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La revolución que quiso ser – III

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CAPITULO I

3.Carácter del Carrancismo

Al desconocer a la Convención de Aguascalientes el carrancismo expresaba su desacuerdo con que los jefes de campaña asumieran la dirección de la República, como si ésta fuera botín de guerra. No podía aceptar que el acuerdo de la mayoría militar determinara el rumbo político del país, trastocándose la jerarquía de las armas a un campo que no era el de batalla. No podía aceptar que fueran las masas movilizadas las que decidieran y normaran el quehacer nacional y, en última instancia, que la autoridad y legitimidad del nuevo Estado Nacional surgiera de una asamblea de guerreros.

Al declarar la guerra a las fuerzas convencionistas y combatir su gobierno, el carrancismo evidenciaba su comprensión del problema, en el sentido de que dichas fuerzas, más que militarmente, tendrían que ser enfrentadas y derrotadas en el terreno de la política. Esto es, había que aislarlas de sus apoyos sociales, configurando una amplia alianza dirigida por el grupo de militares norteños. Dicha alianza, que sería la base orgánica de su proyecto socio-político, retomaría las ingentes demandas burguesas presentadas por la oposición al porfirismo y las más sentidas necesidades de las masas populares, atendidas de manera integral, esto es, tomando en cuenta las diferencias regionales y las similitudes generales.

Sin duda alguna esta fue la característica definitoria del carrancismo en el contexto histórico en que surgió y se desarrolló. Y sería el punto más sólido para imponerse como corriente hegemónica dentro del movimiento revolucionario, primero, y del Estado Nacional, después.

Paradójicamente, la primera forma de control estatal que asumió el carrancismo triunfante fue la del porfirismo: a) desintegración regional, en atención tanto de las características físicas y materiales de la zona, como de la integración de sus fuerzas políticas; b) primacía de la coerción, detentada por los “jefes militares”, sobre otras instancias políticas y sociales de decisión y participación ciudadana; c) centralización del poder en el Jefe Supremo sobre las diferencias y los intereses regionales, en todo lo concerniente a los asuntos de interés general, “nacional” (7).

Tenemos de nuevo el esquema del Estado “feudalizado”, en el que los “jefes militares”, si bien ya no surgen de la convivencia y de la identificación de los intereses comerciales y terratenientes de la región, sí tienden a establecer relaciones con ellos a fin de lograr la paz regional y la reorganización de la economía, las más de las veces, sobre los antiguos moldes porfiristas (8).

El imperativo estratégico que enfrentaba el carrancismo triunfante, antes de pretender legislar y establecer el marco constitucional a regirnos, era la pacificación del país. Desarmar a las masas movilizadas y detentar la exclusividad de la violencia, de la coerción militar. Y eso requería de formas de mediación que garantizaran la participación política popular, a la vez que significaran un apoyo legitimador para el Estado (9). En este asunto hay cierta identidad entre la forma y el contenido del hacer político, ya que al renunciar al uso de las armas se rompe el antagonismo de cualquier planteamiento y se anula la exigencia por la “única vía”, aceptándose, a cambio, la pluralidad de intereses, la gestión, la mediación y, en última instancia, la presión política como mecanismo extremo. Esto en lo que atañe, fundamentalmente, al occidente y norte del país.

En el oriente y sureste, por la difusión del modelo de plantación para la producción agrícola y sus nexos con los monopolios norteamericanos, el esquema de la sociedad porfirista prevalecía y había logrado evitar las explosiones populares en búsqueda de reformas. El constitucionalismo en dichas regiones enfrentaba la tarea de “llevar la revolución”, desmantelar las bases de existencia de la sociedad porfirista e integrar la población organizada al resto del país, bajo los postulados del nuevo orden revolucionario.

Esta disparidad en el ritmo y en las tareas a enfrentar por el naciente Estado Nacional fue causa de constantes fricciones y choques entre los dirigentes políticos o entre éstos y los grupos populares. Y fue, además, clave para desarrollar la capacidad de negociar con distintas fuerzas, alterando posiciones y promoviendo soluciones acordes con las características de dichas fuerzas, al ritmo de los acontecimientos y de acuerdo al momento que se vivía en el ámbito nacional.

La gestación de esta relación masa-dirigencia provocó, en parte, la rebelión de Agua Prieta y la descalificación del presidente Carranza. El apresuramiento en éste por dar por terminado el proceso reformista, sin haber considerado un cúmulo de demandas populares y, lo que es más, sin ofrecer salidas políticas para la total pacificación del país, tratando de imponerla sólo mediante la acción y la autoridad militar, hizo que encontrara oposición en prominentes jefes militares y políticos, mismos que empujarían con nuevos bríos el proceso reformista y el desarrollo institucional del país, acordes con la necesidad de pacificación y de fortalecimiento del Estado postrevolucionario (10).

La supervivencia de fuerzas y diferencias regionales, la inexistencia de un poder “central” plenamente constituido y el grado inicial en la formulación de un proyecto nacional, nos ayudan a explicar la multiplicidad de conflictos de signo distinto en diversos lugares del país y el proceso de gestación que siguió el Estado post-revolucionario, a la par que conformaba un proyecto nacional que subsumía las diferencias regionales y de grupo.

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(7) “Los jefes de la revolución –o personas estrechamente ligadas a ellos– se adueñaron de las diferentes regiones del país, convirtieron en feudos propios las zonas donde operaban y a las tropas que los acompañaron en sus ejércitos privados. A éstos les dieron como misiones fundamentales la de protegerlos de los vaivenes de la política nacional, la de asegurarles su poder de negociación con las autoridades centrales, y la de conservarlos como la fuerza dominante, dentro de sus zonas de influencia. Generales como Obregón, Serrano, Gómez, Manzo, Topete, Escobar, Guadalupe Sánchez, Aguirre, Almazán y Saturnino Cedillo –sólo para mencionar a los más conocidos– se hicieron famosos en los años veinte por someter a sus ejércitos estrictamente a sus intereses particulares”. (Falcon R.; 1980; 4).

(8) Martínez Assad, que ha buscado darle un nuevo impulso a los análisis regionales, insiste en la capacidad de control de las condiciones locales, alcanzada por los jefes políticos o militares: “Las autoridades regionales con poder real, caciques, jefes militares, líderes, etc., contaron con el apoyo del gobierno del Centro. Su fuerza, sin embargo, radicaba en sus propias posibilidades para llevar a cabo ciertas prácticas políticas con relativa autonomía en sus zonas de influencia. Habría que buscar el sentido de esta paradoja en algunos de los siguientes elementos: el control de los medios de producción locales, la capacidad para establecer alianzas políticas y personales a nivel regional y nacional, en su relación con las clases populares, en sus facultades para mantener fuertes movimientos políticos en su área de influencia, en la ideología, en los medios de que se valían para mantener un amplio consenso y finalmente en la utilización de medidas coercitivas para destruir a sus enemigos”. (Martínez C.; 1981; 3).

(9) Arnaldo Córdoba interpreta el reformismo estatal como una forma de cooptar los movimientos masivos y radicales, negándose a verlo como una concesión lograda por los propios movimientos: ”Pero algo que es necesario señalar como una de las características históricas fundamentales del reformismo social de la Revolución Mexicana es la siguiente: el reformismo aparece no como un conjunto de reivindicaciones que se pretende imponer a un Estado pre-existente, o del cual se exige su reconocimiento, como sucedió por ejemplo en la mayoría de los países europeos; en México las reformas sociales se enarbolan en contra de los movimientos independientes de las masas, particularmente contra los ejércitos campesinos de Zapata y de Villa, en una lucha por ganarse el consenso de las masas trabajadoras y evitar que éstas siguieran el camino de la subversión…” (Córdoba A.; 1977; 93).

(10) “El texto de la Constitución de 1917, la ideología de los gobiernos emanados de la Revolución y las medidas de las primeras administraciones (sobre todo entre 1920 y 1940 con particular vigor en el período de Cárdenas) revelan un proyecto nacional de desarrollo cuya posibilidad de realizarse dependió de la intensa movilización popular –con los altibajos inevitables– de aquellos años. La formación del poder político fue paralela a la consolidación de un verdadero Estado Nacional, cuyo carácter como tal implicó varias cuestiones: a) la unidad e integridad de la nación sólo podrían conseguirse eliminando las fuerzas centrífugas con bases locales o regionales de poder; b) la pacificación del país y la recuperación estatal del monopolio sobre la violencia legal; c) la elaboración de un proyecto de desarrollo donde las diferentes clases sociales, la nación entera, reconociese la defensa y estímulo de sus intereses particulares; d) la recuperación para el país de su dominio sobre los recursos naturales; e) la afirmación de la soberanía en forma suficiente para que el Estado adoptara decisiones propias, disminuyendo la capacidad de presión de la metrópoli imperialista y de los detentadores nativos del poder económico”. (Pereyra C.; 1980; 289–290).

José Luis Sierra Villareal

Continuará la próxima semana…

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