La Sublevación del Brujo Jacinto Canek
LA PELIGROSA LUCIDEZ DEL INDIO
Un tanto renuentes los frailes admiten al muchacho en el convento. El chico se comporta con humildad pero no deja escapar detalle. Manifiesta el peligroso mérito de una desvelada inteligencia. “Ese chico es demasiado lúcido para ser indio –razona el recelo de los religiosos–. Su presencia corrompe este lugar y ciertamente contamina nuestra santidad”. Al principio lo vigilan austeramente; después lo ignoran, como a un trasto viejo. He aquí sus deberes cardinales: auxiliar en la misa, servir el desayuno, limpiar las celdas y los retretes, hacer el mandado con regularidad. Le exigen el aprendizaje enfadoso de las súmulas. El latín lo memoriza puntualmente. Por las noches, exento de sus gravámenes monásticos, se escurre hacia la copiosa biblioteca del convento. Oculto tras altos anaqueles atracados de libros, estudia con mórbido fervor las vidas de los santos y los custodiados volúmenes de la historia de su pueblo.
Esa volcánica propensión a leer produce en el muchacho nociones perturbadoras. La extremosa lectura de la conquista de su raza (tomos a los que ningún indio tiene acceso) lo documenta con suficiencia sobre acciones afrentosas, sobre hechos infames perpetrados contra su pueblo. Sabrá –a través del mudo alarido de la palabra impresa, de la brutal irrupción española doscientos años atrás, en la existencia autónoma de sus abuelos viejos; entenderá, desengañado, que los crepúsculos han dejado de ser tranquilos.
LA ALTERNATIVA DE LA CAÑA
Su primera sensación es el desaliento. Se deja devastar por la tristeza y elige –favorecido por sus escapadas del convento– la embrutecedora alternativa del aguardiente indio que le originará largas y turbulentas borracheras. En esas parrandas primiciales con otros indios tristes aprende a amar mujeres tempestuosas y a solazarse en el blasfematorio divertimiento de los juegos de azar. Al final de esas juergas siempre explota el signo tumultuoso de una jalea.
Transcurren los años. Al muchacho (ya el joven Canek), le da por recorrer (sin renunciar a la embriaguez) los tianguis y los barrios de indios. En esas caminatas vespertinas acaba por confirmar las barbaridades de los blancos y la afligida existencia de los esclavos viejos. Una tarde un criado se saca la camisa para mostrar las cicatrices de antiguos azotes españoles. “El amo –se lamentó– enfureció porque me descuidé de besarle la mano al señor cura”. Indias arrugadas cuyos hijos han sido flagelados hasta la muerte le confían en sollozos mortecinos, penas interminables. En los espesos interiores de chozas esmirriadas conversa con patéticos esclavos a quienes han arrancado las orejas. Una noche un jornalero de Santiago se baja inopinadamente los calzones para mostrarle dos inflexibles hierros sobre las nalgas con las iniciales del patrón. “Como me le perdí dos veces –explicó– el amo no quiso correr riesgos.”
En la exorbitante soledad de su celda del convento, el muchacho –saturado de pitarrilla, ebrio de brutales figuraciones del drama de su raza– resuelve una sofocada madrugada de verano vindicar con sangre española ese abominable cúmulo de iniquidades.
LA EXPULSION DEL CONVENTO
Proseguirán sus borracheras (entre magnas promesas de libertad y pensativos tragos de pitarrilla), el juego y el mitote. Salpica de imprecaciones el ámbito de sus juergas. Agrede con virtual ferocidad a todo hijo de perra que evidencie la más liviana propensión a los españoles. Una noche regresa al convento más borracho que de costumbre. De pronto le salen al paso los guardianes de la ciudadela. Lo rodean, lo baten con el escarnio de sus espadas y uno le grita indio borracho y le escupe la cara. Ultrajado por aquel denuesto excesivo, alega, raudo, la confiable fórmula de sus puñetazos. Lanza al suelo al soldado más maldito. Los otros pretenden acabarlo. En medio de la gresca momentánea aparecen, demudados, los frailes. Se forma al vuelo una suerte de consejo. Entre el aturdimiento de la borrachera y la calentura escarlata de la sangre que le embarra la cara, escucha el muchacho el desolado decreto de su expulsión definitiva del convento.
EL BARRIO DE LOS INDIOS
Inseguro en el reciente ámbito de su inopinada libertad, Jacinto Canek discurre, ocioso, por la ciudad. Acaba instalándose en Santiago (barrio de indios) donde cuenta con cúmulos de amigos dispuestos a ayudarlo. Es acogido con emoción. Derrocha las semanas ensayando una pluralidad de oficios hasta resolverse por el caldeado arte de la panadería (que miró practicar muchas veces en el convento). Enriquece el círculo de sus amistades y la magnitud de sus borracheras. Un día lo dejan de ver. Lo buscan en vano. En su cuarto, debajo de su hamaca, descubren el tenue cadáver de una tórtola con una espina clavada en el corazón y un gallo decapitado. Próximas a esos cuerpos a punto de corromperse yacen, desvaídas, hojas de algún tomo de la Historia de Yucatán embarradas de sangre. Más allá, la desamparada copia de un manuscrito antiguo atiborrado de funestas profecías.
LA JORNADA MAYOR
Camina a prisas, descalzo, el espacioso descampado provinciano. Sube y baja las trasquiladas laderas de la sierra. Se introduce a hurtadillas en pululantes estancias ganaderas donde escucha con sosegado enfurecimiento las dolidas razones de los vaqueros mayas postrados por el hombre blanco. Recorre las prósperas haciendas de los encomenderos y pernocta, sin ser visto de los amos, en las casas de techos de palma de los jornaleros. Aprende a oír, mientras hinca el diente a alguna meritoria pierna de venado, los razonados motivos del abatimiento de los hombres. De día excursiona por la costa donde se traba en refrescados parlamentos con gárrulos pescadores del Golfo.
Por el Caribe se amista con soleados malhechores y con blasfemos bucaneros ingleses con quienes comparte macizos odios hacia los españoles. Hermanado a agrestes delincuentes concierta jugosos pactos para el futuro: “Vosotros –manifiesta a los británicos–, nos auxiliaréis a recobrar nuestras tierras. A cambio de ese acto de justicia os prometo toda la madera que podáis aprovechar en los bosques.”
EL CONTACTO DIVINO
Deja para lo último su acercamiento a los dioses. Una noche asciende hasta los mismos adoratorios de las pirámides de Chichén Itzá donde, pasmado, se descubre ante seculares sacerdotes chilames renegridos por el tiempo y por el sol que recitan letanías en lengua maya ante las efigies de sus divinidades. Les participa su apremio por encabezar a su pueblo en la Santa Rebelión, para recuperar sus tierras y exterminar a los gavilanes blancos. Los sacerdotes lo persuaden de que el tiempo no está maduro para la ejecución de su memorable proyecto. Lo instan, en cambio, a prolongar su permanencia en esos templos aéreos.
Pasa dos años, cercado de brujos eminentes, penetrando la iracunda naturaleza de los enigmas y la terribilidad de las profecías. Asombrado al principio, acaba tomando como natural el hecho de que en sitios de la costa lluevan lagartos durante las tormentas; que, en vez de prosaicos cometas, tenebrosos ancianos silbadores desgarren los cielos ciertas noches de luna. Aprende a creer en la realidad de los prodigios y termina relegando, avergonzado, su primitivo horror de confrontar la presencia de gigantes quebrantahuesos de piernas retorcidas, de demonios agazapados en el fondo de los cántaros y de pájaros de córneas vacías que vuelan de cabeza y emponzoñan a los niños. Una mañana vió surgir del monte un ceremonial venado del color de la miel con un nido de avispas entre los cuernos. No intentó matar aquella maravilla porque sabía que al hacerlo provocaría su propia muerte. Conocerá a las brujas que desprenden sus cabezas de sus cuerpos y a las que se despojan de sus carnes.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…