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La vara de almendro

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Letras

VIII

Con el paso de los años, la figura del padre Rafael se fue haciendo enjuta, y su carácter, antes jovial y liviano, ahora lucía un tanto apesadumbrado. Cargaba el peso de muchos que no estaban en condiciones de cargar nada que no fuera su diario vivir. La sombría obra del seminario interrumpida por falta de fondos, lo mantenía un tanto ausente de algunas de sus responsabilidades. Las caminatas largas que solía tener, ahora consistían en salidas breves para visitar a algún enfermo, o en casos de verdadera urgencia en los que las familias colapsaban.

Sin embargo, ocasionalmente, había en él un resurgimiento del espíritu aguerrido que llevaba dentro, y ofrecía una férrea batalla ante los intrusos de la fe y la vida de paz. Los chicos que asistían a las clases dominicales no eran del todo santos, ni mucho menos; más bien parecían un montón de pequeños revoltosos que siempre estaba buscando crear problemas.

Allanaban casas, rompían vidrios, escupían por las ventanas y huían como cobardes vándalos. Jugaban en las calles con balones que maltrataban las puertas y ventanas y, aunque todo mundo sabía quiénes eran, no había forma de meterlos en cintura. Era una lucha de estrategias más que de fuerzas. El padre Rafael los conocía, y desde hacía tiempo trataba de buena forma enmendar lo que los propios padres de los chicos no habían conseguido. Dada la temeridad de la horda, ya tan bien conocida, guardaba siempre al entrar al atrio una vara seca de almendro que, al batirla en el aire, parecía silbar, haciendo un ruido como de cien abejas enojadas al vuelo.

Era tarde, más de las cuatro. Al conocer el itinerario del padre, el grupo de diez chamacos supo que nadie estaba en el templo. Determinados a jugar un partido de fútbol en el amplio atrio, saltaron la alta reja, no sin dificultades. En un dos por tres estaban del otro lado. No había nada que los pudiera detener una vez que se proponían hacer una travesura. Eran López, Juárez, Díaz; bueno, en realidad nadie los conocía por sus nombres, mucho menos por sus apellidos, así que diré que eran, el Mangas, la Gringa, el Burundanga, El Roscas, el Beco, el Yupo, la Rata, el Gorditas, y otros más que ni vale recordar… Entraron con el balón entre las piernas; y de inmediato comenzaron el partido. Cinco para un lado y cinco para el otro. Todo debía ser rápido antes de que “Veneno” fuera liberado. “Veneno” era la mascota de los guarda templo, un doberman negro gigantesco. Sabían que la afrenta tenía un riesgo doble: o que apareciera el padre Rafael, o que “Veneno” fuera lanzado al atrio. En este último caso, serían todos como los gladiadores en Roma, sacrificados ante las garras y colmillos de un perro.

Cuando el partido estaba empatado y las acciones se tornaban más emocionantes, el narrador en turno (siempre era alguno de los colados que nadie había escogido para su equipo), al puro estilo del famosísimo Ángel Fernández, daba por cantado el gol del desempate terminando con la conocida frase: “…el juego del hombre…”

Fue entonces que en el umbral de la puerta que daba a los dormitorios, apareció la figura imponente del padre, y en su mano, la tan temida vara seca de almendro. Como si se hubieran puesto de acuerdo, todos corrieron al unísono, unos para un lado tratando de esconderse donde fuera posible, otros trepaban los enrejados tratando de salir, pero la mano y la vara de la justicia, son muy largas, y sin poderlo evitar caían como moscas de los barandales. Otros más, tratando de esconderse bajo el altar, eran alcanzados por la velocidad supersónica del brazo que con violencia sacudía la vara. El dolor era tal que los cuerpos se retorcían. Uno aquí, otro allá, y otro por acullá….

Luego de varios días después, aún permanecían en la piel las marcas del castigo por infringir la ley. Nadie más que ellos lo sabían; claro, con la honrosa excepción del padre Rafael, cuyos castigos serían recordados por siempre. Alguien diría alguna vez, refiriéndose a esos instantes de dolor y desesperación ante la impotencia de querer escapar y ser detenido: “Era como estar en una pesadilla. El semblante del padre Rafael se transformaba en alguien desconocido, uno que parecía más bien el rostro de la ira justiciera…”

Jorge Pacheco Zavala

Continuará la próxima semana…

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