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La sublevación del Brujo Jacinto Canek
II
LA SOLITARIA FUENTE
La única fuente conocida acerca del profeta del rostro como la luna se halla en el capítulo El Katún de la Flor de el Libro del Chilam Balam de Chumayel. Cotejando algunos encomiables esfuerzos de traductores y comentaristas vanamente empeñados en desentrañar su misterio (hay un revelador ensayo de Mediz Bolio sobre el asunto) he logrado percibir (presumo) puntos oscuros de la intrincada identidad de ese agorero genial.
EL LENGUAJE TERRIBLE DEL PROFETA
Los indios mayas miraron por primera vez al profeta del rostro como la luna en la antigua primavera de 1692. Era hombre blanco, rubio y de ojos azules. Derrochaba prodigiosas barbas, y ostentaba un alfanje en la mano derecha y el Libro de las Siete Generaciones en la izquierda. Se reveló a los naturales como nacido de la espuma del mar. Su lenguaje era brutal: discurría, con levantada voz, en metáforas terribles. A los indios los cautivó ese verbo iracundo y su promesa de regalarles la libertad.
La nebulosa historia de ese adivinador (que afirmaba venir del cielo, que aseguraba llamarse Antonio Martínez y Saúl) postula sin embargo hechos aparentemente verosímiles: el esotérico lenguaje escrito en los libros sagrados mayas refiere que se desposó con una reina (o una princesa) y que siete años después le fueron abiertas las Puertas de Oro y la Casa de los Cuatro Aposentos (id est, las puertas de la iglesia católica). Parece que finalmente apostató del catolicismo (acaso en favor del Calvinismo). Los indicios de que era enemigo mortal del rey de España también son convincentes. Primero lo buscaron para castigar su herejía. Más tarde había una recompensa por su cabeza de pirata. Capitaneaba, en imperturbable comitiva, una flota de trece navíos que causó espanto a las costas del Golfo y del Caribe hacia el crepúsculo del siglo XVII.
EL CELOSO DESEMPEÑO DE LA PIRATERÍA
Se desconocen (lo que nutre su misterio) retratos suyos. Ha trascendido, sin embargo, que combatía con el impasible arrojo de los iluminados. Que reiteraba, en sus interminables acciones bélicas, la sanguinaria imagen del pirata que ostenta el cuchillo feroz entre los dientes, o que esgrime, en precipitada calistenia, el pavoroso alfanje. No sabía perdonar. Asestaba los tajos liberado del estorbo de los remordimientos. Cobró un inusitado número de orejas, narices y brazos españoles. Rubricó las frentes aterradas de sus adversarios con endiablados asteriscos de su acero. Abordó con brutal elegancia las grandes embarcaciones donde sometió a insolentes capitanes, y tuvo acceso a la plenitud dorada de atiborrados cofres españoles. Las horcas de América, no conseguían todavía, adornarse de aquella cabeza codiciada a pesar de las excelsas recompensas proclamadas.
LA PROPOSICIÓN DE UNA GUERRA SANTA
Tres veces se manifiesta a los mayas. Les propone, en primera instancia, la libertad. Les promete una gran Guerra Santa (que iniciará en La Habana donde manda un hombre cruel, el emisario del rey) para arrojar a los españoles de la provincia de Yucatán. Los instruye, les exige infinita paciencia e inquebrantable lealtad. Les pide que aguarden sus noticias de la isla. Que regresará victorioso para entonces consagrar su divina existencia a la expulsión de los hombres blancos que los esclavizan. Lo miraron partir con sus trece altivas embarcaciones, rumbo a La Habana, una lejana madrugada del estío de 1692.
EL IMPENSADO DERRUMBE
De la guerra habanera no pudo sacar un triunfo. Una tormenta inesperada le negó esa gloriosa posibilidad. Naufragaron sus barcos, sus hombres se perdieron en el mar. Herido, arrasado en su orgullo de profeta (y de pirata), huye a Yucatán. Arriba a esas desoladas costas, después de tres lunas, rabiosamente perseguido por los emisarios del rey.
Desembarca en un lugar llamado Tzimintán (que en la lengua maya quiere decir frente-a-los-tapires) donde sus perseguidores (que han logrado darle alcance) lo encarcelan con el proyecto de regresarlo a Cuba una vez restablecido de sus heridas, y disponer su ejecución.
EL JUSTIFICADO RECELO
De ese frágil calabozo a la orilla del mar consigue evadirse. Nadie sabe de él, por algún tiempo. Una tarde se manifiesta por segunda vez ante los indios. Sus desengañados seguidores, que ya conocían de su infortunio en la guerra de La Habana, lo miraron ahora bajo la profunda sombra del recelo. No se le prosternaron ni besaron la tierra que pisaba.
Fueron sembradas algunas dudas: “Dinos, en verdad, ¿quién eres tú?” le increparon, coléricos. Respondió ser “de nombre Martínez: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo”. Los naturales desconfiaron de esa irrespetuosa usurpación de la Trinidad. Le dispararon enfurecidos piedras y maldiciones. Lo llamaron falso y mentiroso. “¿Dónde está tu pueblo? ¿De dónde has venido verdaderamente?” tornaban a cuestionar. “Mi pueblo es todo –respondió inalterable–. Y os digo que ha bajado la justicia del cristianismo y de los bienaventurados del cielo”. Levantó poderosamente los brazos. Flameó la vieja fiereza en su mirada. ‘
LA ARENGA BRUTAL
“Os digo –habló con inspirada impetuosidad– que el Juez ha bajado para recompensaros porque vosotros sois sufridos y aquejados de los españoles y de la encomienda hija del infierno. Basta de tolerar la infamia de los gavilanes blancos que son perversos e injustos en la faz del Señor. He aquí el origen de vuestros padecimientos y de vuestras lágrimas. Yo he tomado vuestra defensa. Sean condenados vuestros capataces bestiales. Sean condenados vuestros abyectos amos. Sean atravesados por lanzas que les rompan el cuerpo. Sean atravesados por flechas emponzoñadas para que se corrompan sus cuerpos. Sean descabezados y sus mugrientas cabezas colgadas al escarnio. Sean condenados en vida y muerte. Yo he bajado del Cielo para castigar a los bellacos que os hostigan…
He bajado para conduciros a la batalla postrera que os librará de quienes detentan vuestros cuerpos. He bajado para redimiros en nombre de Jesucristo, Verdadero Guardián de vuestras almas. Estad preparados: arderá el mar cuando yo me alce; se incendiarán las playas y las espumas del mar taparán la cara del sol para provocar las tempestades. Yo os colmaré de barcos el mar. Conmigo se alzarán los vientos. Se anublará la faz del cielo y todo destino sobre esta tierra estará determinado. Cinco años faltan: detrás de ellos estoy hablando…
Esa arenga brutal arrebató a sus ingenuos admiradores. Lo rodearon y le protestaron con vehemencia y con sumisión, su lealtad. El terrible profeta los bendijo con ensayada gravedad y les mostró, levantándolo en todo lo alto, el Libro de las Siete Generaciones. Lo abrió con deliberada dilación e inició la difusa lectura de un capítulo. Leyó con tal devoción que los indios no pudieron contener el llanto. Al terminar, cerró el libro y les prometió enseñarles a repetir algún día esa lectura milagrosa. Luego les recordó el pacto sellado. Mencionó una oscura Hermandad de la Costa que los asistiría. Los misteriosos miembros de esa cofradía esotérica se significaban (como después se averiguó) por tener una pata de palo y ser mancos y tuertos y practicar la persecución y saqueo de naves en el alto mar.
LA DESPEDIDA
Alguna fría noche de las postrimerías del siglo XVII el profeta del rostro como la luna se despidió de los mayas. Habló de ir en busca de embarcaciones y de armas, y de reclutar a sus lejanos Hermanos de la Costa. Lo vieron esfumarse en el mar, con buen viento, a bordo de un deslucido patache. Había prometido retornar para librar la guerra proclamada.
Los indios lo aguardaron en vano durante el espacio de los cinco años prometidos. Ni un signo, ni una frágil comunicación recibieron jamás aquellos primitivos naturales prendados de la poderosa fábula de recuperar su libertad.
LA AUSENCIA DEFINITIVA
De aquella ausencia definitiva cúlpese al infame arte de la piratería al que don Antonio Martínez y Saúl, el Profeta Hijo de Dios se entregó sin reservas; dilapidó los años en la proterva ocupación de asaltar embarcaciones españolas y de arrasar inofensivas playas americanas.
Una madrugada, trabado en un aparatoso combate con una carraca española, atraparon al pretendido bucanero. Conociendo su peligrosidad, el capitán no quiso correr el menor riesgo. Ordenó que lo ahorcaran en el primer puerto que tocara su embarcación. En una isla empequeñecida en el infinito Mar Caribe se instaló el impúdico aparato de la ejecución.
Don Antonio Martínez y Saúl, el profeta añorado que los mayas aguardaban para conducirlos a la Santa Guerra de liberación, pretendió demostrar, en un postrer intento por evadir la muerte, la probidad de su bastarda divinidad, la improbable prerrogativa de su inmortalidad, de ser el Hijo de Dios; “Yo, que soy la luz verdadera…” comenzó a parafrasear un versículo de San Juan. No alcanzó a terminar. El verdugo se apresuró a cumplir su función con esmero. Manejó el nudo corredizo con espeluznante limpieza.
El profeta del rostro como la luna colgó onerosamente de aquella desamparada horca española. Danzaba una suerte de danza impropia de elegidos.
Roldán Peniche Barrera
FIN.