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CAPÍTULO V
LAS RAZONES DE CRESCENCIO
Luego de la muerte de Bernardino, Crescencio Poot creyó convertirse en la única e indiscutible autoridad, pero los santos patrones de Tulum eran los que tenían el papel protagónico en la nación maya cruzo’ob. Luego de una grave sequía y de padecer además una plaga de langostas, el maíz comenzó a escasear. Los jalaches de Tulum dieron la orden de suspender por un tiempo los ataques contra las poblaciones de Yucatán pues la prioridad era abastecer de alimentos a sus seguidores.
A fines de 1876, un par de mestizos, capturados meses antes por los mayas durante su ataque a Xul, un pueblo yucateco, aprovecharon un descuido de sus captores, logrando fugarse de Santa Cruz y llegar a Peto en donde informaron a la guarnición que la capital de los rebeldes estaba gobernada por Crescencio Poot y Tomás Canché. Que cuando escaparon, hacía unas semanas, casi toda la población de ese lugar se dedicaba al cultivo de sus sementeras por órdenes de los santos patrones de Tulum. Uno de los evadidos, quien había sido ocupado como ayudante en la atención de la recua de mulas de Canché que transportaba víveres y pertrechos adquiridos en Belice, dijo a los militares yucatecos que Tulum, Santa Cruz y Bacalar eran los únicos puntos que contaban con fuertes, bien pertrechados y con permanentes guarniciones.
A pesar de la grave situación por la escasez de alimentos, Crescencio Poot siguió intrigando y dispuso de los bosques sin haber consultado a María Uicab, lo que tensó la relación entre Tulum y Santa Cruz, desembocando en un conflicto que llevó a la lucha fratricida entre ambos centros mayas cruzo’ob. Esta situación fue abanicada por el gobierno de Yucatán para profundizar la división entre aquellos; ofreció cosas a unos, ignorando deliberadamente a los otros. En 1884, Crescencio Poot intentó nuevamente negociar por su cuenta la paz buscando que los yucatecos le reconocieran como gobernador de todo el territorio maya pasando por encima del liderazgo de María Uicab e Ignacio Chablé. Pero aquellas negociaciones realizadas en Belice fracasaron debido al trato grosero de uno de los ayudantes del general Cantón hacia Aniceto Dzul, principal lugarteniente de Poot. A pesar de escuchar las disculpas del general, Dzul no las aceptó y se retiró ofendido. Ya en Santa Cruz X Báalam Naj expresó a los demás jalaches su renovada desconfianza hacia los yucatecos diciendo que se oponía a cualquier acuerdo a los que pudiera llegar Crescencio Poot.
Enterados de este hecho, los santos patrones de Tulum inclinaron la balanza en favor de Aniceto Dzul, quien enseguida de su llegada acudió a ellos para pedirles respaldo. Lo nombraron nuevo jefe de las guerrillas y también le dieron su apoyo para enfrentar a Poot y su grupo. No pasaron muchos días cuando Dzul regresó de Tulum con una fortalecida columna integrada por casi un millar de máasewales. Sorprendieron a la guardia de Santa Cruz y luego de aprehenderlo, ejecutaron a Crescencio Poot junto con una decena de sus comandantes.
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Despojados de su armamento, Poot y sus comandantes fueron conducidos hasta el frente de la iglesia Xbáalam Naj. En el camino, Tomás Canché, resignado a su suerte, decía a los demás con seguridad que Crescencio había sido un gran jefe y benefactor, que junto con ellos había ganado muchas batallas contra los ts’ulo’ob y que tenía la autoridad suficiente para firmar la paz con Yucatán; que aquello que se podría alcanzar gracias a él se perdería con su muerte. Ya sumido en la desesperación gritó:
–¡No lo hagan hermanos, no lo hagan, ya ganamos, ya ganamos la guerra! ¡Si lo matan, los ts’ulo’ob pronto causarán nuestra destrucción!
“Crescencio, el mejor, ¡uts!, pues nadie podía contra él, repelía a los soldados con sólo levantar la mano”, así decía Canché a sus adentros y se persignó como todos los que iban a ser ajusticiados. Antes de que le cercenaran el cuello, sabiendo que ya nada podía salvarlo, Crescencio Poot le dijo que ya estaba aburrido de vivir siempre en un estado de beligerancia y sin poder educar a sus hijos; que, por estas razones, él y su gente se querían someter a las autoridades de Yucatán. Pero su suerte ya estaba echada: sería castigado por su deslealtad a los jefes de Tulum y su traición a los seguidores de la Santísima: se reafirmó la radical postura de los mayas rebeldes de no negociar con el gobierno yucateco.
Como relámpagos pasaron por la mente de Crescencio muchos recuerdos… Pensaba en las cosas que le faltó hacer, pero no le alcanzó el tiempo, y es que no era viejo; era realmente un hombre maduro que pensaba mucho, sobre todo en la manera de cómo poder llegar a ser reconocido gobernador de los mayas bravos de oriente, de aquí de Santa Cruz, y de todos los pueblos partidarios de la Santísima, desde donde pudo haber gobernado sin problemas de no haber sido por la existencia de los santos patrones de Tulum y sus devotos seguidores como Bernardino Cen. Al recordar a éste se dijo:
–Lástima que era tan cretino y que se le subía la sangre a la cabeza. ¡Aaaah! Pero bien que se dejaba manejar por su mujer. ¡Ahora me acusan de traición! ¡Ya olvidaron que durante la guerra fuí yo quien encabezó a la gente en los ataques victoriosos contra Valladolid, Izamal, Tunkás, Tekax, Sacalaca y tantos otros poblados para castigar y frenar la ambición de los ts’ulo’ob! Todavía recuerdo cuando al inicio de la guerra derrotamos al ejército empuñando solamente nuestras hachas, machetes y algunas escopetas; como entre los gritos de nuestros guerreros y el humo de sus cañones caían en nuestras manos, uno tras otro, los pueblos yucatecos.
Muy seguro de que no podría salvarse de la muerte siguió pensando: “Es mejor así; mis hermanos están como fanatizados: adoran más a María Uicab que a la misma Santísima. Ya estoy fastidiado de vivir a salto de mata, bien que pudiera gozar la vida como hacen los ts’ulo’ob, instruir a mis hijos como ellos hacen con los suyos. Además, el sometimiento a Yucatán habría sido sólo en apariencia con tal de tener tiempo para acomodarnos a su forma de vida; ellos ganarían también pues habrían gozado los aromas y sabores de vinos y licores, la suavidad de telas, los embutidos y quesos europeos que con frecuencia nos llegan aquí en medio de la selva antes que a ellos en Mérida. Además, ¿qué tiene de malo aceptar su gobierno mientras ellos reconocieran el nuestro? Así, cada quien con los suyos, en sus territorios, y santa paz”.
En ese momento, el gran estratega maya sintió que un líquido caliente corría por su garganta, hasta mojar su pecho. En plena agonía, como en un sueño, se vió sentado en la gran mesa del palacio de Yucatán firmando un papel con los emisarios del gobierno, mientras detrás de una cortina de terciopelo azul del gran salón se ocultaba un enorme zopilote, como al acecho, preparado para lanzarse sobre sus despojos. Todavía alcanzó a ver cómo muy cerca de ahí, montando su caballo, Bernardino Cen atravesaba la puerta grande de la catedral seguido por un tropel de los suyos levantando sus machetes y escopetas mientras gritaba en medio del humo causado por los disparos:
–¡Vine por Josefa y por la virgencita para llevarla a mi reina María Uicab!
Por un momento se imaginó que acompañaba a sus hermanos en esa entrada triunfal a Jo’, pero la sangre saliendo a borbotones de su cuello y boca le impidió gritar emocionado “¡Mueran los ts’ulo’ob!”
Georgina Rosado – Carlos Chablé
Continuará la próxima semana…