Adán Echeverría
“Cuando un hombre y una mujer que se han amado se separan / se yergue como una cobra de oro / el canto ardiente del orgullo” escribe Enrique Molina en su poema Alta Marea; y es que la separación de dos amores tiene mucho de debilidad, malentendidos, chismes, rencores, falta de diálogo; impedimentos todos que se suben unos sobre otros, y hacen tomar decisiones a la pasión que no al cerebro. Los rencores abonados en el orgullo pocas veces se resuelven en acuerdos para destrabar aquellos antiguos sentimientos que nos hacían sentir plenitud en la compañía del ser amado. El rencor es “Como una cobra de oro” dice el poeta, y la figura fría como el metal, la sangre fría de la cobra, una de las serpientes más venenosas y hermosas que ha dado la naturaleza, sumados al brillo del oro, a la textura de las escamas del ofidio, una cobra que además nos trae a la mente la muerte de la gran Cleopatra al decidirse a morir por las mordeduras de uno de estos animales luego de enterarse que Marco Antonio había sido asesinado por el ejército del César. Todo eso va sumando en el imaginario al reconocer la tremenda fuerza que el poeta argentino ha puesto en sus versos, seguido de “el canto ardiente del orgullo”, porque para la pareja será muy difícil ceder a reconocer las equivocaciones propias.
Viene a cuento el poema de Molina por ese rencor que queda entre una mujer y un hombre que se amaron y que terminaron por separarse porque esos versos me han hecho detenerme a reflexionar la lectura del excelente trabajo de Leticia Romero Chumacero sobre la historia de amor, desamor, malentendidos, intrigas, abandono, entre una mujer a la que Manuel Acuña dedicara su célebre poema “Nocturno”. La broma de la dedicatoria que todos conocemos –aceptamos que el poeta lo escribiera bajo del título como un epígrafe-dedicatoria A Rosario, para luego quitarse la vida– hoy nos damos cuenta que no fue más que para proteger la historia que muy pocos conocieron y que desde hace algunas décadas apenas comienza a llamarnos la atención.
Esa otra mujer, nos cuentan Raúl Cáceres Carenzo y luego Leticia Romero, es nada menos que Laura Méndez de Cuenca (1853-1928), quien naciera como Laura Méndez Lefort en la hacienda Tamariz, jurisdicción de Amecameca, en el Estado de México, secreto cobijado por la discreción de los amigos del poeta y de Laura misma, con humildad y respeto ante el fallecimiento de quien fuera el padre de su hijo. Esos pocos amigos que conocieron de sus relaciones decidieron callar por muchos, muchos años, dejando que los lectores y la tradición se encargaran de hacernos creer el cuento de que Acuña se había enamorado de Rosario de la Peña y que, al no ser correspondido, se había quitado la vida. Ahora incluso se puede pensar que la dedicatoria A Rosario pudo ser añadido al poema durante la publicación póstuma del poema.
Luego de leer el trabajo de Romero Chumacero, regresé al trabajo que en el 2003 publicara el maestro Raúl Cáceres Carenzo, en la revista La Colmena, titulado: “Laura Méndez, la pasión y la voz” donde el estudioso crítico literario yucateco indica, en vísperas de celebrar los 150 años del nacimiento de la poeta mexiquense: “La voz lírica de Laura Méndez de Cuenca aportó imágenes y palabras verdaderas en su momento; en esa fuente de nuestras ideas estéticas: el segundo romanticismo mexicano.” En la obra poética de Méndez de Cuenca encontramos, no siempre acalladas por el ritmo verbal o las diversas imágenes, las quejas, la desolación, el grito, la angustia y el deseo de su vida. La poesía de esta escritora mexiquense se ha venido valorando en años recientes como experiencia necesaria para el destino de la voz femenina en el panorama literario nacional; José Emilio Pacheco afirma: «Fue persona de insaciable curiosidad intelectual» y también «una de las primeras y más activas feministas mexicanas.»
Es en ese “segundo romanticismo mexicano”, en el último tercio del siglo XIX, donde nos deberíamos situar e imaginar en aquella época la Ciudad de México, la situación de la mujer intelectual mexicana de aquellos días que, a pesar de que las Leyes de Reforma establecía que tendrían las mismas oportunidades educativas que los hombres, la realidad distaba mucho de verlo cumplido. Leticia Romero nos ayuda a entender cómo fue para Laura Méndez: “Fue aplaudida y objetada a un tiempo debido a la índole no siempre dócil de su obra, así como a elementos biográficos relacionados con su juventud, pues fue madre soltera y amante de uno de los poetas más afamados del siglo XIX mexicano. Estos datos extratextuales han tendido a opacar su recepción y a limitar su aparición en la historia de la literatura mexicana”, ya que la mujer de aquella época que quisiera dedicarse a la literatura o a otro arte tenía que hacerlo con base en lo que las “buenas conciencias” de los escritores hombres habían determinado. Romero expone así: “Intelectuales mexicanos convencidos de que la misión vital de sus contemporáneas consistía en salvaguardar la moral, se consagrasen o no a las letras.”
Cáceres Carenzo nos cuenta que la inclinación de Laura Méndez por las letras la llevó, antes de los veinte años, “a frecuentar los círculos literarios e intelectuales capitalinos donde brillaba, arrasadora. la figura del joven estudiante de medicina Manuel Acuña.” Eran sus maestros en la Escuela de Artes y Oficios: Enrique Olavarría, Guillermo Prieto e incluso Ignacio Manuel Altamirano, con quienes Laura entabló amistad de inmediato. Se reunían en veladas literarias a las cuales asistían ocasionalmente una o dos mujeres. En uno de esos encuentros Laura conoció al poeta más querido y afamado de la República Restaurada: Manuel Acuña, quien ya era reconocido en el Salón Nezahualcóyotl y entre sus compañeros de la Escuela de Medicina, habiendo sido ya elogiado por Ignacio Manuel Altamirano. Ese muchacho de 22 años tuvo el atrevimiento de elogiar el trabajo intelectual de Laura Méndez.
Pero no solo fue Acuña quien entendió la capacidad creadora e intelectual de Méndez Lefort. Romero comenta: “Hay quien opina que en esa época Laura y Manuel eran ‘los dos poetas jóvenes más dotados de su generación’.” Juan de Dios Peza publicó: “Es, si no la mejor, una de las mejores poetisas de México”; Adalberto A. Esteva llega a decir: “Ella y sor Juana Inés de la Cruz son las mejores poetisas del país.”
Aquel amor había crecido entre dos poetas, Manuel Acuña y Laura Méndez. Parecía que su amor era capaz de sobrevivir a la pobreza. Laura no solamente era una estudiante a finales del siglo XIX, no solamente asistía a las veladas literarias, apenas acompañada de una o dos mujeres más entre puros hombres: además había decidido vivir con Manuel Acuña. Su relación con sus padres, por todo lo anterior, se había hecho ríspida, pero la juventud y libertad intelectual de Laura era suficiente para saberse capaz. Los poemas que uno a otro leía y se escribían, como parte de su amor intelectual, eran publicados en los periódicos de la época. Pero la maliciosa presencia de Guillermo Prieto, quien fuera director en la escuela donde Laura Méndez acudía, vino a destruirlo todo. Mílada Bazant lo señala de la siguiente forma: “Laura tuvo que sobreponerse a las muertes de Manuel Acuña padre, en diciembre de 1872, y luego la de Manuel Acuña hijo, en enero del año siguiente. No sólo debió sobrellevar estas penas, sino, además, hacer oídos sordos a los chismes e ignorar que la gente la señalaba cuando iba por las calles.”
Cuenta la leyenda que la joven pareja, Laura y Manuel, había decidido vivir juntos, compartiendo las posibilidades; lo poco que él recibía lo compartía con la mujer amada y admirada. Laura, queriendo colaborar con el hogar que comenzaba su formación, quiso solicitar «boletos de alimentación» al director de la Escuela de Artes y Oficios donde era alumna, y podemos imaginar a Guillermo Prieto diciéndole que sí, pero solo si le entregaba sus favores carnales. Muchos dicen que Laura cedió al chantaje, basados en que Prieto lo quiso divulgar. Ella dice que no ocurrió jamás, que ella siempre se negó. Los mismos aduladores de Prieto le calentaban la cabeza diciéndole al patriarca de las letras que «no era posible que el joven Acuña estuviera teniendo más éxito y fama, y que comenzara a ser tan leído y buscando por los críticos«, alimentando en el anciano un odio creciente hacia el joven Acuña, de 24 años, quien además era el amor de la solicitada Laura. Señalan que tal vez esos fueron algunas de las intrigas que hicieron a Prieto actuar como actuó contra una joven mujer admirable. Sin embargo, los comentarios, las mentiras, las alusiones que Prieto y sus aduladores dejaron crecer llegaron a los oídos de Acuña, y la relación Acuña-Méndez terminó.
Manuel Acuña, al dar por terminada la relación, aún no estaba enterado de que Laura estuviera embarazada. Luego de los reclamos, coge sus cosas y regresa a su cuarto en la Escuela de Medicina; presa del desamor, comienza a acudir a las reuniones en casa de Rosario de la Peña, mujer a la que no pocos cortejaban. Acuña decide hacer lo propio para olvidar, con la ayuda de Rosario y mediante la bohemia, a Laura. Amigos cuentan que Acuña había pedido no ser molestado durante aquellos días en aquellos trances, pero los verdaderos amigos hacen caso omiso de este escollo de meditaciones íntimas. Llegan a él, y el poeta les enseña dos cartas de despedida que en aquel momento a los compañeros del poeta le parecen otros de sus ejercicios que, como «textos literarios» eran asiduos del poeta (léase la historia del “libro de hueso”, que narrara años después Juan de Dios Peza), y le piden no quedarse encerrado, salir y disfrutar las noches a su lado —recuerde usted que estamos hablando de jóvenes cuyas edades giraban entre los 19 y 25 años de edad.
Además de las cartas que el poeta les enseñara, algunos estudiosos señalan que Acuña llegó a esgrimir comentarios como el siguiente: «¡El que contrae obligaciones sin poder cumplirlas es un miserable!”. Ellos no sabrían entonces que Acuña se estaba refiriendo al hecho de haber tenido un hijo con Laura. Se acusaba de haberse precipitado en sus juicios, dejándose llevar por la maledicencia de los que lo querían ver sufrir, y se arrepentía de haber terminado su relación con ella, de haberla juzgado de ligera sin siquiera haberla escuchado. Arrepentido, insultado por Prieto y sus camarillas, necesitado de dinero, Acuña va cayendo en un remolino de pensamientos que aletean la sombra de la depresión en su intelecto.
El resto es historia: Acuña muere –“que no se culpe a nadie de mi muerte” – por su propia mano, Laura pierde al padre de su hijo. Poco después, el hijo y ella comienzan a morir de hambre, de enfermedad, de pobreza, de abandono, pues no tienen donde vivir: la familia de Laura la rechaza por ser madre soltera. Decide vivir de nuevo con otro hombre, a ser rescatada de ese lodo de tristezas por un amigo de ambos: el escritor Agustín F. Cuenca, quien siempre quiso mantenerse a su lado, conocedor de su historia y de la tragedia que se había cernido sobre ellos.
La historia y la tradición que nos han hecho llegar cuentan que el poeta Acuña se mató de amor por la tal Rosario, pero esta mujer poco tenía que ver en esta historia, más que apuntalar la tristeza de un hombre que no pudo con su tiempo y su depresión: chismes, romance, pobreza, intimismo, extrema sensibilidad, son el escenario para el drama en que se debatieron. De esa batalla de pasiones en las que se confunde la ficción con la realidad, los poetas nos dejaron algunas obras literarias.
He aquí los tres poemas que narran esta historia.
El primero es el “Adiós”, escrito por Acuña para Laura, dando por terminada la relación. El segundo la respuesta de Laura (publicada muchos años después de los sucesos; por lo que ahora se sabe, leída por el poeta Acuña antes de morir, donde se entera del hijo que tendría con Laura, al que ve nacer, pero con el que no puede convivir como hubiese querido porque la relación entre ellos no logra componerse); y el tercer poema es el famosísimo “Nocturno”, en el que se puede notar, de la pluma de Acuña, la intromisión del «hijo de Laura y el poeta», que toma la voz del hablante lírico, siendo el niño aún no nacido (Manuel Acuña Méndez) el que dice «y en medio de nosotros / mi madre como un dios», pues eso es justo lo que una madre es para todo niño, y Acuña puede darse cuenta de ello, al borde la locura en la que se debate.
Todo este diálogo poético se desprende al notar que los tres textos están construidos con el mismo ritmo y medida. Muchas de las imágenes escritas por Laura Méndez son retomadas por el poeta Acuña, quien las acomoda y recompone para continuar el diálogo poético que ha sostenido siempre con su Laura. Veamos:
El primer Poema que transcribiremos fue escrito por Manuel Acuña (dirigido a Laura Méndez). Se titula simplemente “Adiós a…”; el poema apareció publicado el 4 de marzo de 1873:
“Después de que el destino/ me ha hundido en las congojas/ del árbol que se muere/ crujiendo de dolor,/ truncando una por una/ las flores y las hojas/ que al beso de los cielos/ brotaron de mi amor./ / Después de que mis ramas/ se han roto bajo el peso/ de tanta y tanta nieve/ cayendo sin cesar,/ y que mi ardiente savia/ se ha helado con el beso/ que el ángel del invierno/ me dio al atravesar./ / Después… es necesario/ que tú también te alejes/ en pos de otras florestas/ y de otro cielo en pos;/ que te alces de tu nido,/ que te alces y me dejes/ sin escuchar mis ruegos/ y sin decirme adiós./ / Yo estaba solo y triste/ cuando la noche te hizo/ plegar las blancas alas/ para acogerte a mí,/ entonces mi ramaje/ doliente y enfermizo/ brotó sus flores todas/ tan solo para ti./ / En ellas te hice el nido/ risueño en que dormías/ de amor y de ventura/ temblando en su vaivén,/ y en él te hallaban siempre/ las noches y los días/ feliz con mi cariño/ y amándote también…/ /
«¡Ah! nunca en mis delirios/ creí que fuera eterno/ el sol de aquellas horas/ de encanto y frenesí;/ pero jamás tampoco/ que el soplo del invierno/ llegara entre tus cantos,/ y hallándote tú aquí…/ / Es fuerza que te alejes…/ rompiéndome en astillas;/ ya siento entre mis ramas/ crujir el huracán,/ y heladas y temblando/ mis hojas amarillas/ se arrancan y vacilan/ y vuelan y se van…/ / Adiós, paloma blanca/ que huyendo de la nieve/ te vas a otras regiones/ y dejas tu árbol fiel;/ mañana que termine/ mi vida oscura y breve/ ya solo tus recuerdos/ palpitarán sobre él./ / Es fuerza que te alejes/ del cántico y del nido/ tú sabes bien la historia/ paloma que te vas…/ El nido es el recuerdo/ y el cántico el olvido,/ el árbol es el siempre/ y el ave es el jamás./ / Adiós mientras que puedes/ oír bajo este cielo/ el último ¡ay! del himno/ cantado por los dos…/ Te vas y ya levantas/ el ímpetu y el vuelo,/ te vas y ya me dejas,/ ¡paloma, adiós, adiós!»
Es un poema por demás hermoso. Los versos “mañana que termine/ mi vida oscura y breve/ ya solo tus recuerdos/ palpitarán sobre él” parecen una predicción del aciago desenlace del poeta. En un segundo trabajo, Romero Chumacero describe lo que Balvino Dávalos cuenta a uno de los biógrafos del poeta: “Fue novia y, después, amante de Acuña; por estas relaciones, vivió sola, alejándose de familiares y amigos; económicamente dependía del poeta, paupérrimo a la sazón. Buscando alivio, […] se dirigió a Prieto; lo reputaba leal amigo de Acuña, quien tenía un elevado concepto del exministro. Éste ofreció conseguirle boletos de alimentación gratuita y proporcionarle otros subsidios, siempre que la joven concediera sus encantos al vejete. [Ella] rechazó las viles proposiciones.”
Ahora vamos a dar lectura al Poema 2 de este Diálogo Poético en el que la pareja se embarcó en aquel momento. Es escrito por Laura Méndez en respuesta al poema de Manuel Acuña. Aunque no fue publicado en su momento, las investigaciones reconocen el tiempo en el que se escribió como respuesta al poema del poeta Acuña; su ritmo e imágenes fueron retomadas por el poeta saltillense para su Nocturno. Se sabe que Laura hizo llegar su poema a la redacción del periódico que publicara el primer poema que ya hemos revisado; pero éste fue recibido por el mismo Acuña, quien de esta forma se entera que su Laura está embarazada, y cae en cuenta de lo que ha hecho al exponer su relación y su rompimiento dentro de una publicación, y por haberse marchado como lo hizo de aquel hogar, abandonando a la mujer embarazada. Coge el poema y acude a ver a Laura, pero el golpe ya está dado. No logra encontrarla pues ella también ha abandonado el cuarto para vivir algunos meses con una hermana; Acuña vuelve a casa a repasar las letras del poema que le han entregado. Pasan los días, semanas, los meses en esta opresión, que apenas son paliadas con las visitas a las veladas literarias en casa de Rosario de la Peña, o con las salidas que hace junto a los amigos que intentan arrancarle el sentimiento que le oscurece el rostro; el niño nace dos meses antes de que Acuña decida quitarse la vida.
Cáceres Carenzo nos informa que Laura y Manuel se enamoraron: “Estas dos almas románticas se enamoraron y procrearon un hijo, Manuel Acuña Méndez, que moriría a los tres meses de nacer, un mes y días después del suicidio de Acuña.” Esto evidencia que, a pesar de los intentos de Acuña, no pudo recomponer la relación con Laura y con su hijo, recurriendo al suicidio cuando su hijo tenía alrededor de dos meses de nacido.
La historia y la tradición nos muestran al taciturno Acuña en casa de Rosario de la Peña. Al poeta en charlas con Juan de Dios Peza, al estudiante pobre pidiéndole a Cecil que le lave y le planche bien la ropa y se la deje muy temprano sobre la cama. Lo demás lo sabemos ya.
“Al casarse con Laura y darle su apellido, Agustín E Cuenca, íntimo amigo de Acuña, logra que a ella se le recuerde siempre como ‘Laura Méndez de Cuenca’… y no como ‘Laura la de Acuña’; como se recuerda a la otra, a Rosario” termina diciéndonos el maestro Raúl Cáceres Carenzo, conocedor de la historia y del valor literario de la obra de Méndez que, por su relación con Acuña, y por el rumor esparcido por Prieto, ha sido olvidada como la gran mujer de letras que fue.
A continuación, el poema número dos de este diálogo poético que estamos ensayando, y con el cual la mente de Acuña terminó por trastornarse. También se titula “Adiós” (por Laura Méndez Lefort):
«Adiós: es necesario que deje yo tu nido;/ las aves de tu huerto, tus rosas en botón. / Adiós: es necesario que el viento del olvido/ arrastre entre sus alas el lúgubre gemido/ que lanza, al separarse mi pobre corazón. / /
Ya ves tú que es preciso; ya ves tú que la suerte/ separa nuestras almas con fúnebre capuz;/ ya ves que es infinita la pena de no verte;/ vivir siempre llorando la angustia de perderte,/ con el alma enamorada delante de una cruz./ / Después de tantas dichas y plácido embeleso,/ es fuerza que me aleje de tu bendito hogar./ Tú sabes cuánto sufro y que al pensar en eso/ mi corazón se rompe de amor en el exceso,/ y en mi dolor supremo no puedo ni llorar./ /
Y yo que vi en mis sueños el ángel del destino/ mostrándome una estrella de amor en el zafir;/ volviendo todas blancas las sombras de mi sino;/ de nardos y violetas regando mi camino, / y abriendo a mi existencia la luz del porvenir. / / Soñaba que en tus brazos de dicha estremecida, / mis labios recogían tus lágrimas de amor;/ de nardos y violetas regando mi camino/ y abriendo a mi existencia la luz del porvenir. / /
Soñaba que en tus brazos, de dicha estremecida,/ mis labios recogían tus lágrimas de amor;/ que tuya era mi alma, que tuya era mi vida,/ dulcísimo imposible tu eterna despedida,/ quimérico fantasma la sombra del dolor./ / Soñé que en el santuario donde te adora el alma,/ era tu boca un nido de amores para mí,/ y en el altar augusto de nuestra santa calma/ cambiaba sonriendo mi ensangrentada palma/ por pájaros y flores y besos para ti./ /
¡Qué hermoso era el delirio de mi alma soñadora! / ¡Qué bello el panorama alzado en mi ilusión! / Un mundo de delicias gozar hora tras hora/ y entre crespones blancos y ráfagas de aurora/ la cuna de nuestro hijo como una bendición./ /
Las flores de la dicha ya ruedan deshojadas./ Está ya hecha pedazos la copa del placer./ En pos de la ventura buscaron tus miradas/ del libro de mi vida las hojas ignoradas/ y alzóse ante tus ojos la sombra del ayer./ / La noche de la duda se extiende en lontananza;/ La losa de un sepulcro se ha abierto entre los dos./ Ya es hora de que entierres bajo ella tu esperanza;/ que adores en la muerte la dicha que se alcanza,/ en nombre de este poema de la desgracia. Adiós.”
El maestro Cáceres Carenzo repasa de esta forma el oleaje de juventud pasional en la que Laura Méndez tuvo que bogar: “Época de juventud apasionada, —en la que sufrió los asedios galantes de dos patriarcas liberales: El Nigromante: Ignacio Ramírez y Fidel: Guillermo Prieto—, es la que dicta sus mejores páginas románticas, entre las que destacamos, como documento literario y humano, de extraordinario valor, el poema ‘Adiós’, que asume la respuesta femenina (y premonitoria) al desolado ‘Nocturno’ de aquel ‘niño sentimental’ que fuera Acuña. Porque tuvo el destino del siglo XIX la desdicha de impedir que los poemas de Laura Méndez no eran publicados de forma inmediata en las revistas y suplementos, como los de los hombres de su época; recordemos la época, en la que el trabajo literario de las mujeres era apenas vista como una actividad de esparcimiento, y como señala Leticia Romero: “la de los hombres es literatura, sin más; la de sus pares femeninas es literatura ‘de mujeres’”.
Si a ello sumamos que este poema de Laura cayó primero en manos de Acuña, quien se dio el tiempo de enfermarse en su lectura, reconocemos que tardó en llegar a ser publicado.
Ahora repasemos el Tercer Poema del Diálogo Poético en el que nos hemos encauzado; fue escrito por Manuel Acuña, y es el que la gran mayoría del México lector conoce. La fama de Acuña, así como sus relaciones, hicieron que el poema fuera publicado como recuerdo de su desaparición de este mundo terrenal. Aquel epígrafe –a Rosario– terminó pasando a la posteridad, quizá como una idea de Juan de Dios Peza, o de los mismos Agustín F. Cuenca y Laura Méndez, para terminar de una buena vez por todas con la novela que se había comenzado a escribir en la prensa mexicana.
Deja la dedicatoria a otra mujer que no fuera la verdadera amante, la verdadera musa, la mujer amada madre de su hijo, la mujer a la que había abandonado presa de los celos. Era una forma de acallar las voces que sobre Laura habían caminado, señalándola, o sobre su propio hijo que había muerto en la pobreza, o también sobre el mismo Prieto, que algo de oscuro tenía en este drama. Romero documenta: “El 17 de enero de 1874, un periodista había comparecido ante el Registro Civil para notificar la muerte del ‘hijo natural’ del finado Manuel Acuña y doña Laura Méndez.” Para qué publicar los dos poemas en el orden cronológico en que fueron escritos. Si Acuña había conservado el poema de Laura para enloquecer con él, aprenderse el ritmo y las imágenes para intentar responderlo mediante su Nocturno, lo mejor era escribirle un epígrafe que hiciera que la atención se alejara por completo de Laura Méndez.
Se conoce que las intrigas de Prieto contra Acuña eran amplias, al grado de que la misma Rosario de la Peña cuenta que el gran patriarca le dijo en una ocasión: “Sé que te corteja Acuña y creo es de mi deber, por la estimación que te profeso, decirte que mantiene relaciones con dos mujeres: una poetisa y una lavandera. Es más, a una de ellas se le acaba de morir un hijo, hace poco tiempo. Así es que tú sabes lo que haces.” Tal vez la fama de un joven de 24 años no dejara de molestar a Prieto. La historia no puede ser cierta, puesto que Manuel Acuña Méndez murió un mes después de que padre se suicidara. Esto evidencia incluso que la misma Rosario de la Peña ayudó a crecer la falsa dedicatoria. Algo debe representar sentirse amada hasta la inmortalidad.
Es en los versos de Laura Méndez en su poema “Adiós” donde queda muy claro el reclamo, el rencor perlado, el dolor, y la incapacidad de la reconciliación con el poeta Acuña:
“La noche de la duda se extiende en lontananza
la losa de un sepulcro se ha abierto entre los dos.
Ya es hora de que entierres bajo ella tu esperanza;
que adores en la muerte la dicha que se alcanza,
en nombre de este poema de la desgracia. Adiós.”
“La noche de la duda” es justo la forma de reconocer con claridad el reclamo que Manuel Acuña debió haberse permitido sobre la mujer que vivía con él. La duda que Prieto y sus seguidores habían sembrado en un espíritu frágil que tuvo que ser el de Acuña que le hiciera perderse en ese abismo de dejar de reconocerse a sí mismo, hasta arrastrarse en pos del suicidio. Era verdad lo que decía Laura: Acuña había dudado de ella. No le había importado las vivencias juntos, las decisiones que se habían tomado, las amplias charlas luego de las horas de pasión, carne contra carne: de qué habían servido si un tipo infame podía venir a verter aquel veneno, y Acuña había decidido recibirlo, calentarlo en su dolor, y restregárselo en la cara a Laura. Resulta incomprensible que el poeta hubiera caído presa fácil de la insidia, pues era el mismo Manuel Acuña “una de las primeras conciencias mexicanas en advertir (y anunciar) la naturaleza y destino literarios de su amada Laura Méndez”, nos dice Cáceres Carenzo, quien había reconocido la capacidad intelectual de la mujer a la que amaba. La reacción de Acuña ante el rumor soltado por Prieto habla de una confrontación personal y ególatra. Laura se vuelve un pretexto en esa historia porque, como ha dicho Romero, Laura sabía que Acuña admiraba y respetaba al viejo escritor, y es por considerarlo su amigo que decide acudir a él en busca de ayuda. Ver que Acuña le reclama debió ser duro para ella, enterarse que rompen con ella, y la lanzan a la calle, mediante un poema escrito, evidencia el infantilismo del hombre de quien se había dejado embarazar; por eso el verso: “mi corazón se rompe de amor en el exceso”.
Sobre aquella muchacha lavandera de la que Prieto hace maliciosamente mención, el mismo Juan de Dios Peza señala, tal vez para lavar la memoria de su amigo y, por supuesto, también de la chica: “Acuña, en sus ideales, en su amor de lírico, no fijó nunca sus ojos en los negros y brillantes de Celi, que lo miraban con ternura y respeto”. Con ello obtenemos que mienten Prieto y Rosario de la Peña.
Por todo lo anterior, y antes de leer el tercer poema, demos paso a lo que Romero Chumacero vuelve a declarar a manera de cronología de hechos: “Ciertamente, hacia el mes de octubre de 1873 dio a luz a su ‘hijo natural’ Manuel Acuña Méndez, primogénito del poeta Manuel Acuña; el 6 de diciembre de ese mismo año, éste se suicidó en su habitación de la Escuela de Medicina, y el 17 de enero de 1874 falleció el bebé. Así las cosas, a los veintiún años de edad, Laura era madre soltera y el mundillo literario la sabía vinculada con el célebre escritor extinto.”
Ahora repasemos el tercer poema, como hemos prometido: Nocturno. (Siempre se ha publicado con la dedicatoria: a Rosario).
«Pues bien, yo necesito/ decirte que te adoro,/ decirte que te quiero/ con todo el corazón;/ que es mucho lo que sufro,/ que es mucho lo que lloro,/ que ya no puedo tanto,/y al grito que te imploro/ te imploro y te hablo en nombre/ de mi última ilusión./ / De noche cuando pongo/ mis sienes en la almohada,/ y hacia otro mundo quiero/ mi espíritu volver,/ camino mucho, mucho/ y al fin de la jornada/ las formas de mi madre/ se pierden en la nada,/ y tú de nuevo vuelves/ en mi alma a aparecer./ / Comprendo que tus besos/ jamás han de ser míos;/ comprendo que en tus ojos/ no me he de ver jamás;/ y te amo, y en mis locos/ y ardientes desvaríos/ bendigo tus desdenes,/ adoro tus desvíos,/ y en vez de amarte menos/ te quiero mucho más./ / A veces pienso en darte/ mi eterna despedida,/ borrarte en mis recuerdos/ y huir de esta pasión;/ mas si es en vano todo/ y mi alma no te olvida,/ ¡qué quieres tú que yo haga/ pedazo de mi vida;/ qué quieres tú que yo haga/ con este corazón!/ / Y luego que ya estaba/ concluido el santuario,/ la lámpara encendida/ tu velo en el altar,/ el sol de la mañana/ detrás del campanario,/ chispeando las antorchas,/ humeando el incensario,/ y abierta allá a lo lejos/ la puerta del hogar…/ / Yo quiero que tú sepas/ que ya hace muchos días/ estoy enfermo y pálido/ de tanto no dormir;/ que ya se han muerto todas/ las esperanzas mías;/ que están mis noches negras,/ tan negras y sombrías/ que ya no sé ni dónde/ se alzaba el porvenir. //“¡Qué hermoso hubiera sido/ vivir bajo aquel techo./ los dos unidos siempre/ y amándonos los dos;/ tú siempre enamorada,/ yo siempre satisfecho,/ los dos, un alma sola,/ los dos, un solo pecho,/ y en medio de nosotros/ mi madre como un Dios!”/ / ¡Figúrate qué hermosas/ las horas de la vida!/ ¡Qué dulce y bello el viaje/ por una tierra así!/ / Y yo soñaba en eso,/ mi santa prometida,/ y al delirar en eso/ con alma estremecida,/ pensaba yo en ser bueno/ por ti, no más por ti./ / Bien sabe Dios que ése era/ mi más hermoso sueño,/ mi afán y mi esperanza,/ mi dicha y mi placer;/ ¡bien sabe Dios que en nada/ cifraba yo mi empeño,/ sino en amarte mucho/ en el hogar risueño/ que me envolvió en sus besos/ cuando me vio nacer!/ / Esa era mi esperanza…/ mas ya que a sus fulgores/ se opone el hondo abismo/ que existe entre los dos,/ ¡adiós por la última vez,/ amor de mis amores;/ la luz de mis tinieblas,/ la esencia de mis flores,/ mi mira de poeta,/ mi juventud, adiós!»
El maestro Cáceres Carenzo es fuerte en sus comentarios. Escribe: “Es al poema ‘Adiós’ del poeta saltillense al que da respuesta el desolado e intenso poema de Laura Méndez, del mismo título, que parece ser el modelo imitado en el famoso ‘Nocturno’ (A Rosario). La plenitud expresiva del ‘Adiós» de Laura Méndez no la logra alcanzar Acuña en su ‘Nocturno’. En estos textos observamos el mismo metro, parecida lamentación por el infortunio amoroso, pero la riqueza idiomática del testimonio de ella hace que, al ser confrontados, la última despedida de Acuña se muestre plagada de excesos retóricos, ripios, carencia de ideas, dispendios verbales y desorden formal.”
Sin embargo, no deja de ser claro el diálogo poético entre Laura y Manuel en los tres poemas que hemos transcrito. Usted, lector, puede constatar conmigo lo que ella le responde; esa tristeza de poder realizar juntos una familia, de pasar de la dulzura de ser ellos dos a la ternura de ahora ser tres (“la cuna de nuestro hijo como una bendición”); y en el que se puede percibir la presencia del hijo de ambos.
Esto dialoga con fragmentos del poema final de Acuña:
“¡Qué hermoso hubiera sido
vivir bajo aquel techo. (los poetas ya vivían juntos, y compartían su pobreza)
los dos unidos siempre (que fuera triturado por la noche de la duda, escribe Laura)
y amándonos los dos; (creyendo los maliciosos chismes de Prieto, los poetas se separan; porque aun cuando ella hubiera cedido, “la noche de la duda” jamás dejaría en paz al joven Acuña. Laura terminó por convertirse en una de las primeras feministas reconocidas de México, y ya mostraba en este drama que no sólo podía colaborar con Acuña para obtener el sustento de su hijo, sino de la forma en que se necesitara para conseguir el alimento, la renta, en fin… lo necesario para mantenerse juntos)
tú siempre enamorada, (el amor se sostiene dentro de la confianza; Laura escribe: Y yo que vi en mis sueños el ángel del destino/ mostrándome una estrella de amor en el zafir; donde deja más que claro el estar enamorada. Acuña lo sabe)
yo siempre satisfecho, (acá Acuña, da muestra de saber que Laura lo amaba; y con «satisfecho», el poeta intenta señalar que los disparates vertidos por Prieto no le habían hecho mella; trata de decirle a Laura que la razón por la que se quita la vida no es por celos, sino sabedor que no se siente capaz para enfrentar la pobreza a la que conduce al hijo que han procreado; pobreza que incluso pone en riesgo a su amada, dado que, al no poder él con los gastos, ha impulsado a Laura a conseguir dinero para ayudarlos, volviéndola presa de personajes como Prieto; los cuatro versos siguientes muestra a la familia toda, junta, desde la voz y los ojos de su hijo:)
“los dos, un alma sola,
los dos, un solo pecho,
y en medio de nosotros
mi madre como un Dios!”
Dice Raúl Cáceres Carenzo: “Bien sabemos que los críticos suelen pasarse de listos o de oscuros.” Y así es como hemos transcurrido a través de esta historia, en este drama Laura Méndez-Manuel Acuña, recurriendo a fuentes, y ficcionando presa del romanticismo en el que nos hemos querido situar.
Nos cuenta Cáceres Carenzo que, en la emotiva biografía de Manuel Acuña, escrita por José Rojas Garcidueñas, que las relaciones amorosas de estos dos poetas de nuestro romanticismo «parecen haber durado menos de dos años (l872 y parte de l873)«. En los inicios de la pasión romántica que floreció entre ellos, Manuel tendría veintidós años y Laura diecinueve. Ya desde 1872, en el mes de abril, Acuña leyó ante los miembros del Liceo Hidalgo reunidos esa noche en el Conservatorio, el poema “A Laura”, que había sido ya divulgado en las páginas de “El Eco de Ambos Mundos”, una serie de tercetos endecasílabos encadenados en los que termina diciendo: “y que hallemos en ti a la mujer fuerte / que del oscurantismo se redime”. Y con eso es con lo que debemos quedarnos al hablar de Laura, con su capacidad intelectual, creativa, su fortaleza de espíritu que siempre la hizo seguir adelante.
Durante largas décadas, la de Laura Méndez ha sido una voz injustamente olvida por las memorias, diccionarios y recuentos poéticos nacionales. Leticia Romero Chumacero termina señalándolo de esta manera: “Sus piezas de crítica social, su destacada participación como representante de México en el extranjero, su nexo con los círculos literarios más importantes del país, su labor escritural de varias décadas, su feminismo y la admiración que suscitó, se disolvieron poco a poco. Fue tan estrepitosa (si vida y obra), que la mejor estrategia para silenciarla fue el olvido.”
Para terminar, tenemos que reconocer que justo ahora es cuando más nos debe llamar la atención el poema “Acuña” del maestro Marco Antonio Campos, que dice cosas como éstas:
“Ah paradoja aflictiva: Laura, la poeta de la época, se enamoró de él,
y él no la quiso, y él se enamoró a su vez de la inteligencia glacial,
de la piel lasciva y la figura cleopátrica de Rosario de la Peña,
que siempre pero siempre le marcó distancias”
para luego rematar con un muy sentido:
“Molido, raspado, gargajeado,
dejad en paz a Acuña, por Dios, dejadlo en paz.”
Yo añadiría: Y reconozcamos la obra de Laura Méndez Lefort. Leamos no solo su vida, leamos su obra, ese es su mayor legado: reconocer a Manuel Acuña y a Laura Méndez como dos personajes creativos capaces a los que el destino decidió juntar por tan solo dos años, colisionando en una tremenda y novelada historia de amor pasional. Separemos su obra. Hacerlo nos permitirá reconocer la vida de este enorme poeta de 24 años, y reconocer la calidad vital de Laura no solo como la mujer de la que se enamorara, y por cuya terrible relación no pudo caminar más sobre este “valle de lágrimas” en que siempre acabamos por coincidir; sino como la mujer que fue capaz de hacer sucumbir por la claridad de su pensamiento, actitud y obra literaria, a las grandes mentes literarias del final del siglo XIX y principios del XX.
Lo sucedido es triste en verdad. Pero más triste es el olvido en que se ha sumido la obra de Laura. Sin embargo, eso no puede hacernos olvidar que lo que Acuña nos regala no es solo su obra, sino esa capacidad de admiración por una mujer de una inteligencia incluso superior a la suya. Una mujer que era capaz de dibujar en el poema una pasión mucho mayor que la del admirado poeta del siglo XIX. Porque el poema “Nocturno” de Manuel Acuña, que tanto ha sido leído y admirado por tantas personas, no es más que una caricatura, una mala copia, una respuesta apenas al poema “Adiós” de Laura Méndez Lefort, que le había removido tanto las entrañas, haciendo que el poeta se precipitara en una espiral de palabras que, si bien logra esbozarse como una respuesta, jamás tendrán la calidad del poema que Laura había escrito para dar por terminada toda relación con el padre de su hijo. Lo cual deja demasiado claro al reclamar con fortaleza: “La noche de la duda”, una duda que se anidó de tal forma en el poeta coahuilense que terminó por horadarle el alma y la cordura.
Referencias
Bazant, Mílada. Una musa de la modernidad: Laura Méndez de Cuenca (1853-1928). Rev. hist.edu.latinoam – Vol. 15 No. 21, julio-diciembre 2013 – ISSN: 0122-7238 – 19 – 50.
Cáceres Carenzo, R. Laura Méndez la pasión y la voz. La colmena. Oct-Dic 2003. No. 40. UAEM.
Peza, Juan de Dios. (1982) Manuel Acuña íntimo. Publicado en “Cuadernos mexicanos”. Varios. Secretaría de Educación Pública. México. Páginas 1-32.
Romero Chumacero, Leticia. (2008). Laura Méndez de Cuenca: El Canon de la Vida Literaria Decimonónica Mexicana. En: RELACIONES 113, INVIERNO 2008, VOL. XXIX.
Romero Chumacero, Leticia. (2013). Laura Méndez y Manuel Acuña: Un idilio (casi olvidado) en la república de las letras. En: FUENTES HUMANÍSTICAS 38.