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La sublevación del brujo Jacinto Canek

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Letras

PRÓLOGO

Los presentes escritos se inspiran en hechos históricos. Acusan (como verá el lector), en su configuración, en su estilo, en su desembarazado tratamiento conceptual, visibles pretensiones literarias. Todos los sucesos referidos en ellos son ciertos (dentro de esa relativa certeza que debemos esperar de la historia). Ocurrieron en los lejanos siglos XVI, XVII y XVIII, en América, en particular en nuestra Península de Yucatán. Los determina un leitmotiv de barbaridades, de embates sangrientos padecidos por los americanos de esos tiempos.

Algunos de mis personajes son protervos, despoblados de entrañas. La historia ha registrado minuciosamente sus ruines cualidades y sus rutinas endemoniadas. Lo que no priva a los adictos a los antagonismos de impugnar (no sin arrogancia) ese meditado juicio del tiempo: no conozco infame universal a quien falten apologistas (como no existen próceres exentos de tolerar aislados oprobios de arbitrarios difamadores). Mis escritos comprenden también a otros personajes que son héroes, mártires o iluminados hombres que abrillantaron alguna vez la desgarrada historia de América.

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La sublevación del brujo Jacinto Canek dimana de un tumultuoso episodio del siglo XVIII: el impensado levantamiento capitaneado por el brujo Jacinto Canek el otoño de 1761. Canek, cuyo sepulcro no existe, fue un indio que se atrevió a soñar: pretendió, deslumbrante, recobrar la autonomía de su pueblo: diseñó una esmerada estrategia para arrojar a todos los blancos de la provincia de Yucatán. Esa justificada aspiración fue ahogada en sangre por los españoles. La atroz ejecución del caudillo es el corolario de esa patética historia.

Inicialmente concebido y delineado como una novela, acabé por negar a este escrito, insatisfecho de sus inciertas propiedades formales, la magnitud de esa jerarquía de la literatura. Opté, en cambio, por pergeñar una relación menos ambiciosa. Es casi seguro, sin embargo, que el acucioso lector confrontará, dispersos e incólumes, inequívocos rastros de su configuración original.

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Lo que refiero en Memoria de dos inquisidores siniestros del siglo XVI es ciertamente atemorizante. No agregué nada a la historia. Me confié a la fidelidad de los historiadores que he consultado (a sabiendas de que no hay historiadores totalmente fieles a la historia). Hombres de la piramidal intolerancia del fraile Diego de Landa y del macabro alcalde Diego de Quijada, afloran de tiempo en tiempo. Suele correr destinos terribles –como Savonarola– atropellados por la propia magnitud de sus aversiones, aunque Landa y Quijada murieron en su cama. No pretendo (no aspiro siquiera a pretender) juzgar del todo a esos dos siniestros personajes: encomiendo a quien se moleste en leer mi exposición la resolución de ese juicio que la historia ha consignado con elocuente dispersión. El lector contará con ciertos elementos visuales para cimentar su dictamen: escenas de inofensivos apóstatas horrorizados, representaciones de escarmientos bestiales, innumerables imputaciones a la inhumana conducta de los protagonistas esenciales… Pululan también, quizás adjetivadas con reiterada severidad, mis propias, ineludibles impugnaciones a ese comportamiento irregular. La inquisición (resulta vano repetirlo) satisfizo su dantesco cometido en esos sombríos siglos de dominación española. Persiste hoy tal abominable proceder en reclusorios, mazmorras y campos de concentración, acaso con mayor refinamiento, pero no con menor impiedad: los horrores padecidos por los herejes del siglo XVI son los horrores de los distintos delincuentes que pueblan las prisiones de nuestro siglo XX.

Quiero, por último, rememorar a Landa quemador de libros, derogador de la historia de una reluciente cultura americana. Tengo para mí que el franciscano incineró los textos sagrados de los mayas porque, de acuerdo con su obstruido entendimiento, esos libros ensalzaban a los demonios. Landa, resuelto admirador del pasado de esa estirpe genial, se espantó al descubrir que el inspirador de ese glorioso pretérito no era otro que el demonio. Para denotar su desprecio por aquella historia contaminada de satanidad, determinó destruir esos notables manuscritos: su horror a la paganidad pesó más en su ánimo que su admiración por aquella grandeza.

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No rehuyo admitir que ya desde las primeras líneas de La funesta importancia del capitán Pedro de Alvarado en la historia de América me propuse remarcar –para horror del lector– los horrores que ese despiadado conquistador procuró a los indios de México y Guatemala durante la primera mitad del siglo XVI. Alvarado –lo afirma la historia, que tampoco supo perdonarlo– obtuvo, gracias a sus esmerados logros en el terreno de las atrocidades, el relevante sitio que hoy ocupa entre los protervos de América. Y como protervo lo he querido mostrar a los ojos de quien me lea porque sospecho que esa es su faceta ejemplar y los paradigmas suelen ser inmutables. Un día (un muy distante día) el ultrajado Orbe Novo, la magnánima y rencorosa tierra americana le cobró a Alvarado con inusitada severidad todas sus impiedades.

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La ferocidad ilustre de Cocom pretende brindar un acercamiento a la escarpada personalidad de un recio sobreviviente de la Conquista de Yucatán: el furibundo caudillo maya Nachi Cocom, descendiente de la Serpiente Emplumada. Las crónicas de su tiempo lo declaran incapaz de rendirse ante la brutalidad de los españoles. Desafió, colérico, el hierro y el ominoso caballo de los blancos, tornó la conquista en un infierno para los conquistadores: amedrentó, causó espanto, asesinó a cuanto aborrecido tributario de España cruzó por su camino. Esa inusitada temeridad fue finalmente valorada por los capitanes castellanos cuando Cocom, por una oscura e inexplicable circunstancia, dejó de pronto de combatir. Inundados de respeto, los españoles lo nombraron gobernador de una infinita comarca sureña.

El presente escrito incluye el reiterado episodio del banquete de los decapitados (que la literatura y el teatro vernáculos han aprovechado con relativo suceso). No me atreví a suprimirlo porque es sin duda un hecho justificativo de la proclamada bizarría de mi protagonista. Esa carnicería todavía se memora con horror a más de cuatro siglos de su consumación.

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El pirático Hijo de Dios es el menos documentado de los escritos que integran este volumen, y por ende, el más expuesto a la ardua prueba recreativa de la imaginación (que suele disimular los grandes hiatos de la historia con iluminadas percepciones). Del personaje axial (profundamente misterioso) se sabe muy poco. Yo he consultado sin descanso las fatigosas pesquisas de maestros como Antonio Mediz Bolio (cuyas imaginativas consideraciones en torno al asunto enardecieron mi propia fantasía) y Alfredo Barrera Vásquez, exégeta de la solitaria fuente conocida sobre ese peregrino agorero llamado Martínez, culpable de despertar inútilmente las adormecidas conciencias de los mayas del siglo XVII con arengas conturbadoras recitadas en el hondo silencio de la selva.

Comienzo este último escrito con una modesta historia de la piratería en nuestras costas.

R.P.B

Continuará la próxima semana

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