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La sopa casera

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Letras

Por Rocío Prieto Valdivia

“Me basta mirarte para saber que con vos me voy a empapar el alma” – Julio Cortázar

Al verlo, sientes la tibieza de sus brazos. Te besa la frente, miras a tu alrededor: la gente camina, las luces están encendidas, hace frío.

Han pasado más de 22 días desde la última vez que juntos disfrutaron de un café. En la víspera de Año Nuevo estuviste sola; deseabas tenerlo a tu lado.

Pasaron los días como un rehilete, regresaste a casa después de pasar con la familia la fiestas decembrinas. Atrás quedó la algarabía, las prisas. Todo el regadero te invita a tu realidad.

La ordenas, vuelves a tu habitual rutina. Otra vez estás sola y le llamas.

Se encuentran, se saben solos, y es ahí donde valoras: sientes que todo el tiempo de esperar el inicio del año valió la pena.

En sus brazos estás segura, el hombre además de una estabilidad, te ofrece lo que siempre habías buscado. Sus labios acallan tus miedos, te ama.

Una sombra se desliza hasta la cocina, los observa de reojo.

-Pinche vieja, otra vez vino a fregarlo.

Guardan silencio, se comen con la mirada.

Ya tienen más de tres meses saliendo, ahora vas a su casa. Has tomado la cocina, el baño y la recámara donde él duerme.

Ahí, ese espacio donde el reloj sobre la mesita de noche siempre marca las 10:45. Es un Seyco, parece antiguo, al igual que los cuadros que penden de la pared: San Martín Caballero, la Virgen de Fátima.

El amarillo parece que le da más luminosidad a la recámara. Entre juegos y nerviosismo, ambos se desvisten, se besan, tocan, muerden, ríen y se contemplan.

Hacen de esos 20 minutos toda una ceremonia; él con su sonrisa enciende el reloj, la lámpara que acompaña al reloj.

Tú te sientes plena, extasiada, le acaricias el cabello, le repites varias veces ‘te amo’, le tocas las manos, te vuelves a acomodar sobre tu lado izquierdo, gritándote desde adentro que valió la pena besar tantos sapos.

Llegas a una conclusión: él es el hombre que siempre habías buscado. Pero su inseguridad, el tema del que dirán sus hijos o los tuyos.

 A ti todo eso te vale madre, sigues a su lado.

Es otro inicio de año, le estás dando una nueva oportunidad a la vida, a tus miedos, a creer en sus palabras. Sabes que es un hombre mayor, de esos que ya no juegan; pero también de esos que ya no te pueden dar toda la vigorosidad de un hombre de tu edad.

“¿Podrás soportar eso?” te preguntas. Aunque te conoces bastante bien, por tu cuerpo ya han pasado 4 décadas y ya no eres la misma jovencita con la piel firme ni los senos respingados, la inocencia de no saber lo que te gusta, ya no ves elefantes rosas. Sabes que la fortuna te sonríe con ese hombre.

No importa que el hijo que vive con tu galán te llame de mil maneras para disfrazar lo que piensa de ti, ni lo que en un principio de la relación habías querido hacer. La vida, sus mimos, los meses a su lado, las horas no transcurridas en el viejo reloj tienen la culpa de que lo ames hasta olvidarte de todo, incluido ese libro que comentaste sin haber leído nada.

Disfrutas tanto cocinar para él. Quieres que te recuerde y le vas indicando paso a paso cómo hacer una sopa: primero fríes la pasta hasta que empieza a ponerse dorada, luego partes tomate y, cebolla, pelas un ajo, lavas las ramas de cilantro. Sin que se dé cuenta, pones dos cubitos de caldo de pollo (es el secreto más guardado de tu abuela, de tu madre para dar un toque diferente a las salsas).

Cuando ya está frita la pasta, partes dos piernas de pollo en cubitos medianos y los sofríes junto con la pasta, enciendes la licuadora y pones la verduras.

-Amor, ¿puedes traerme mi bolsa?

Él te agarra la nalga; el hijo está en su recamara.

En ese momento tú aprovechas y le pones sal y los cubitos a la sopa. La cocina empieza oler a hogar, todo el espacio se calienta con la estufa prendida.

Edgar sale de su recámara, camina lento, saluda a su padre, a ti te echa una mirada. El aroma a comida casera le hace sentir nostalgia por la mujer que perdió tras andar de valiente y tener otra mujer aparte de Kika.

– Aquí está tu bolsa, mi amor.

– Gracias, corazón.

Sacas de tu bolsa un par de pastillas, él te acerca un vaso de agua; la bebes junto con las pastillas, le bajas a la llama, tapas la sopa.

Ambos se van hacia la sala, están sentados uno frente al otro. Hay que guardar la compostura.

Edgar está afuera fumando, el viento le pega en la nariz, así como el aroma a hogar.

Después de unos minutos, entra por su cartera y sus llaves.

– Al rato regreso, apá.

– Ándele mijo, vaya con Dios.

– ‘Ya se va’, te dice despacito. Lo miras, te invita a sentarte a su lado.

Titubeante, te paras y enseguida te agarra a besos. Parece un adolescente.

Ambos sonríen: es el momento para que se dé el encuentro.

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