Novela
Para mi hijo Pablo,
el compañero de mis aventuras,
por su respeto y amor.
El rapto de Helena
1
Desde la torre vi cómo se preparaban los barcos para zarpar, aun en un día nublado. Me di cuenta de cómo subían las provisiones y juntaban amuletos para la buena suerte. Tú, mi Helena, temblabas en tu cama. Te dejé desnuda, sin abrazarte, después del orgasmo; sólo quería ver los barcos desde la ventana. No había viento y se necesitarían cien remeros para salir de la bahía. Tú, en la cama, evocaste a tus cien amantes para satisfacer mis ausencias. A lo lejos, vi que las mujeres del puerto hacían hatillos con sus ropas de domingo, entonces sentí celos de los marineros que esperaban en el muelle a sus amadas.
Siempre me ha dado curiosidad el amor ajeno y bajé corriendo para escuchar en la plaza las palabras de adiós y las promesas nuevas. Miré el miedo en las mujeres. Tenía el deseo de tomar sus rostros con mis manos y murmurarles mientras las besaba que no subieran al barco, que no me dejaran. El abandono se apoderó de mí cuando la última mujer se embarcó. Lágrimas ajenas bañaron mi rostro y me dolió su ausencia.
Con el cansancio de sufrir las penas de otros, regresé a la torre. Tenía que contarte que las mujeres del puerto partieron en barcos sin viento y con cien remeros. La casa estaba vacía. En el armario faltaban tus vestidos de domingo. Seguro te habían raptado, porque tú no te habrías ido.
Busco inútilmente voluntarios para rescatarte, pero los hombres del pueblo no quieren ir a Troya, están de fiesta y nadie los molesta. Además, ya les contaron del pueblo de las sabinas.
2
Arrojé todos mis miedos al mar, no había tiempo de lamentaciones. Es verdad, las mujeres se llevaron todos los relojes y las horas las contaba con mis propios latidos.
Tomé una canasta con víveres, revisé la caducidad de las latas, puse en orden todas mis armas. Todo estaba listo para resistir diez años. Me fui al muelle y ese día no saldría barco. Sin opciones, me dirigí a la marina y me subí al primer yate. Tuve suerte de que tuviera las llaves puestas.
De compañía el coraje y los celos, zarpé un sábado por la mañana. Tenía la seguridad de que llegaría a ti para rescatarte y contarte mi odisea. La emoción de verte de nuevo me alentaba, por eso no me preocupé tanto cuando me di cuenta de que olvidé una carta de navegación y una reserva de diésel.
Siguiendo mi corazonada, sujeté el timón para seguir derecho. De cualquier modo, sabía que de frente habría tierra. El yate era lujoso, pensé que en él, tú y yo podríamos recorrer el mundo. En tu honor lo bauticé y con letras de agua le puse tu nombre. Encontré una botella de tequila. Tratando de no pensar en los tiburones, me acosté en la cubierta a mirar el atardecer y a recordar cómo te había conocido. Al calor del alcohol pensé en todas las veces que fuiste mía, sentí otra vez como mis dedos palpaban los vellos rubios de tu cuerpo. Las estrellas evocaron tus lunares e hice un mapa con ellos para ir en tu búsqueda, teniendo como guía el lunar de tu seno.
Até una linterna en el mástil mayor, tenía la seguridad de que así vendrían los calamares y detrás de ellos las sirenas. No iba a cubrir mis oídos con las manos ni amarrarme al mástil. Quería hablar con ellas y preguntarles si te habían visto pasar desolada. Inútilmente esperé los cantos, las sirenas no se presentaron. Cerré los ojos, deseando que en tu encierro pensaras en mí. Caí en un sueño profundo, añorando tu cuerpo, y entre sueños escuché que me habías abandonado.
3
Dormí una vida, pero desperté con los murmullos del muelle. El yate bamboleaba entre pilares coronados de pelícanos. No sentir tu cuerpo me hizo recordar que había atravesado el mar para encontrarte. Para ocultar el yate, lo dejé entre los barcos de madera del embarcadero.
Al bajar con mis armas y mi coraje, los niños se rieron de mí y montaron en mi nave. A paso decidido me dirigí al palacio. Entre las callejuelas fui reconociendo nuestras mujeres. El sentimiento de sentirme en casa comenzó a preocuparme. Las campanas de la iglesia sonaban, escuché que ya iniciaban las bodas. Mujeres de blanco corrían presurosas, y yo alcancé con afecto a felicitarlas
Llegué al palacio y siguiendo tu olor fui a buscarte. Estabas sentada a un lado del rey, vestida de domingo, con una sonrisa en la mirada. Entonces el rey me miró y dijo: “Mira ¡la que nos faltaba!”.
Patricia Gorostieta
Continuará la próxima semana…