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La Otra Orilla

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Letras

JORGE PACHECO ZAVALA

La otra orilla está lejana. Los pies me pesan como pesa el mundo para el que viaja sin destino. Allá no hay nada más que el humo de un cigarrillo que se desvanece lentamente. La vida no ha florecido como en los viejos poemas de Yeats construidos con las mismas palabras que se han quedado olvidadas en las ruinas de un “Inclinaos, arcángeles, en vuestra sombría morada…”

La respiración se apaga sin remedio; allá, en el ocaso, la llama débil de la esperanza fenece, hasta convertirse en una hilera de imágenes que nada significan. El dilema sigue siendo el mismo: la otra orilla no se vislumbra y, sin embargo, el trago amargo de la muerte se aproxima sin la suerte de otras vicisitudes, de otros desencuentros, de otros desengaños.

Buscan los que no se nombran, los desaparecidos, los invisibles que persiguen su propia sombra, la sombra que antes era su imagen –la de ellos y no la nuestra–, porque en los pasadizos oscuros de la existencia la noche dura lo que dura un suspiro eternizado, lo que dura un alarido que nace del dolor y de la ausencia.

En la otra orilla nos encontraremos. Luz y oscuridad juntas, risa y llanto mezclados como si fuese la brisa lanzada por una ola de un mar embravecido: tormenta que no cesa, incendio que se propaga hasta avanzada la noche.

Allá, donde comienza el día, se filtra el primer rayo de sol que finge su desgracia y apacigua los temores. Entretanto, vamos caminando. Tu voz me guía hasta fuentes de agua que no conocía y que me sanan, como sana la tierra cuando los pies descalzos del hombre la recorren hasta poseerla. La tierra es evidencia y promesa de la piel del hombre, sembrada entre espinos y cardos a la vera de miradas preñadas de prejuicios.

Llegar es como imaginar la vida que se ha vivido, pero de otra forma, del modo más antiguo, de la manera más arcaica.

Llegar es morir al deseo, al desliz de la piel y del espíritu.

Llegar es mover la montaña de mi mente, la montaña partida en dos fragmentos que me persiguen día y noche.

Llegar es consumar la soledad hasta que la conciencia sumergida en el espanto nos haga a un lado, como si un perseguidor letal nos hubiese atrapado a punto de cruzar el puente.

La otra orilla es también el puente, es también la rama que nace en el lecho del río; la otra orilla es también el afluente que moja mis pies y refresca mis pensamientos…

La otra orilla siempre ha existido frente a mis ojos, frente a mis pies, frente a mis manos. La otra orilla se disipa mientras la descubro, se diluye entre mis manos y es ahora barro, polvo de mi polvo.

La otra orilla existe en mis sueños. La otra orilla sigue siendo una difusa idea de reconstrucción al interior de mi alma.

La otra orilla y yo somos uno; al llegar la noche nos distanciamos. Nos separamos como se separa el sol de la luna.

La otra orilla ronda mi habitación; ella ignora que duermo en el bosque, a la intemperie, donde el cielo cobija mis más profundos temores.

Somos dos extraños buscando la forma de cruzar el río. Lo cruzamos y andamos mientras todo duerme, aun la certeza…

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