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Las alas de los alacranes

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Letras

XXXII

–Todavía no ha nacido la mujer a la que le ruegue y Samantha no va a ser la excepción –aseguraba Ana a sus amigas, orgullosa de sí misma.

–Qué cabrona eres, Ana. Si hubieras sido hombre serías un típico macho –le aseguró Socorro riendo.

–Por eso Dios no le da alas a los alacranes.

Esa voz no le gustó a Ana, mucho menos el comentario. Se levantó de su silla para ver quién le estaba gritando. En la mesa de enfrente vió una mujer delgada, morena y de pelo lacio, con boca de corazón y ojos provocadores. Nunca la había visto en el bar, ni tampoco en el barrio. A primera vista le pareció una tipa cualquiera, sin muchos atributos físicos, pero con mucha personalidad. No estaba sola, había otra chica, conocida de Ana: Yoly, quien fue su compañera de oficina hasta que decidió poner su propia agencia de viajes.

–¿Me estás hablando a mí? –le preguntó Ana, enojada.

Yoly, al reconocer su voz volteó hacia la mesa de Ana. Cecilia levantó la cabeza y vió de frente a una chica vestida toda de negro y con chamarra de piel. Su pelo corto se levantaba hacia el cielo simulando el fuego con sus mechas rojizas y naranjas.

–¿Qué pasó, Ana? ¿Nos hablas a nosotras? –contestó Yoly, levantándose para ir a saludarla con la mano extendida.

–Nada, amiga. Me pareció que estaban en la plática y creí oír algo que no me gustó.

–Ni te hablamos visto, Anucha. Le estoy platicando a mi amiga las aventuras de una chica que anduvo en un viaje muy loco. Luego te cuento.

–Escuché que dijo ella: “Por eso Dios no le da alas a los alacranes” y, la verdad, pensé que me lo estaba diciendo a mi.

–Pues sí, lo dijo, pero no fue para ti sino para nuestra conocida que es una “mosquita muerta”, pero que en el fondo es una mujeriega virtual. No te enojes, Ana. No estábamos hablando de ti.

–Okey. No hay problema. Oye y esa tu amiga, ¿quién es? Preséntamela.

–No cambias, Anucha. Deja ya de perdida una “para comadre”. Quieres acaparar a todas las chicuelas y al final sólo eres una rompecorazones. Mejor no te la presento.

–Se me hace que la quieres para ti, Yoly. Qué gacha eres.

–No es eso, amiga, estoy bromeando. La verdad tú sabes que mi corazoncito tiene dueña.

–No me digas que todavía andas con la aeromoza.

–Sí. La verdad es que ya estamos viviendo juntas. Estoy muy contenta.

–Pues a ver cuándo me invitas para que hagamos un trío. Ya ves que no soy celosa –bromeó Ana.

–Qué salvaje eres, canija. Cuenta con que nunca te voy a invitar a mi casa ni te voy a presentar a mi novia porque capaz que me la bajas.

–Ya ves que a mí no se me resisten las viejas.

–¿Y de qué te sirve, Anucha, si no eres capaz de enamorarte de nadie, ni mucho menos de tomarte en serio una relación? Y la verdad es que eres bien mala onda con las chavas que caen en tus garras. Yo me acuerdo de Mónica, la chavita que estaba loca por ti y que al final terminaste mandando a la chingada y ya ves en lo que terminó.

–Yo no tengo la culpa de que se haya clavado tanto conmigo. Yo no le di esperanzas y además era una escuincla. Lo que le pasó fue su rollo. Ahora me vas a salir con que yo la metí a las drogas. Tú sabes bien que yo no le hago a eso. Si tomo, pero no me drogo, bien lo sabes.

–No, pues eso dices, pero, la verdad, fuiste mala onda y tú sabes que no ha sido la única.

–Bueno, qué cabrona. Nada más te levantaste a estarme chingando, ¿o qué?…

–Ya pues, Anucha. Ya sabes que yo te quiero, aunque seas así. Total, hasta parientas creo que somos. Mira, a mí me vale lo que tú hagas, claro, mientras no te metas con mi vieja.

–Ni quién quisiera, la verdad es que te las consigues muy feas, aunque esa amiguita tuya no está tan mal. Preséntamela, no seas egoísta, pinche Yoly.

–Te la voy a presentar, pero “esas pulgas no brincan en tu petate”. Mi amiga es muy selectiva con sus amistades.

–Pues no se nota, si anda contigo –se carcajeó.

Yoly regresó a su mesa acompañada de Ana. Cecilia estaba enviando un mensaje por su teléfono celular y al acercarse su amiga volteó sonriendo. Ana sintió algo diferente al ver a la chica, algo que había desechado de su corazón, cuando su primer amor la rechazó: que esa chica podría ser el amor de su vida.

Porque una vez Ana sintió amor, ese amor que te pone impaciente, romántico, cursi y violento. Ema no era la niña más hermosa del salón, ni siquiera la que tenía los ojos más bonitos; era una niña común y corriente, sin un carisma especial, pero para Ana, Ema era alguien especial. Cuando escuchaba críticas sobre ella, se enfurecía y la defendía diciendo que no sólo era linda, sino también muy buena gente y la más inteligente del salón: ella sabía todo, conocía todos los nombres de los otros alumnos de la escuela y con todos se llevaba bien. Ema era hermosa, pensaba, porque se pintaba su boquita y le quedaba como un corazoncito, un corazoncito que Ana quería llevar colgado en el pecho. Ana le cuidaba sus cosas, le iba a comprar dulces a la cooperativa, le llevaba refrescos y nunca se los cobraba. Porque nada era suficiente para complacerla.

Esa amistad a prueba de todo se vió colapsada con un gran cambio en la personalidad de Ema: se empezó a interesar en los chicos, a hacerse “ojitos” con Nicolás, el del salón de al lado. Ana no resistió eso y trató de disuadir a su amiga, pero Ema ya estaba enamorada de él. Llenaba todos sus cuadernos con corazones rojos donde estaba escrito: E y N. Creía que de algún modo si externaba su deseo de esa forma algún día se le haría realidad Contenta se los enseñaba y le aseguraba que, si Nicolás le pidiera que fuera su novia, no dudaría en aceptarlo. Ana sufría porque ella también llenaba sus cuadernos con corazones con una E y una A, pero atravesados por una flecha, de donde escurrían gotas de sangre que caían en una copa.

Las cosas tomaron otro curso cuando fue Nicolás quien manifestó interés por Ema: le envió una carta de amor a través de Ana. La carta nunca llegó a manos de su amada, porque la emisaria no tuvo el valor de entregarle a su amiga esa hoja de cuaderno con letras torpes que hablaban de un amor que comenzaba. Ana la leyó, enojada la arrugó y la tiró a la basura. Después se arrepintió pensando que sería ella quien le contestaría a Nicolás para por fin acabar con esa situación. Escribió una carta donde le decía a Nicolás que ella nunca le iba a corresponder, que tenía otras pretensiones, y no la de salir con un chamaco baboso que todavía ni terminaba la escuela. Se dió vuelo Ana escribiéndole todas las patrañas que se le ocurrieron. Cuando le regresó la carta a Nicolás, se detuvo a esperar para ver que reacción tenía. Sólo dijo: “Es una vieja presumida” y tiró la carta. Ana se limitó a levantar los hombros y dió el asunto por terminado.

Nicolás cambió totalmente con Ema, se acabaron sus miradas coquetas y ni siquiera volteaba a verla. Después se puso de novio con una compañera de su mismo salón. Ana le sirvió a Ema de compañía ante la indiferencia de Nicolás, la consoló cuando acongojada trataba de entender por qué había cambiado tanto. Poco a poco, pensaba, las cosas volverían a ser como antes: contentas, caminarían del brazo por el patio de la escuela, se sentarían en la última jardinera, para jugar y hablar de sus cosas. Pero cuando su mano rozaba su mejilla para limpiar sus lágrimas y le tocaba el pelo, Ana se congratulaba de la decepción amorosa de su compañera. Le provocaba un inmenso placer verla sufrir y aliviar su dolor acariciándola. Sólo hablaban de Nicolás, tema al que recurría la propia Ana para avivar el dolor infantil del rechazo del ser amado. Estaba segura de que su amiga viviría su luto y después ya no existirían más que ellas dos.

Habría que exorcizar el amor, le aconsejó a Ema: tenía que enterrar sus sentimientos en una caja negra, junto con todo lo que le recordara a Nicolás, como si fuera un difunto. Esa era la única manera de olvidarlo, le aseguró. Ese entierro le daría la oportunidad de estar al lado de su amiga, disfrutar de su dolor y decirle que siempre estaría junto a ella, que ella no le iba a fallar. Ema no estaba muy segura, pero al final la convenció y quedaron en que el martes harían la ceremonia en la jardinera a la hora del recreo; después se irían a la casa de Ema, donde Ana estaba invitada a pasar la noche.

Ana llegó ese día a la secundaria con una caja de zapatos que había forrado con papel negro. Había planeado desde el fin de semana cómo podría acercarse más a Ema, cómo convencerla de que el único lugar a donde debía estar era a su lado, que no servía de nada estar sufriendo por hombres que no valían la pena. Ella la protegería por siempre, pensaba. Al verse en el salón le pidió a su amiga que le enseñase la carta que había escrito con todo lo que sentía por Nicolás. La carta venía acompañada por los mismos corazones que enmarcaban la E y la N, pero ahora estaban atravesados por un rayo que dividía el corazón. Leyó la carta y sintió celos de que su amiga sintiera eso por un niño mientras ella estaba sufriendo por su amor. A la hora del recreo, Ana dibujó un muñequito acostado en una cama con los brazos cruzados; a su lado, había varios cirios encendidos. Al dibujo lo acompañaba la leyenda: “Descanse en paz, Nicolás”. A la caja también fue a parar la hoja de la revista donde estaban unos novios posando, pero cuyas caras había sustituido con pequeñas fotografías infantiles simulando que eran ella y Nicolás el día de su boda.

Con la ayuda de una cuchara de cocina, cavaron un hueco suficientemente grande para meter la caja, luego la depositaron con mucho cuidado. Ema tomó un poco de tierra y se la echo encima. Otros niños se habían acercado a ver lo que sucedía, pero Ana los corrió de inmediato. Al cubrir la caja, Ana comenzó un rezo por momentos indescifrable, donde nombraba a Nicolás. Ema balbuceaba algunas palabras y al final alcanzó a decir. “Adiós, amor mío.”

Aunque salían huyendo con las amenazas de Ana, algunos de los curiosos que se acercaron a la ceremonia, alcanzaron a escuchar el nombre de Nicolás, en lo que les pareció un rito satánico. Entre ellos, hubo quien si relacionó a esas chicas con Nicolás, el de Segundo B, pues ya se habían escuchado rumores que se gustaban pero que nunca se había dado una relación entre ellos. Alguien le avisó a Nicolás, asegurándole que lo querían embrujar. El muchacho fue corriendo a la última jardinera, perseguido por su novia

Cuando llegó Nicolás, encontró a Ana inclinada, terminando de echar la tierra a la caja. Ema se limpiaba las lágrimas, así que no se dió cuenta de que el “amor de su vida” se acercaba molesto. ¿Qué me están haciendo?, les preguntó a gritos. Las dos chicas asustadas se quedaron mudas. Nicolás vió la tierra revuelta y preguntó que había ahí. Fue entonces que Ana reaccionó y le aclaró que no era de su incumbencia, que se largara de ahí. En respuesta, el niño se agachó a la jardinera para quitar la tierra. Ana lo jaló del suéter exigiéndole que dejara eso, que no era su asunto. Claro que es mi asunto, protestó, si me quieren embrujar. Eso no es cierto, afirmó Ema, quien le suplicaba a Ana detenerlo. Pero Nicolás ya había encontrado la caja, y ante la mirada atónita de los estudiantes y de las niñas, abrió la caja. Horrorizado sacó el dibujo donde lo representaban difunto y arrugando la hoja volteó a ver a Ema a quien sujeto de los hombros acusándole de ser una bruja.

El escándalo atrajo a más niños y con ellos vinieron los prefectos. En la jardinera encontraron a Nicolás gritándole a Ema, y a Ana tratando de defenderla. Estás loca, le decía, primero me rechazas y ahora quieres matarme. Los prefectos los separaron. Nicolás les contó que las había descubierto haciéndole brujería y le mostró el dibujo. El prefecto sacó el resto de los papeles de la caja y se rió al ver el collage donde simulaba la boda de Ema y Nicolás, y se lo mostró al otro prefecto. Nicolás vió a los novios y después le enseñaron la carta donde Ema lo veía como su gran amor perdido. Ana gritaba que no se trataba de él, que todo era un juego, que no lo estaba embrujando o algo por el estilo. Por momentos intentó arrebatarle la carta al niño, pero éste se lo impidió. Ema lloraba. Al terminar de leer la carta Nicolás volteó a ver a Ema y le preguntó por qué si sentía algo por él le escribió una carta tan ofensiva rechazándolo, como respuesta a la carta de amor que le envió él. No es verdad, corrigió Ema, tú nunca me mandaste nada y mucho menos yo te escribí algo así. Claro, contestó él, te la envié con Ana, y ella me dió la contestación. Todos voltearon a ver a Ana, quien tomó la mano de su amiga repitiendo que no era cierto, que estaba mintiendo. Eres tú la que miente, aseguró Nicolás, y te puedo mostrar la carta, la traigo en mis cosas. Ana palideció, estaba segura de que la había tirado a la basura.

Los prefectos se llevaron a las niñas a la dirección, momento que aprovechó Nicolás para ir por la carta. Cuando Ema la vió toda arrugada negó que hubiera sido ella quien la escribió, pero reconoció inmediatamente la letra de su amiga. Leyó la carta ante la mirada atónita de su Ana, quien se acercó para confesarle que todo lo había hecho por su bien, porque al final él terminaría engañándola de todos modos. Entonces salieron de su boca todas aquellas palabras que había guardado para el momento más especial de su vida, cuando le dijera a su compañera lo que sentía por ella. En ese instante se olvidó de Nicolás, de los prefectos y del director. Le reveló que la amaba y le pidió que se quedara con ella para siempre, porque ella sí la iba a cuidar. Ema volteó a ver a su amiga y la abofeteó gritándole que estaba loca, que la había traicionado y que lo único que quería era verla sufrir, por eso la obligó a esa horrible ceremonia, para burlarse de ella. Ana lloraba. Ema le pidió perdón a Nicolás y éste no supo qué decir. El director envió al chico a su salón y mandó a llamar a los padres de las niñas.

Mientras esperaban en dos oficinas separadas, Ema se repetía que había sido muy tonta al confiar en su supuesta amiga. Pero lo que más le causaba ruido era la confesión de Ana, saber que su mejor amiga estaba enamorada de ella. En su lugar, Ana seguía llorando asustada, estaba segura de que Ema no le volvería a hablar, que la perdería para siempre. Y por más que pensaba no sabía cómo arreglar las cosas.

El padre de Ana fue el primero en llegar. El director le contó de la ceremonia, la carta, y la confesión amorosa a su amiga; al terminar le recomendó que llevara a su hija al psicólogo. El señor se levantó molesto y sujetó a Ana del brazo, asegurando que no le hacía falta un psicólogo sino un buen correctivo. Arrastró a su hija hasta la otra oficina donde los padres de Ema escuchaban atónitos la historia. Ana viene a disculparse, dijo su padre. La niña levantó la vista y vió a su compañera sollozando del brazo de su madre. La señora al ver a Ana alejó a su hija y le dijo que estaba sorprendida de saber cómo la había manipulado si se decía su amiga. Le aclaró que no sabía cuáles habían sido sus verdaderas intenciones pero que no las quería conocer. La acusó de desquiciada y le prohibió que se acercara a Ema. Ana entre sollozos balbuceó un lo siento, el que su padre obligó a repetir más fuerte. Después se llevó a Ana de la escuela, donde la vieron salir los niños quienes, enterados de lo sucedido, le gritaban bruja.

Su papá la golpeó al llegar a casa y le dijo que en su casa no quería marimachas, así que se fuera olvidando de esas mañas porque no llegaría muy lejos. Ana ya no quería regresar a la escuela, pero su padre la obligó. Fue recibida con burlas de parte de sus compañeros y con la frialdad de Ema, quien no tardó en ponerse de novia con el patán de la clase. Para sobrevivir en ese ambiente, Ana se hizo fama de buscapleitos, y a la menor agresión respondía a golpes. Pasó a formar parte de un grupo de niños golpeadores y a su fama de lesbiana se sumó la de pendenciera. Al final no terminó la secundaria porque antes de concluir el segundo año la expulsaron. Años después terminaría la secundaria nocturna y después la escuela de Comercio.

Muchas dicen que Ana nunca se enamora y a pesar de eso ha habido quien ha querido conquistarla, pero al final terminan en una maraña de celos, desamor y abandono, donde Ana siempre sale ilesa. Uno a uno, los amores de Ana fueron desapareciendo de su vida. El vacío de uno lo fue supliendo otro, mientras ella no se entregó a ninguno. Era encantadora cuando tenía que serlo, cuando tendía la trampa en la que caerían las presas. Después de hacer sentir a cada una como la única mujer de su vida, venía el abandono. Qué importa, gritaba a la que le reclamaba, si sigo siendo irresistible y viejas hay un montón.

Cuando Ana vio a Cecilia en la mesa le recordó a Ema y quiso que fuera suya, amarla y cuidarla por siempre.

–Ceci, te presento a mi amiga Ana, trabajamos juntas antes de que pusiera la agencia.

Cecilia le dio la mano a la recién llegada y le molestó que se la apretara y con el dedo pulgar se la acariciara. Ana se sentó y pidió una cerveza, Otra cosa que le disgustó porque estaba a punto de contarle a Yoly que había conocido a una mujer maravillosa, con quien empezaba una relación.

–Mi amiga Ceci es una artista, hace caricaturas que publica en revistas y periódicos.

–Qué buena onda. ¿Y qué tipo de dibujos, de políticos o para los niños?

–No exactamente, aunque también has hecho caricaturas políticas, ¿verdad, Ceci? Mejor explícale tú.

–Dibujo historias de chicas gays en una revista y colaboro en otros medios con caricaturas que resaltan problemas sociales.

–Y ha tenido mucho éxito.

–Qué padre. ¿No te gustaría escribir mi historia? Tengo mucho que contar.

Ese tono más íntimo no le gustó a Cecilia y volteó a ver a Yoly, que levantó las cejas y se rió, como una manera de hacer ver que también desaprobaba la exageración de su conocida.

–¿Y cómo te gustaría que te dibujara? ¿Qué parte de tu vida crees que sea interesante?

–Evidentemente, la que quisiera vivir contigo, muñeca.

–Creo que vas muy rápido, Anucha –observó Yoly al ver la reacción de su amiga.

Ana se rio y dio otro sorbo a la cerveza. Ceci volteó a ver su reloj y anunció a Yoly que tenía que irse porque la estaban esperando. Ana le preguntó:

–¿A dónde vas, mi reina? Si quieres te acompaño.

–No, gracias. Me puedo ir sola.

–Espérame, Ceci, pago la cuenta y nos vamos porque tengo que estar temprano en la casa.

–Quédate un ratito… Si apenas nos estamos conociendo.

–Otro día, amiga. Ya tenemos rato aquí y se nos hizo tarde. Ceci se levantó y fue directo a la caja a pagar la cuenta.

–Pinche Yoly, qué te cuesta quedarte un rato, me encantó tu amiga. O se me hace que la quieres para ti, canija egoísta.

–No, no es eso, Anucha. Es que no conoces a Ceci, es muy especial. Mira, otro día nos vemos con más calma.

–Pero ¿cuándo? Oye, mejor dame su número para que le hable, no seas mala onda.

–Pídeselo tú, se va a enojar si sabe que ando dando su número.

–Está bien.

Ceci regreso y tomó su suéter. Yoly se levantó y se despidió de Ana. Cuando Cecilia le dio la mano para decirle adiós, Ana le preguntó:

–Oye, por qué no me das tu número para que te llame, así te puedo contar mi historia.

–Está bien, pero mejor mándame un mensaje cuando tengas tiempo y nos vemos.

–Para ti siempre tendré tiempo.

Ceci sonrió y escribió en un papel su número. Se lo entregó a Ana y se retiraron del bar. Esa noche, cuando su acompañante se había quedado dormida, Ana sacó el papel con el número de Cecilia, y emocionada le marcó. Pero una voz del otro lado de la línea le contestó:

“Lo sentimos, el número que usted marcó no existe…”.

Patricia Gorostieta

Continuará la próxima semana…

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