue caporal en la ex estancia Santa María, selva adentro donde hoy – me dicen amigos lejanos que me escriben cartas interminables – solo quedan paredes ennegrecidas por el moho; las hierbas trepadoras, como antes del momento de la verdad cuando las llamas lamieron sus gruesos muros, provocaron en algunas partes su posterior derrumbe. Solo se mantiene un árbol gigantesco cuyas ramas quejumbrosas soportaron el movimiento oscilatorio de las piltrafas y esqueletos de los adictos al gobierno transitorio, ¿Cuál? Cualquiera. Aquí ha habido un día sí, y el otro también, asonadas, golpes de estado, cuartelazos. A un lado identificaron un revoltijo de huesos, cueros secos y trapos, los que correspondieron al cadáver de quien me dijeron fue mi padre.
Si un día vuelvo a la Habana, quisiera pasearme por la playa de Santa María del Mar o, si fuera a la ciudad de México, ir a Santa María la Ribera; pasearme sin prisas entre los arcos del kiosco morisco. Tengo santas marías para rato. Santa María me circunda, me aísla, me ahoga, pero este desasosiego se calma con una cajetilla de cigarros y varios güisquitos.
Vuelvo al libro.
El personaje era un revolucionario avezado, muy adelantado a su época. Creo que fue una pérdida de tiempo la presencia de los enviados del jefe supremo de la revolución y el sacrificio del Apóstol Rojo. El Mesías que redimiría a los indios salvajes y levantiscos, y en sus manos guardaba la solución a siglos de explotación y abusos al menos en la ficción, ya estaba aquí.
Este libro es una agonía: por más que leo no acaba. La última página, suspiro, no llega. No sé porque le he dedicado tanto tiempo. Hay libros más interesantes por leer. ¿Por qué he releído tantas veces sus páginas? No me lo explico. No me enseña nada. Bueno sí: cómo no se debe escribir, toda esa pesadez de revisar y reescribir. Borronear cuartillas. Romper infinidad de hojas. Ahora iré por los otros relatos.
Creo que estoy de buen humor. Tanto tiempo de buen humor me asusta. Si mi humor fuera otro, no sé, quizá enojado o inconforme, ya lo hubiera arrojado al cesto de la basura desde la primera página.
Mientras avanzo, hallo muchas incoherencias o tropezones, como aullidos puede haber en una casa de locos. Pero tengo la curiosidad de saber cómo esta dama tuerce las cosas, redacta sus desvaríos, como si la historia, como si la vida fuera cosa simple y sin complicaciones.
Me llena de pesar este ambiente, esta visión de las cosas. Hay frases que, no sé, me hacen reír y quizá llorar. Son poco afortunadas. Pobre gente que vivió atormentada por sus convencionalismos sociales, por su limitada visión de la historia y los ejemplos cíclicos. No aprendió nada.
Se me ha antojado un coctel. Meter unos cuantos ingredientes, agitar intensamente y probar qué sale. Así me sabe este libro.
No me puedo sacudir de encima este libro de relatos. En otro momento lo hubiera arrojado al cesto de la basura. Sepultarlo entre colillas, restos de güisqui y escupitajos. Pero, no sé: algo me invita malsanamente a continuar con la lectura. ¿Qué será? Trato de hallar la razón en un rincón del techo, pero solo hallo arañas y moscas atrapadas en sus redes, como yo en este libro. Habrá que sacudir un poco. ¿Ahora? No: mañana, o la próxima semana.
A pesar de la luz ocre que dejan pasar los cristales sucios, leo por placer. Esta lectura me hace subrayar y hacer acotaciones al margen, quizá para comentar luego el libro. Es aburrido, no tengo disciplina. Prefiero la lectura placentera, desinhibida, sin horarios.
Si me dieran un ultimátum para valorar un libro de antemano, desde la primera página ya sé a dónde debió haber ido a parar, pero me costó una plata: la que le pagué al cartero, que me despertó muy de mañana. Vino dentro de un sobre y sin remitente.
Quien habrá tenido la perversidad de enviármelo. ¿La autora? El ejemplar se regaló o se regala. Aunque la autora, me han dicho en el cafetín de mala muerte porque salió una publicación en la hoja de avisos del puerto, ha hecho una edición propia y lo vende a un precio exorbitante y sobre encargo. Tamaña calamidad.
Otros autores buscan las historias de cada personaje, y van tejiendo hasta que en el cenit de la historia se mezclan y confluyen todos ellos, sin saber cuál es o será el resultado, es decir, el libro caminará solo. Andará su propio camino.
Arrojo el libro como si tuviera un pedazo de metal ardiente en las manos. Pero no logro olvidarlo. La historia sigue dominando mi mente. Casi todos sus personajes son secundarios, como parte del paisaje o del fondo: salen del paisaje y a él regresan. Personas de sencillo vivir, palabras y actitudes o modos de comportarse, pero de otro barrio, como los que pululan por aquí.
Sin embargo, no observo ni leo lujos, calandrias, personas a caballo.
Al menos esta manera de percibir la sociedad ya no es exclusiva, lo que la hace menos densa o pesada. Ahora hay otros modos de pensamiento y de aceptación hacia los demás.
Anotaciones al margen del libro
La ingenuidad de quien escribe estas cosas: no hay hondura psicológica.
Este texto necesita un mejor trabajo. Parece que se escribió de un tirón.
Una sociedad tiene mucho o poco de enajenada.
¿Por qué no llamar las cosas con propiedad, vaya, por su nombre?
En cada historia sube el nivel de desconcierto y lógica enrevesada.
Sanea emocionalmente el mundo exterior con lo que supone es su mundo interior o ficticio, y pone de manifiesto sus prejuicios.
Voy a salir. Necesito caminar y olvidar este libro. Descontaminarme.
Desde mi ventana del tercer piso veo el andar de ida y vuelta de una damisela. Porta un vestido fuera de este siglo. Parece como sacada de Los miserables o de alguna de obra de teatro decimonónica. ¿La estarán poniendo en algún teatro de la ciudad?
Dicen se prostituye.
Pienso en algunos pasajes del libro, casi todas sensuales pinceladas: “el sexo casi limpio de vello, los muslos firmes, sus pechos como verdes limones”. Otra: “pellizcar los pechos por encima de la ropa”.
Una elipsis para explicar algo que desea decir con todas sus palabras; una divorciada que pasada la media noche toca el piano, mujer vampiro que después de atacar a sus víctimas toca alguna melodía.
Me he acercado a la joven, que se guarda bajo el alero de una puerta. En las manos tiene un sombrero de paja coqueto, y el sombrero un ramito de flores: narcisos. Miro intensamente los ojos grandes y brillantes, cansados. Dicen que los marineros no la dejan reposar. Tiene una boca minúscula. Y los labios finos y húmedos. Sin embargo, pregunta con la mirada y un imperceptible movimiento de la barbilla, casi con un gesto infantil.
El vestido es transparente y parece que no lleva nada debajo.
Mira hacia un lado de la calle. Solo percibo el ojo endemoniado de la lumbre de un cigarrillo.
Retorna la mirada hacia mí e indica con un movimiento de los ojos que la siga al fondo de un callejón.
Me detengo en la bocacalle. La oscuridad del fondo me perturba, escucho sus pasos, una puerta se abre, pienso que allí la oscuridad debe ser aún más profunda. La humedad contenida.
Sigo mi camino.
La vida misma es un peligro. No me arriesgaré.
Prefiero comenzar a olvidar.
Juan José Caamal Canul
2 de julio de 2017