Narrativa
El tiempo es tan sólo un concepto, pero es también un testigo que nos observa mientras nos reinventamos tratando de ser diferentes. Es esa diferencia que imaginamos a modo de aspiración, la que nos orilla muchas veces a perdernos en nuestro propio olvido.
Era el año de 1920 en la pequeña ciudad de Ulm, Alemania, y Rafael, con tan sólo siete años de edad, se ganaba la vida en la zapatería de su abuelo, a quien, sin falta, ayudaba al salir de la escuela. Educado bajo el rigor de la doctrina protestante, pasaba su tiempo libre coleccionando escarabajos. A diferencia de los otros niños de su edad, su carácter y personalidad, casi siempre lo llevaban a la contemplación, o a actividades mucho más meticulosas en las que pasaba desde horas, hasta días enteros; principalmente cuando no debía asistir al colegio.
Su madre de origen mexicano, coincidió con su marido en que debían ponerle el nombre del abuelo materno, y que, debido a la distancia, sería prudente que al menos, el nombre fuese un recordatorio de su línea sanguínea. La llamada Gran Guerra, estalló un año después del nacimiento de Rafael en el mes de julio. Aún estaban por descubrir y experimentar los estragos del conflicto bélico europeo. Al cumplir los cinco años, los sonidos del cañón y la metralla habían enmudecido para dar lugar a un silencio mortecino. Sus padres se alegraron cuando lo vieron por primera vez, ya desde el nacimiento su sonrisa cautivaba a cualquiera. Sin embargo, en aquellos aciagos días, y bajo la República de Weimar, toda Alemania permanecía sumergida en una profunda crisis, y por esa causa, su padre tuvo que salir a ganarse la vida lejos de casa.
A partir de esa infancia rodeada de muerte y dolor, quedaría en su memoria una marca distintiva relativa al silencio, como una evidencia final del desastre
El silencio, ese gesto adusto que el destino muestra de tanto en tanto.
Aquel mes de julio de 1920, unos días antes de su cumpleaños número siete, el pequeño vería por última vez a su padre. Su madre, embarazada y llena de consternación, lo despidió con tristeza y en clara oposición a que se fuera. Su padre iba y venía en el pequeño espacio de la casa, sus pasos eran señal inequívoca de que las circunstancias y el destino estaban a punto de descarrilarse.
Y es que, en aquellos tiempos, comer una vez al día era un lujo que pocos podían tener. Y así, ante este dilema, aceptaron la determinación de quedarse en casa, mientras, el padre del pequeño Rafael peleaba por mendrugos en la lejana tierra de Meldorf, una diminuta comunidad que solicitaba obreros para excavaciones arqueológicas.
La noticia fatal llegó. La madre de Rafael se despertó aquella mañana víctima de un sobresalto. Habían transcurrido seis meses de ausencia. Apenas un par de cartas en tan largo tiempo. Apenas el recuerdo vago de sus palabras gastadas de tanto leerlas y releerlas. Apenas un suspiro. El aviso decía que su padre había muerto sepultado bajo toneladas de piedras al colapsar el sitio de la excavación. Al final, nadie se responsabilizó por su muerte. Ya ninguna explicación tenía sentido.
Su padre estaba muerto, y esa realidad era inevitable. y otra vez comenzó el silencio, uno nuevo y distinto al que llega por el hambre o la enfermedad, este era un silencio sordo y profundo.
Cuando viajaron para recuperar sus restos, solo les entregaron polvo y tierra, mismos que durante el regreso, terminaron convirtiéndose en humo. El largo viaje de más de 20 horas por poco los mata. Su madre, que ya mostraba un embarazo de casi ocho meses, tuvo que detenerse a la mitad del camino para recuperar fuerzas. De no ser por el abuelo paterno, no lo habrían logrado. El viaje casi deja al abuelo del pequeño Rafael en la miseria.
A unas horas de llegar a Ulm, en la población de Heilbronn, el abuelo negoció la venta de una pintura que su padre le había obsequiado para momentos como ese. Era preciso conseguir un buen precio para cambiar el futuro. Aquel comerciante de baratijas de arte le compró al abuelo la pintura por 75,000 marcos; suficiente para sobrevivir un mes y pagar las deudas. Pero le advirtió al viejo comprador: «Volveré, en casa tengo dos obras que te pueden hacer millonario si me las pagas bien…» El comerciante sólo extendió su mano para despedirse.
Unas semanas después nacería Viveka, de enormes ojos azules y pelo rizado como el de su madre. Los ojos y la mirada penetrante eran de su padre. Pero ahora eran cuatro, y cada vez era más difícil conseguir comida.
Los domingos iban todos a la iglesia, y siempre al final del servicio, el pastor les obsequiaba una canasta de pan y queso. Esta provisión venía del cielo, porque les permitía comer al menos por cuatro o cinco días. Esa imagen del ministro extendiendo su mano con la canasta llena de víveres, quedaría en la memoria del pequeño Rafael. No olvidaría la escena jamás. Muchos años después, sentado en un rústico banco de madera, relataría la anécdota mientras visitaba la casa de una familia en necesidad. Las canastas siempre son oportunidades para descubrir la bondad que hay en el corazón de las personas.
La primera vez que el abuelo llegó, fue una gran sorpresa. Luego de haber perdido a su amada Emma, hizo arreglos para vender la pequeña propiedad donde vivieron durante 40 años. En su rostro se notaba la soledad, y una sombría tristeza que ocultaba jugando y haciendo bromas. A Rafael le parecía que era un hombre enorme. Y en realidad lo era, medía 1.87, y a pesar de ser un poco viejo, el frío lo conservaba en buena condición física.
Esa gélida noche desempacó dos cajas, una con chocolates y otra más con galletas de mantequilla. El pequeño Rafael nunca había probado el chocolate, tampoco las galletas de mantequilla. El abuelo Dieter era un gran conversador, y esa misma noche les contó por lo menos tres historias. Su padre reía y cantaba mientras abrazaba de tiempo en tiempo al abuelo. Al final, antes de ir a dormir, ambos se miraron a los ojos, como si sostuvieran un diálogo silencioso que nada más ellos comprendían. Su felicidad duraría sólo algunos días, ya que su viaje estaba próximo.
Entre galletas y sorbos de chocolate caliente vieron pasar la medianoche, hora en que mamá Regina dijo que era momento de ir a la cama, mientras su rostro tomaba la estricta apariencia de un soldado.
Jorge Pacheco Zavala
Continuará la próxima semana…