Letras
Aquel invierno había sido terriblemente crudo en la gran ciudad, las temperaturas se desplomaron y los termómetros andaban prácticamente todos los días debajo del cero. La nieve también había marcado su presencia constante, la belleza de su blancura contrastaba con lo frío de su contacto.
En las calles vivía —si es que a eso se le puede llamar vida— un pequeño al que de cariño llamaban Paquito, el Paco también le decían. A sus escasos diez u once año,s Paquito ya había probado la dureza de la vida.
Eran al menos cinco o seis Navidades las que Paquito tenía en su corta memoria, siempre bajo el mismo guion. Para él eran un día como cualquiera, anhelando llevarse algo a la boca, buscando resguardarse del frío congelante, viendo a la gente desfilar por las calles cargada de regalos y suculentas viandas. No faltaba quien extendiera la mano al pequeño con alguna moneda.
Era ya 24 de diciembre y Paquito realizaba la rutina de todos los años, caminaba por la calle de los grandes almacenes, mirando sus paradores y recibiendo alguna dádiva de los peatones.
—Algún día tendré suficiente dinero para comprarme ese coche y esa será la mejor de las Navidades— se decía el pequeño, refiriéndose a un pequeño vehículo de madera de color rojo.
Los ojos se le iban tras aquel juguete, aunque aún a su corta edad sabía que esa meta no era fácil por no decir imposible. Y es que cuando hay que decidir entre usar el poco dinero en comer o comprar un juguete, la elección no es tan difícil.
Ensimismado en sus pensamientos, Paquito no reparó en que la noche ya cubría con su manto a la urbe y la nieve empezaba a caer de manera implacable. Las escasas ropas del pequeño no eran las indicadas para estar a la intemperie, por lo que debía regresar de inmediato al túnel que le servía de resguardo. El Gran Parque se interponía en el recorrido y necesitaba cruzarlo de inmediato, ya que en su interior los vientos y el frío se magnificaban.
A medio camino, Paquito no pudo más con el clima. Precisó hacer un alto. Su instinto de conservación le dictó sentarse en una banca, ponerse en posición fetal y tratar de buscar calor en su propio cuerpo. El frío inclemente se colaba por cada poro de su piel.
En ese trance, una figura se acercó a él.
Era un hombre alto con una gran gabardina y un elegante sombrero de fieltro de ala que no dejaba apreciar bien sus facciones.
—Hola, Paquito —saludó aquel extraño.
—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó extrañado el menor.
—Simplemente te he visto por las calles desde hace un tiempo y ahora coincidimos por acá. ¿Me permites sentarme junto a ti? —contestó aquel hombre, haciendo a un lado el sombrero, dejando ver unas facciones de apariencia amable y una blonda cabellera que parecía irradiar luz propia.
Aún con desconfianza, Paco le hizo un espacio en la banca: a fin de las cuentas no era de su propiedad y algo de compañía no vendría mal en la gélida noche.
—¿Y tú, cómo te llamas? —inquirió el chamaco.
El extraño le respondió que eso no importaba, que si quería, podría llamarle simplemente “amigo”.
La cercanía hizo sentir a Paquito la calidez de la gabardina. En su corta vida no había sentido sensación igual en una prenda de vestir.
—Qué suave y caliente es tu ropa, amigo, ¿puedo tocarla? —preguntó Paco.
—Desde luego, pequeño. Mejor aún, ¿por qué no te metes bajo ella? Mira, hay espacio para ambos y el frío está apretando —de manera amable, aquel hombre extendió la suave indumentaria para cubrir al casi congelado Paco.
—¡Qué calientita es! —exclamó Paquito—. Se siente suave como plumas, ojalá tuviera una para no pasar frío.
El hombre sonrió y asintió con la cabeza.
—Hoy es Nochebuena, Paquito, mañana será Navidad. Dicen que en estas fechas los deseos de las personas buenas, como tú, se cumplen. ¿Tienes algún deseo en especial para una Navidad feliz?
—¡Sí! —expresó a viva voz el chamaco—. Me gustaría ese carrito rojo que venden en las tiendas, pero sé que no puedo comprarlo.
El amigo hurgó brevemente bajo la gabardina y como por arte de magia sacó un objeto.
—¿Un auto como este? —enseñádole un juguete pintado del rojo más reluciente que cualquier paleta de colores pueda dar.
Paquito abrió los ojos tan grandes como pudo, le brillaron aún más que las estrellas que ya colgaban en el cielo.
—Tómalo, es para ti —dijo la rubia figura—.
Lo acercó a las manos del niño, que lo tomó y abrazó contra su pecho, como quien ha encontrado el más valioso de los tesoros.
—¿De verdad es para mí, no me estás engañando? —preguntó con desconfianza.
—No, Paquito, es todo tuyo. Dime, ¿hay algo más que desees?
—¡Sí! —volvió a responder a todo pulmón el niño—. También quiero comer una gran hamburguesa, no es que nunca haya comido una, pero siempre son de las que encuentro mordidas en las sobras de los restaurantes. ¡Quiero una solo para mí!
Nuevamente el hombre buscó bajo su ropa y sacó la más deliciosa hamburguesa que nadie jamás ha probado.
—Toma, es tuya. Mereces cenar algo rico esta noche, amiguito —afirmó.
Paquito devoró el alimento, saboreando cada bocado. No podía entender lo que estaba pasando, simplemente estaba disfrutando el momento, como cualquier infante.
—¡Gracias, amigo! —exclamó Paquito, al mismo tiempo que abrazaba gozoso a aquel hombre—. ¡Esta es la mejor de las Navidades!
—Qué bueno que te ha gustado. Si quieres, recuéstate y descansa, continúa abrigado bajo mi ropa. Quizá al rato aminore el frío y podrás ir a donde vives —dijo el extraño.
—¿En serio? ¡Gracias! Es que está tan calientito acá debajo. ¡Esta ha sido la mejor de mis Navidades! —exclamó Paquito.
Sonriendo, cerró los ojos y se recostó en el regazo del hombre, quien lo abrazó con gran ternura.
******
En la edición verpertina del día 25, el rotativo local consignó en sus páginas interiores un hecho más de la Gran Ciudad.
“El cuerpo de un pequeño se encontró en una banca del Gran Parque. Su fallecimiento por hipotermia se asocia a las bajas temperaturas de la noche anterior. En lugar de nieve, el niño se encontraba extrañamente cubierto de finas plumas; junto a él, se encontró un cochecito rojo de madera, y un sombrero de fieltro de ala ancha. Nadie se explica la apacible sonrisa en el rostro del infante.”
Carlos M. Vivas Robertos