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La Puerta (XII)

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XII

Sueños de esperanza

Después de que Carlos se marchó, angustiada por el comportamiento de su amado, y con el corazón en la garganta, Lucía tomó sus llaves y salió detrás de él en su vehículo.

Mientras recorría las calles de Ciudad Caucel intentaba, con pericia, no ser descubierta por Carlos, quien manejaba temerariamente. Lucía se sumió en sus pensamientos, en sus recuerdos, tratando de recordar e hilar aquellos extraños sueños que había estado teniendo a partir del accidente de Carlos.

En cada uno de ellos eran recurrentes algunos fragmentos de frases, mismos que Lucía apreciaba como versos, como poemas, pero que no lograba descifrar. Después de varios días de tratar de entender y recordar, sólo tenía en la mente un fragmento completo del mensaje que algún ser misterioso le recitaba al oído entre sueños:

“No conoce gentes ni tierra: Vestido va como Sumuqan. Con las gacelas pasta en las hierbas, con las bestias salvajes se apretuja en las aguadas, con las criaturas pululantes su corazón se deleita en el agua.”

Mientras su subconsciente recitaba en la mente la frase anterior, buscando entender, tratando de descifrar y cortar de tajo esa angustia que sentía oprimirle hasta el alma, notó que Carlos detuvo bruscamente el vehículo, mirando fijamente el tablero en el interior.

Mientras Carlos se mantenía en posición alerta, como escuchando, la luminosidad de un letrero espectacular sobre una estructura justo delante de Lucía llamó su atención. Ante su mirada, los leds que conformaban las letras se desvanecieron y, después de una breve pausa, volvieron a iluminarse, revelando el siguiente mensaje: “La humanidad está en peligro; la oscuridad se expande. No confíes en lo que ven tus ojos; la clave se encuentra dentro de tu corazón.”

Tan sólo pasaron un par de minutos, pero para Lucía fue toda una eternidad. Pasmada, inerte, y casi congelada, observaba el mensaje. “¿Qué está pasando? Esto no puede ser una coincidencia.” La angustia llenó su corazón.

El rechinar de llantas del automóvil de Carlos la regresó a la realidad, retomando la persecución. Carlos incrementó la velocidad; Lucía le siguió al paso hasta que el vehículo de su amado se detuvo cerca de la plaza principal.

Lucía bajó del vehículo y se quedó petrificada, ante la escena con tintes apocalípticos que se dibujó ante sus hinchados ojos llorosos, cargados de amargura y dolor: su hombre, su amor, su compañero de vida, estaba convertido en un grotesco ser, un ente que caminaba a dos patas, un salvaje reptil, que con furia se abría paso entre la seguridad del lugar.

Lucía corrió con todas sus fuerzas, usando todo el aire que podían contener sus pulmones de fumador, vicio que tantos problemas a la salud y en su relación le habían causado.

“¡Carlos, Carlos, mi amor, por favor, detente…!” Lucía expulsó su aliento con tristeza, miedo y melancolía.

Entre los cuerpos, los miembros desagarrados, la carne y la sangre que cubría el piso, el reptil se detuvo. Estaba justamente delante de la puerta.

La poca humanidad de Robertos que aún permanecía en el cuerpo del saurio reaccionó ante la voz de su amada. La lucha interna entre la parte primitiva y la racional mantenía inerte aquel cuerpo antes humano, transformado ahora en un grotesco reptil.

“La humanidad está en peligro; la oscuridad se expande. No confíes en lo que ven tus ojos; la clave se encuentra dentro de tu corazón.”

En la mente de Lucía se repetía la frase una y otra vez, acompañada de razonamientos y conjeturas. “Carlos, es mi vida, mi mundo, mi todo. Él es mi corazón…”

“¡No disparen, por favor!” Fue el grito desgarrador que salió de la garganta de Lucía al observar que los cuerpos de Seguridad aprestaban sus armas.

Una llama avivó los ojos de Robertos.

La ráfaga de balas rompió el aire, impactándose violentamente en el cuerpo de Robertos.

Los proyectiles penetraron su piel.

El reptil cayó de rodillas ante la puerta.

“Lucía, mi amor, pronto estaremos juntos. Perdóname.” Las lágrimas corrieron por sus mejillas mientras por la mente de Robertos desfilaban los recuerdos: aquella tarde de verano cuando le pidió matrimonio, cuando le prometió cuidarla y protegerla para siempre; las noches a su lado, cada momento en que formaron ese amor…

Las ojivas perforaron el cuerpo de Carlos, cada una de ellas fue incrustándose en sus sentimientos, arrebatando la bondad, la ternura, los recuerdos, matando lo último de humanidad que aún conservaba.

“No conoce gentes ni tierra: Vestido va como Sumuqan. Con las gacelas pasta en las hierbas, con las bestias salvajes se apretuja en las aguadas, con las criaturas pululantes su corazón se deleita en el agua.”

Una luz intensa, brillante, cegadora, emergió en ese momento de la puerta…

Continuará…

Alpaso

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yahves@gmail.com

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