José Juan Cervera
Quien se comunica eficazmente con los niños mantiene una conexión fluida con una energía primordial que convierte la imaginación en vehículo de diálogo, transformando el lenguaje en un bien intangible que circula, vigoroso y dúctil, por sendas y regiones que muchos adultos han vuelto intransitables. Cuando abandonan lastres y asimilan experiencias profundas, las personas que suman años de provecho en la exploración del mundo también conducen su voz sincera a un encuentro fresco; de este modo preservan la lozanía de su propia infancia, sabio reducto del alma sustraído a la rigidez y a los sentimientos postizos, sediento de alojar los valores espontáneos de la vida.
Brenda Alcocer (1947-2012) cultivó los frutos de una madurez que se expresa en una obra serena y discreta, junto con otras cualidades que hacen disfrutable su lectura. Muchas personas la recuerdan también por el regocijo y el compromiso con que se entregó a su trabajo en una biblioteca citadina que hoy lleva su nombre, haciendo de ella una comunidad activa y entusiasta.
El cosmos se regenera cuando la perspectiva habitual se despoja de los retorcimientos que traen consigo las formas codificadas de la etiqueta social; así es fácil advertir los signos con que el orden de la naturaleza despliega sus enseñanzas y sus goces, sea en los rastros luminosos que los cuerpos celestes esparcen sobre la playa, como en el cuento El vestido de la luna (que adquiere correspondencia con las astillas que relucen en el poema “Fósforo”) o en el aliento devastador de los dragones chinos que los niños de ese origen comparten en calidad de mascotas con sus pares yucatecos, en cabalgadura de vuelos nocturnos que tejen lo que el Tao Te King –milenario libro oriental– pareciera denominar a propósito “la red ígnea del Cielo”, con todas las emociones que se desencadenan al leer El Cuartel de Dragones.
Si el público infantil capta la importancia de la diversidad étnica y de la convivencia que puede desprenderse de ella, tanto como los valores que encierra el patrimonio cultural como un bien colectivo, de igual modo es cierto que las diferencias de edad se tornan insignificantes cuando los adultos encuentran ecos de su propia vida en la literatura escrita expresamente para niños. En otros escritos de Brenda Alcocer, como es el caso de sus narraciones breves y sus poemas, es posible hallar las notas agridulces de la pasión y del desamor, la alegoría, la paradoja y el humor fino, lo mismo que visos filosóficos y homenajes a la tradición literaria que encarna en el Popol Vuh, Julio Cortázar, Renato Leduc, Raúl Cáceres Carenzo y Agustín Monsreal, entre otros.
Escudriño el azul (2012), reúne una parte de su obra dispersa en publicaciones periódicas y antologías; abundan referencias a los espejos, a la fragilidad de los cristales, a ventanas etéreas que coexisten con consensos matrimoniales y recetas mordaces para hacerlos perdurables. Uno de sus textos constituye una sátira efectiva de los maridos que se prodigan en varios cauces de la exuberancia femenina, confinando en un segundo plano a su cónyuge, pero el asunto concluye con una inesperada reivindicación de la equidad de género, atinada sorpresa que pone las cosas en su lugar.
Sus poemas expanden la percepción ordinaria de un mundo cuyos matices suelen velar la rutina y las crispaciones diarias, hasta que una mirada sutil resquebraja sus apariencias: “El gallo canta para que la noche / recoja su oscura sábana / El gallo canta porque el sol / le ha devuelto sus colores / El gallo canta para que la niña / pregunte por qué canta”.
Un canto y una pregunta revelan la unidad esencial y las afinidades semánticas del universo, fuente de enigmas que nutre la vocación literaria desde tiempos inmemoriales.