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La tormenta, de don José Vasconcelos

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Letras

José Vasconcelos

Jacques de Bourges

[Santiago Burgos Brito]

(Especial para el Diario del Sureste)

Cuando leíamos las notas bibliográficas publicadas por algunos periódicos reaccionarios de la muy hermosa y muy reaccionaria capital de la República (opinión de los colegas revolucionarios de la metrópoli), esperábamos la nueva producción del insigne Vasconcelos con el ansia de leer una moderna imitación de las Confesiones de Rousseau, influenciada por la libertad espiritual del tan discutido Jules Renard. Tanto hablaban esos diarios de sensualidad, de modo tal indicaban un recargo de la nota francamente erótica, que supusimos que el ilustre polígrafo, conocedor como el que más de Freud y de sus teorías pansexualistas, había interpretado uno de los mejores pasajes de su vida a la luz del pensamiento freudiano. Lo que no hubiera tenido nada de particular. Vasconcelos no es de los que sólo tienen en su lira una cuerda, triste en su brutal monotonía. Talento polifacético, uno de los que en América ocupan un sitio de primera fila, es seguro que conoce a maravilla al psiquiatra vienés, y también las correcciones de Jung y de Adler. ¿Por qué, entonces, no íbamos a creer que al describir uno de los períodos más agitados de su vida no se inspirase en Freud y en sus complejos desconcertantes? Los más renombrados escritores no han podido escapar al influjo de este movimiento psicopatológico. A salto de mata, viviendo un día aquí y otro allá, durmiendo una vez entre almohadas deliciosas y otra sobre la dureza incomparable del suelo, en plena agitación citadina en ocasiones, o entre balas y denuestos del campo rebelde, la libido podía fácilmente descarriarse y adoptar cualquiera de esas formas extraordinarias que, si no son todas de aceptarse, por lo menos algunas sorprenden por su interés inusitado. Tal pensábamos de la obra que venía. Pero…

El libro llegó. Lo leímos febrilmente. Con empeños de bibliófilo. Con la premura del que desea alcanzar el momento anunciado como el leit motiv de la obra. Pero ese momento no vino hasta nuestra curiosidad insatisfecha. Si el hecho de pasar por la vida del brazo de una mujer, más o menos legítima, inunda de sensualidad las páginas de una biografía, es difícil que pueda escapar a este reproche alguna de las muchísimas que se han escrito, especialmente desde que Juan Jacobo luciera ante la humanidad el escaparate de sus miserias menos confesables. Que Vasconcelos impregna la segunda parte de sus memorias con el perfume tentador de una mujer hermosa y casquivana, toda una mujer. ¡Y qué! Algo sabroso y delicado habría de haber en un libro en el que se pintan, con pasión de historiador-hombre, y con estilo de gran escritor, muchas cosas tristes y dolorosas de nuestra patria mexicana. Entre tanta pasión desenfrenada, arrolladora, tenebrosa y aborrecible, el estribillo de un amor loco, de un amor que se aventura a los riesgos de una campaña y que lleva su aroma y su deleite por encima de prejuicios y de miedos, es una brisa y refrescante, un cefirillo blando, que suaviza los rigores de La tormenta. Era necesario que así fuese. Alejemos pues, de este libro macho, ese cargo de sensualidad que se le hace. Sólo tiene la que precisa para ser lo que es, ya lo hemos señalado: un libro macho.

Este machismo de Vasconcelos no es de ahora. Lo demostró desde los tiempos difíciles a que se refiere su Tormenta, lo ratificó en su Antorcha, cuando no pocos se reían de su hipotética presidencia, y lo rubrica hoy con su Yo acuso formidable, que no es otra cosa esta continuación de las memorias de su existencia azarosa, desde la traición del dipsómano Huerta, hasta la caída y muerte de Carranza, abarca este libro que hoy devora la insaciable curiosidad de las gentes. Libro que no es de Vasconcelos el filósofo, ni el de Vasconcelos el maestro. Este de hoy lo escribió con sangre y con bilis, con fragmentos de su cerebro y de su corazón, Vasconcelos el político revolucionario. Y, sobre todo, Vasconcelos el hombre, la materia vil, con todas sus iras, sus impulsos ancestrales, sus odios primitivos, como ese insano deseo de bailarse un jarabe sobre la tumba de don Venustiano.

Pero acaso esta última circunstancia le dé su mayor interés al trabajo del escritor. Vasconcelos no es un historiador, ni presume de serlo. Lega a los profesionales de la mentira autorizada oficialmente, sus notas y sus comentarios. Mucho habrá que colar, seguramente. Pero de todo lo que asienta, no es poco lo que habrá de subsistir. ¡Habla de tantas gentes que hasta por aquí conocimos y de tantos sucedidos que hasta por estos rumbos trajeron sus encantos!

Tormenta, sí, una verdadera tempestad, uno de esos ciclones devastadores del mar de las Antillas, un tifón de la China, una tempestad de arena en el desierto, todo eso junto fue el período revolucionario a que Vasconcelos se refiere. La fiera acometida del general Huerta, con su cadena de traiciones y de asesinatos, tenía que provocar una reacción durísima, implacable, humana… demasiado humana… Caudillos y caudillejos, vengadores y truhanes, revolucionarios de buena fe y explotadores del momento, en revuelta confusión, amalgamados en contingentes reivindicadores, acabaron pronto con la fuerza aparente del usurpador. Y cuando éste marchaba al destierro a beberse en el último trago de cognac el postrer aliento de su vida, quedaron en tierra mexicana los vengadores, y con ellos los caudillejos y truhanes, los aprovechadores, y los falsos revolucionarios. Seleccionar todo aquello no era cuestión de un minuto. Ni de muchos cientos de minutos. Han sido precisos varios millones de momentos terribles, para de entre tanta escoria separar las pepitas de oro purísimo de la Revolución. No es, pues, un acontecimiento inusitado el de ese período turbulento en el que a Vasconcelos le tocara figurar como primer actor. Pero su espíritu refinado, su mentalidad exquisita, producto de una sensibilidad extraordinaria, tenían que enfermarse del mal de la hora cruel, engañadora y falaz. Y lo que para un hombre de armas hubiera sido un espectáculo natural, más o menos divertido, para sus nervios de intelectual refinado habrían de resultar apocalípticos. Una tormenta sobre el jardín de este nuevo Cándido, no podía ser un vulgar fenómeno meteorológico. Tenía que ser cataclísmico, terrorífico, espeluznante, evocador de momentos felices y promisor de bíblicas revanchas. ¡Y qué tal si no hay bibliotecas en su Odisea y si una de las sirenas tentadoras no sube a su nave de aventuras para obsequiarle con sus ternezas y desilusiones!

Esa nota sensual que alguien apunta como la característica del libro, es pues, acaso lo que salva de convertirse en una ametralladora de mortíferos efectos. Son muchos los ataques, duros, apasionados, feroces algunos. Pero ¿qué habría sido de los Carranza, los Cabrera, los Calles, los Villa y los Zapata, si las morbideces de Adriana, la bellísima, la sensual, la insumisa, la versátil, no hubiesen llevado al alma del artista revolucionario el Claro de Luna de sus ensueños amorosos?

 

Diario del Sureste. Mérida, 19 de abril de 1936, pp. 3, 6.

[Compilación y transcripción de José Juan Cervera Fernández]

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