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La Tejedora

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La primera vez que escuché de ella fue por mi abuela. Mi madre siempre nos dejaba a mí y mis hermanos a su cuidado cuando tenía que salir a trabajar. Pese a ser una mujer de avanzada edad, se las arreglaba para mantenernos a raya, en parte porque algunos de nosotros ya habíamos pasado la edad en la que nos comportábamos como malcriados, pasábamos a la edad en la que nos damos cuenta de qué tan mal todo está y preferimos que nos dejen solos en nuestro cuarto.

En fin, lo importante era que las historias que nos contaba eran bastantes interesantes, y si a eso le añades el hecho de que mi abuela siempre había tenido ese extraño aire de “bruja de pueblo”, como diría mi padre, no podías evitar sentir cierta sensación de omnisciencia de su parte, pese a ser solo una anciana de más de sesenta que pasaba casi todo el día mirando la tele y haciendo sus quehaceres.

El hecho es que todas estas historias siempre se centraban en personajes extraños que tenían cualidades que los hacían especiales. Además, por el tono oscuro conforme avanzaba la historia, y su obvia moraleja acerca de la manera de comportarse, tenían más en común con las antiguas historias de cuentos de hadas que con cualquier leyenda local.

De todos los pintorescos personajes que presentaba en sus historias, había una que me llamaba mucho la atención: La Tejedora, una mujer mayor que tenía la habilidad de crear de la nada lo que mi abuela llamaba “hilo mágico”. Con este hilo sus hábiles manos creaban figuras de varias formas y propósitos: desde pequeños hombrecillos en miniatura que podían moverse solos, hasta grandes animales, como lobos gigantes y pájaros del tamaño de cometas.

Sus historias siempre comenzaban con quién era la Tejedora y lo que hacía, para luego añadir algo diferente. En una historia se presentaba a la Tejedora como alguien que aprendió los secretos del hilo mágico cuando deshizo el vestido de una antigua diosa; en otra aprendió el secreto del hilo de las hijas de la mujer-araña que había sido maldecida por los dioses; en otro cómo había sido ella quien hizo la bola de hilo que Ariadna le dio a Teseo para que no se perdiera en el maldecido laberinto.

Detalles como el último era los que más me llamaban la atención ya que, pese a que quise mucho a mi abuela y nunca le falté al respecto, era obvio que ella no era muy letrada en mitología y cultura que no fuera la suya, e incluso sobre esta su conocimiento era escaso. Sin embargo, a veces la escuchaba decir nombres o títulos que aludían a otras leyendas y mitos, pero ella nunca sabía de quiénes se trataba, solo mencionándolos porque eran parte de las historias.

Al final, asumí que quien le hubiera contado estas historias tal vez le había mentido, y que ella había añadido esos personajes a sus historias, o que más bien era uno de esos casos de “teléfono descompuesto” en que el relato se cuenta y cada vez que se cuenta, cambia hasta volverse diferente a lo que fue al principio.

Aun así, a mi abuela le gustaban y eso era suficiente para mí, así que no veía por qué arruinar su diversión solo por mostrarle que estaba equivocada.

Ya ha pasado tiempo de eso y las cosas no van tan bien. Ahora, a mis treinta años, me veo obligado a hacer muchas cosas que nunca me creí capaz de hacer. La escasez de dinero y desesperación demuestran que no importa cuántos títulos de licenciatura y diplomas tengas, nunca serás lo suficientemente bueno para formar parte de ese otro lado de los negocios.

Por supuesto. solo soy contador, pero mi corta experiencia en la Secretaría de Hacienda fue suficiente para encargarme de los trámites, cuentas y lavado de dinero del cartel que paga por mis servicios. Solo acepté por el dinero – una gran y ridícula suma – por la promesa de privacidad y seguridad, que más de una vez se rompía. El tacto de la pistola en su funda acariciando mi costado nunca ha dejado de incomodarme. Pronto te limitas a hacer lo que te digan y nunca a querer saber más, algo que es de por sí muy difícil cuando llevas la cuenta de lo que se ha robado y necesitas detalles sobre cómo lo consiguieron para preparar una cubierta decente.

“Pero ¿qué tiene que ver la triste historia de tu mediocre vida con los relatos infantiles de tu abuela?” te estarás preguntando. En realidad, tiene que ver más con la naturaleza de este cartel en particular.

Obviamente no diré su nombre, pero tal vez hayas visto el “nombre público” con el que somos más conocidos en el noticiero, junto con el de organizaciones criminales más conocidas y de más prioridad para las autoridades. En parte, así debe ser, ya que nuestro verdadero nombre solo debe saberse por muy pocos.

El hecho es que este cartel se diferencia en dos cosas importantes: Mayormente está conformado por jóvenes, en comparación a los adultos y ancianos que conforman los otros. Mucho más importante, está conformado por personas que no tienen las mismas creencias culturales rurales de muchos otros, lo que es una manera elegante de decir que no creen en nada: ni religión oficial ni pagana. Sus tatuajes son solo eso: tatuajes y marcas de una vida dejada atrás; sus plegarias a Dios son, como las de la mayoría en el mundo, un acto de reflejo más que un acto de devoción.

Esto te hará pensar que no hay mucha diferencia entre unos y otros criminales, lo que es cierto. Es tan solo una banda más de asesinos, violadores y reos que negocian con el uso de violencia y dependen más del dinero, recursos y número de hombres para ganar, que de planeación y el uso de tácticas.

Pero su esencia, como todo, está definido por sus detalles. En este caso, era el hecho de que se atrevían a hacer cosas que sus competidores no por ese miedo primordial heredado de sus padres y parientes, ese con que se crece, tanto en los pueblos pequeños o en las casas de ciudad, con familias creyentes. Ese que, aunque infantil y que nos empaña con cierto aire de ignorancia, nos recuerda los límites de ciertas cosas que uno nunca debe atreverse a cruzar. Pues ese es el umbral que nosotros atravesamos.

Durante los años que he trabajado para este cartel, he conocido a los más ruines personajes, cada uno con propias razones para admirarlos, repudiarlos u odiarlos. Hasta el último de ellos mantiene cierta compostura e incluso muestra una especie de tensión y aprehensión cuando se habla de pedir “favores” a cierto grupo de “personas”, personas siendo la palabra para definirlos, mas no con la que es posible describirlos: Hombres que te venden armas que matan sin tener que apuntar a su blanco; ancianos que arrastran ataúdes a sus espaldas y te compran los bienes de aquellos que matamos con monedas de oro de hace siglos; soldados de apariencia nórdica que nos venden drogas hechas de hongos “nacidos de la sangre de los dioses caídos” que aumentan la fuerza y la lujuria por la sangre; sujetos en traje negro y carros del mismo color que se llevan los cuerpos para nunca ser vistos jamás; “prostitutas” cuyos servicios se piden para enemigos de otros grupos para satisfacer sus necesidades, convirtiéndolas en su última noche de placer.

Siempre se habla de ellos en susurros, solo como último recurso, de tal forma que, como un tabú inconsciente, todos actúan como si estas cosas nunca pasaran. Incluso cuando se habla de algo relacionado al tema, como la disposición de un cadáver de día anterior, se habla sin mencionar el elemento inusual, como si este nunca hubiera existido. Esto, en combinación del uso de palabras que se usan para contactar a estos individuos, como “hacer la llamada” y “convocarlos”, te da a entender que, sin ser creyentes, son conscientes –incluso más que otros– del peligro que representan.

Tal vez es cierto lo que dicen. Tal vez este cartel en verdad está maldito.

No importa si no me creen. No estoy aquí para defender lo que otros en este trabajo han experimentado ni la veracidad de sus encuentros. Solo estoy dando el contexto para que se entienda lo que ocurrió.

+++

A finales de año, me preparaba para el infierno que sería la cuesta de enero porque, contrario a lo que se cree, los miembros de carteles pagan un impuesto, aunque muy diferente al que el resto del público paga.

Recibí la llamada a medianoche, cuando aún estaba terminando los números. Era uno de los capos: él y otros más venían a mi casa para resguardarse de unos mercenarios paramilitares que algún hijo de diputado que les debía dinero había contratado para matarlos.

Me quedé helado. Tuve que golpearme en el rostro varias veces para sacarme de la estupefacción, teniendo que prepararme para lo que venía a continuación.

Mi casa era grande, pero no tenía lo que se llamaba un cuarto de pánico o algo similar, algo que muchos de mis asociados siempre me habían recomendado. Tomando en cuenta que ellos eran conscientes de la poca ventaja que mi casa ofrecía, era obvio que era un recurso de último minuto.

Llegaron por ahí de la una de la madrugada, un carro y una camioneta. El auto, aunque con ventanas blindadas, estaba lleno de hoyos de balas. Desde la puerta de mi casa los vi bajar, al capo con una mujer, ambos con pistolas en las manos; otros dos hombres armados bajaron de la camioneta, arrastrando a un tercero de la parte trasera, con el rostro bañado en sangre que manchaba su camiseta por completo. Era obvio para mí, incluso a esa distancia, que ese hombre estaba muerto, pero no parecía que los demás se hubieran dado cuenta.

Una vez dentro de la casa, todo fue una cacofonía: discusiones sobre qué hacer o a quién llamar; por el tono en que lo decían, teníamos poco tiempo.

El sujeto que llamaban “El Güero” me dirigió la palabra: quería saber la ubicación de todas las salidas de la casa. El griterío dio paso a quién tenía la culpa de qué.

Y entonces hice lo más estúpido que pude haber hecho: sugerí hacer una llamada. Todos me observaron. Todos sabían qué significaba.

Finalmente, el capo que todos llamaba “El Jefazo” por una broma estúpida de hace años, metió con lentitud una mano en su bolsillo hasta sacar una pequeña libreta de notas. La abrió y la recorrió página tras página, buscando algo. Finalmente paró en una página.

El capo nos dio instrucciones para que trajera unas cosas que necesitaba, bastante mundanas, así que fue fácil conseguirlas todas de mi cocina. La parte más difícil fue el dibujo en la pared norte de mi casa: parecía una imagen abstracta que me recordó una tela de araña.

Hizo entonces el llamado, el cual no pondré aquí, tanto por miedo a las repercusiones si lo hago, como al hecho de evitar que cualquiera pueda repetir lo que nosotros hicimos. Un ritual corto con un “tributo” bastante mundano que nos marcaría para siempre.

La mujer del capo fue la primera en notarlo: emitió un gemido de sorpresa. La anciana estaba sentada en una silla que no estaba ahí antes, en una esquina de la sala de invitados.

No tenía nada de extraordinario: una anciana con un chal negro, pequeña, encorvada, con piel blanca y cabello gris, con más arrugas de las que se podían contar. Pero sus ojos, de color azul metálico, tan expresivos que estaba seguro podían hacer hervir agua de solo verla.

Lo supe al instante. Tanto por las descripciones que me había dado mi abuela como por la pequeña bolsa de piel que llevaba en su costado, era la Tejedora.

Preguntó qué querían. Su voz era grave, pero no tenía ese carraspeo propio de los viejos, y era mucho más enérgica de lo que parecía.

El capo contestó. La anciana miró a su alrededor hasta finalmente posar sus ojos en el cuerpo que había sido puesto en el sofá y lo había manchado con su sangre.

Se acercó a la mujer y le hizo preguntas incómodas: “¿Eres virgen? ¿Con cuántos hombres te has acostado? ¿Con cuales lo hiciste con amor? ¿Con cuántos los hiciste por placer? ¿Cuántos por odio? ¿Cuántos sin que tú lo quisieras? ¿Has tenido hijos? ¿Has abortado? ¿Sigues menstruando? ¿Aún no te ha dado la menopausia?”, y así.

Respondidas sus preguntas, de mala gana preguntó quién en el cuarto había matado más de una persona en su vida. El capo admitió que él y otro sujeto, de nombre Tony, habían matado más que por defensa propia.

Mientras la anciana arrimaba su silla junto al sofá donde se encontraba el cadáver, le hizo a Tony preguntas similares a las que le hizo a la mujer, pero más en torno a lo que él se dedicaba: “¿Cuántos has matado? ¿Has matado niños? ¿Con tus propias manos? ¿Has matado a gente de tu misma sangre? ¿Has matado por placer?”

Después se sentó de nuevo en la silla, tomó su bolso entre sus manos y procedió a abrirlo. El capo, haciendo un gran esfuerzo para no gritarle que no tenían mucho tiempo, le pregunto qué estaba haciendo.

“Ayudándote,” dijo ella sin mirarlo.

Le pidió a Tony que se sentara en el suelo a su lado, mirando hacia un costado. Le dijo que, sin importar lo que hiciera, no se moviera o habría graves consecuencias.

Más tarde me enteré de que Tony, como guarura personal del jefe, ya había estado presente en una llamada, así que sabía que la advertencia era en serio.

Se sentó junto a ella, con la cabeza mirando hacia el cuerpo mientras ella sacaba de su bolsa un hilar negro y unas agujas de tejer. Acercó entonces una mano Al oído de Tony y metió el dedo índice y el pulgar; jaló, sacando un grueso hilo de color gris de su oído.

Todos se quedaron mirando el extraño evento mientras Tony se mantenía quieto, mostrando un gran desagrado en su rostro. El jefe preguntó si le dolía y la respuesta fue que no, pero que sentía muy raro. Con el hilo de su bolsa y el que había sacado de Tony, la Tejedora comenzó su trabajo.

Fue rápido, mucho más rápido de lo que creí, mientras tarareaba una canción en un idioma que no conocía.

Finalmente, el hilo terminó de salir de la oreja de Tony, quien al instante cayó al suelo, aliviado. En su mano, la Tejedora sostenía una pequeña forma abstracta hecha de ambos hilos; parecía un corazón, mas tenía una forma irregular.

Mientras más la observaba, más enojado me sentía, sin razón aparente. Me di cuenta cuando aparté la mirada. La sensación desapareció para ser suplantada por el pánico que estaba teniendo. El Güero también debió notarlo porque hizo lo mismo.

La Tejedora entonces se acercó al cuerpo y le abrió la boca. Susurró algo que nadie escuchó y metió la extraña figura dentro de la boca del cadáver.

Pidió a la mujer que se acercara. Esta, por miedo a las consecuencias si se negara –acrecentadas después de presenciar lo que había pasado– avanzó. La anciana le dijo que no se sentara y le pidió que se subiera el vestido hasta revelar el ombligo. La mujer vaciló por un momento antes de hacerlo.

La Tejedora entonces hizo lo mismo que con Tony: juntó sus dos dedos, esta vez sobre el ombligo de la muchacha, pese a la obvia incomodidad de esta. Luego de hurgar un poco, encontró lo que buscaba y jaló hasta revelar un hilo de color rojo. El rostro de la mujer fue una mezcla de asombro y resignación, mientras la Tejedora tejía con el nuevo hilo, el hilo negro y un tercer hilo blanco que salía directo de su bolso.

El jefe, sin dirigirse a nadie en particular, dijo en voz alta que “ellos” llegarían en cualquier momento. La anciana le dijo que ellos llegarían cuando ella terminara. Ahora, no puedo estar seguro a qué se refería, pues desde que la anciana había llegado, todo afuera cambió. Cuando el jefe llegó, había estado mirando por la ventana todo el tiempo para ver quien llegaría; ahora todo lucía diferente. Demasiado quieto, como si la noche misma se hubiera detenido.

Cuando el Güero maldijo por lo bajo, miré hacia el cadáver: el cuerpo estaba siendo envuelto por el hilo generado por la Tejedora, rodeándolo.

Luego de un momento de silencio en que todos miraron al hilo trabajar, la Tejedora comenzó a hablar. Contó cómo cada trabajo era diferente, cómo cada encomienda merece ser tratada de manera única, y cómo a ella no le importaba a quien le hiciera el trabajo siempre que estuviera dispuesto a pagar el precio. Dio como ejemplo a un monarca que le pidió hacer un huso de tejer para dormir a una hija de un rey con el pretexto de haber sido maldecida, pero que en realidad solo quería tenerla para sí mismo. La joven tocó el hilo del húsar y quedó dormida, siendo llevada a un castillo para ser resguardarla; únicamente el príncipe tenía acceso, y cada día follaba a la princesa durmiente. Al final rompió el encanto: ella ya estaba más que suficientemente embarazada del príncipe y, como dictaban las reglas en esa época, ella no tuvo otro remedio que casarse con él.

Nadie hablaba. Justo cuando la mujer abrió la boca para decir algo, la Tejedora dejó de mover sus agujas. El trabajo estaba hecho. Tan concentrados estaban todos con la historia que nadie notó que el cuerpo había sido cubierto por completo.

La Tejedora miró su trabajo con satisfacción. Dirigiéndose al capo, le dijo que en cuanto ella se fuera sus perseguidores llegarían y, si no quería ser presa de la ira de quien iba tomar el lugar de su hermano, se fueran de inmediato. Entonces me di cuenta de que el cuerpo era de Jeremías, el hermano del jefe.

Un sonido provino del cuerpo, llamando la atención de todos. Cuando volteé de nuevo, la Tejedora ya no estaba.

Se escuchó el sonido de llantas afuera de la casa y voces de varios hombres. Informé a todos de la salida trasera. La mujer, Tony y el Güero se precipitaron. El jefe miraba el cuerpo. Lo imité.

Ante mis ojos, el hilo que rodeaba el cuerpo cambiaba de color: de un marrón más oscuro hasta completamente negro, a un gris muy profundo y a uno mucho más claro, pero con una textura rígida como de piedra. Todo al mismo tiempo, mientras un extraño sonido provenía del saco de tela que además se movía.

Me las arreglé para sacar a mi jefe de su estupefacción y lo arrastré a tirones hacia la salida trasera. Justo cuando ambos pasamos por el umbral, escuchamos que la puerta de enfrente fuera derribada por una ráfaga de balas. El ruido fue eclipsado por el de una explosión, algo rompiéndose, y después por un rugido sacado del mismo puto infierno.

Nunca, nunca quiero volver a escuchar algo como lo que escuché ese día.

Fue más que suficiente para hacerme correr, correr hasta perder de vista a mi jefe, correr tan lejos que había llegado al centro de la ciudad.

La investigación posterior, las autoridades creando un circo de la situación, los diarios tratando de sonsacar la poca información que llegaba. Nadie entendía qué diablos pasó. Yo aún no lo entiendo.

Al final, todo se explicó con una teoría de una explosión de gas o algo similar. Era la única manera de explicar la destrucción y el estado de los cuerpos. Este negocio me ha ayudado a asimilar la brutalidad ejercida por estos criminales; cuando ves el cuerpo de veinte exsoldados, fornidos, y aún con sus armas en las manos, completamente mutilados, pensando en que “comidos” es la mejor manera de describir su condición, te das cuenta de que tan hórrida es la situación.

Entendí que la Tejedora no estaba haciéndole un sudario al cuerpo del hermano del jefe. Le estaba haciendo un capullo, como si algo fuera a renacer.

La ausencia de pruebas facilitó mi coartada: había estado fuera del país cuando esto ocurrió y seguramente todo fue un altercado para intentar sacarme las cuentas de unos clientes importantes que terminó abruptamente cuando uno de los maleantes disparó a la instalación de gas.

En cuanto al hijo del diputado, el jefe encontró una forma de devolverle el favor, dos largos días de remuneración, según me dijeron. Al parecer la mujer, cuyo nombre era Alejandra, se fue del país. Dijo que ya no tenía nada que la atara a este lugar, sea lo que fuera que eso significara. Tony la tuvo peor: Decían que ya no podía hacer bien su trabajo, que estaba deprimido; finalmente murió de una sobredosis luego de un par de meses.

Me tomé un descanso, nadie me detuvo; de todas formas, tenía que mantener un bajo perfil por un tiempo.

Durante todo este tiempo pensaba en la cosa que ahora caminaba con la cara de Jeremías y, sobre todo, en su creadora.

Aun hoy pienso en la Tejedora. En mi mente veo su imagen, sentada en su hilar, al abrigo de los elementos, junto a una chimenea rústica en una casita de madera, tomando delicadamente los hilos en sus manos, como una Moira cruel que decide cómo moverlos, y con ellos la vida y destinos de hombres y mujeres por igual. Un hilo hecho de pecados, deseos y pasiones no dichas.

Un material al cual a ella nunca se le acaba.

HUGO PAT

yorickjoker@gmail.com

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