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Letras
Rocío Prieto Valdivia
El viento santanero de la tarde era abrumante y muy terregoso. Mientras Carolina removía la tierra seca del jardín y las gotas de sudor escurrían por su rostro, observó entre el gris y polvoriento suelo un tierno brote que parecía resistir el abandono. Eran pequeños brotes de margaritas.
A Carolina le gustaban las flores amarillas, verlas brotar con obstinada belleza entre las jardineras del viejo y olvidado patio donde antes fue tan feliz al lado del que ella siempre dijo que era su gran y único amor.
Aquellas jardineras no solo eran un tesoro, sino que llevaban la magia de las manos del hombre amado. Óscar se las había hecho para cultivar los lirios y los crisantemos que la abuela Rebeca les había regalado. Parecían guardar bajo la tierra las promesas de Óscar, los mimos de la abuela, las palabras tiernas de su madre…
Esa tarde, después de ablandar la tierra, las regó y les habló como le había enseñado su abuela, esperando verlas florecer.
Pasó el otoño, después el crudo invierno y, al iniciar la primavera, un día Carolina las observó desde la ventana donde aquella tarde lluviosa de mayo junto a Óscar disfrutara aquel fresco atardecer: habían nacido y crecido solas, sin que nadie las plantara.
—Son flores de campo —murmuró para sí misma.
Recordó a su abuela, que decía que las flores amarillas traían buenas noticias. Más que eso, recordó lo que Óscar solía decirle cada vez que le regalaba un ramo de girasoles: “Las flores amarillas son un símbolo de nuestra promesa eterna de amor. Mientras existan, existiremos tú y yo.”
Se estremeció, al recordarlo. Hacía meses que él se había ido, y con él todas las promesas. ¿Por qué, entonces, habían florecido justo ahora?
Un golpe abrupto en la puerta la sacó de sus pensamientos. Carolina giró sobre sus pasos y, por un momento, dudó en abrir. Desde que Óscar se marchó, nadie llamaba a su puerta.
—¿Quién será? —susurró, con el corazón latiendo más rápido de lo normal.
Abrió la puerta con cautela. No había nadie. Un sobre en el suelo, sin remitente. A lo lejos, escuchó pasos alejándose. Por inercia se agachó, recogiéndolo con manos temblorosas, lo abrió.
Al leer su contenido, algo dentro de ella renació. No había duda: era la letra inclinada y precisa de Óscar, que además era inconfundible.
“Carolina, nunca dejé de pensar en ti. He regresado. Si aún quieres verme, o hablar conmigo, me sentiré honrado. No tenía el valor de llamarte. Hace unas semanas, intenté tocar a tu puerta y no lo hice. Pero hoy, al ver las flores amarillas, supe que debía hacerlo. Quizás porque ellas siempre fueron nuestras aliadas.”
“Ellas son la promesa que nunca se rompió, aunque el tiempo nos haya separado. Mi amor por ti sigue siendo el mismo. Sé que tal vez dudarás de mis palabras. Lo acepto: fui un imbécil al irme esa madrugada de noviembre.
“Estaré dos horas en el café del Parque de la Obrera, ¿lo recuerdas? Ahí donde te conocí por primera vez, en nuestra mesa junto a la ventana. Le diré a Max que consiga tus flores amarillas.
“Si vienes, sabré que aún hay un camino para nosotros. Si no es así, entonces odiaré el sol para siempre, odiaré a Paz, y sabré que es una farsa eso de que cuando dos se besan nace un universo, que el sauce de cristal se ha quebrado para siempre. Llenaré la calle contigua a la tuya de flores amarillas, de pétalos desgajados, como lo he estado sin ti todo este tiempo, Óscar.”
Carolina sintió un nudo en la garganta.
Sin pensar, salió al jardín y rozó con la yema de los dedos los pétalos dorados, igual que cuando él le trajo aquellas flores meses atrás.
Respiró profundo, llenando sus pulmones de nuevas ideas…
Sin dudarlo, corrió rumbo a su recámara, abrió el closet y tomó su bolsa, un suéter ligero, dirigiéndose al reencuentro.
El viento de Santana seguía meciendo las flores amarillas, que despedían un aroma embriagador, similar a los jazmines persas, como si hubieran sabido desde el principio que esa tarde todo cambiaría.
A lo lejos, las nubes en el ocaso parecían reflejar el fuego encendido de Carolina por Óscar.