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escudo

Ahora que he comenzado esta columna, me pregunto cómo habrán asimilado o asumieron mis antepasados la impresión que les causó ver cómo, con orgullo y felicidad, los dominadores se sintieron tocados por la gracia y venia de su majestad Felipe III, al serles concedido el escudo citadino el día –obsérvese el juego de números– 18 de agosto (mes 8) de 1618 y, al observar en pendones y legajos venidos de allende el mar, las figuras del león rampante y el castillo torreado de la muy emérita ciudad noble y leal.

Pienso en los antepasados mayas contemplando aquella figura zoomorfa rugiendo y blandiendo sus garras, símbolo medieval de valentía, valor y nobleza, concedido a aquellos que habían atravesado la mar océano, y que quizá habían peleado en las guerras de Levante; aquellos espíritus aventureros que vinieron a este mar de hastío que fue para ellos la península. Porque si bien había paz, no había oro, y en los años posteriores se encargaron de hacer la guerra contra esta humanidad para extraerles hasta la última gota de valor que llevaran en las venas. Como no había oro, nada más hacía falta imaginación para encontrarlo.

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Pienso en los hombres, inmersos aún en su religión relacionada con los elementos naturales y el hábitat. Aquella estampa la habrían relacionada con el pariente lejano que habitaba estos lugares, el jaguar, y por supuesto la tradición cultural quizá se había perdido, pero no tanto como en la actualidad. Entonces consideraron que quizá aquella figura estaba emparentada con el jaguar, el balam, el bolom, el balum, los bolontiku, los amos del inframundo, el cual les reservaba una larga y fatídica noche que se había extendido sobre ellos y hasta nosotros.

Acudí a la segunda Convención Numismática y Filatélica Peninsular que se efectuó en días pasados en el Centro de Artes Visuales. Recorrí los stands ordenados a lo largo del “corredor” de la vieja casona del barrio de Santa Ana, donde se exhibían monedas, timbres postales y billetes como corresponde. Me detuve un poco más de tiempo en el stand de Cuba.

Entre estampillas postales, fichas de los casinos habaneros de antes de la revolución, y hasta billetes de lotería de la época colonial, monedas y objetos coleccionables, observé que estaban en venta los bonos del M-26-7, es decir, del Movimiento 26 de julio que encabezaron un grupo de universitarios y los hermanos Castro, contra la dictadura batistiana y que años después se concretó en la revolución.

De los bonos expuestos miré varios. No es que ponga en duda su autenticidad, pero bien pudieron ser facsímiles. ¿Acaso habrán hecho una campaña para recolectar la mayoría de los que emitieron, o fueron bonos sobrantes, o las personas hace tiempo empezaron a deshacerse de estos documentos?

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Me detuve en uno que en una cara presentaba el dibujo de la isla y en el área del oriente cubano ondeaba la enseña nacional. Por la otra tenía una figura humana vestido de guerrillero, que no hacía falta esforzarse para deducir que se trataba de Fidel, mirando la Sierra Maestra y entre dos lomas emergía el astro rey. Asocié esa imagen a aquella canción del cronista y músico Carlos Puebla, que se refiere a que en la Sierra Maestra se alumbraba una nueva era para la isla, la canción dice:

Se acabó la diversión
llegó el comandante y mandó a parar

Aquí pensaban seguir, tragando y tragando tierra
Sin sospechar que en la sierra, se alumbraba el porvenir
Y seguir de modo cruel, la costumbre del delito
De hacer de culpa un garito, y en eso llegó Fidel

Se lo comenté al expositor, quien me dirigió una mirada escéptica y de fastidio. Comprendo que no es lo mismo leer y apreciar un movimiento social y político en la distancia espacial y temporal que, para bien o para mal, ha transformado la vida de una sociedad en y hasta los más mínimos aspectos de su vida cotidiana. Sin embargo, el ideal y la esperanza de un mundo mejor y más equitativo aun anida en la mente de muchas personas, y el espíritu de las teorías e ideas seguirá vagando  entre los hombres de este siglo y los venideros.

Por otra parte, hay que valorar el aspecto cultural de la numismática ejemplificada mediante las imágenes y símbolos de corte político, económico, social y cultural de un pueblo o una nación, y cómo confluye, sintetiza y concreta esos valores en una  estampa con valor pecuniario.

En estas páginas leí el interesante artículo del Sr. Pedro Bacab sobre el armadillo. Llamó mi atención que para cada ángulo del universo maya también haya un huech, símbolo del inframundo, y me dio por considerar y adicionar que –además de un Chaac, Bacab, Ah Canul, un color, una ceiba, un animal mítico determinado que en ocasiones es un jaguar, o un tipo de viento– también haya un armadillo. Lo anterior me invita a considerar que en el universo indígena, en el pensamiento y el imaginario indígena, se le asignaba a cada ángulo un lugar sagrado donde residían –al igual que aquí, donde estamos nosotros, el centro del universo– seres  tangibles y otros impalpables. Recuérdese Tenochtitlan, el ombligo del mundo. Los pueblos, al tener conciencia de sí mismos, se representan como centros del universo, idea que ha trascendido desde entonces hasta la actualidad, y que el Renacimiento moldeó, renovó y acuñó con aquello de que el hombre es la medida de todas las cosas y centro del universo.

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Tengamos presente que el universo maya, más que una figura geométrica cuadrangular, en su sentido exacto es un rombo –que es un cuadrado pero inclinado– relacionado con el dibujo de la piel de la serpiente, y consideremos que una milpa –el universo maya micro – es cuadrada, atravesada en diagonal por el sol en su recorrido por los horizontes durante la traslación terrestre. Causalmente Kin está relacionado en la representación terrestre de la serpiente de cascabel, precisamente en el crótalo.

En fin, la riqueza de la simbología maya parece inabarcable y generosa en sus vertientes estéticas, simbólicas y religiosas. Se entrecruza hasta tejer una estera, metáfora del poder cultural y religioso.

Juan José Caamal Canul

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