Motivos de mi barrio
Carlos Duarte Moreno
(Especial para el Diario del Sureste)
Desde que don Agustín instaló su zapatería en mi barrio, el rumbo anda revuelto. Parece traído por un viento fatídico. Con melosidad de fraile ha logrado en unos cuantos días meterse en todas las casas. Cosa rara a decir verdad, en mi barrio no corría un solo chisme. Cada quien se dedicaba a sus cosas y a vivir en su casa, ignorando a veces quién habitaba en el predio de enfrente. Pero desde que don Agustín llegó, con su lengua más horadante que la lezna que maneja, el espectáculo ha cambiado. Es cierto que, al fin de cuentas, los que se tienen la culpa son los vecinos por haberse dejado intrigar, pero eso no quiere decir que el zapatero no merezca que le rompan las quijadas, cosa que, estoy seguro plenamente, sucederá algún día.
La hija del boticario, al casarse, ya iba a ser madre. El más pequeño de los “hijos” del músico que vive precisamente en la casa al lado de la mía, es hijo del dueño de la tienda de la esquina. El panadero que pasa por nuestra calle sostiene amoríos disimulados con la viuda de la cuadra; la modista que está día y noche ¡la infeliz! sobre la máquina, viviendo en una lucha constante de trabajo y resignación, tiene que ver con un policía que vive dos calles más atrás. Todo esto lo dice don Agustín en cada casa, callando o diciendo, naturalmente, según el caso, lo que le conviene. Gracias a su lengua, un matrimonio se ha disuelto porque el zapatero aseguró que a la mujer la había visto, “con sus propios ojos”, en un lugar que no es para ser descrito. Tiene su táctica untada de aceite solícito, cuidado y cooperador. Va por ejemplo a casa de la modista y le dice que no se lleve con la viuda porque es una mujer desacreditada de quien ya se sabe que sostiene relaciones con el panadero. Le busca conversación a la viuda y le hace ver que, como él la aprecia mucho, se permite aconsejarle que no cultive amistad con la modista porque es una hipócrita y mala mujer que sostiene idilios con el policía que es casado. A la hija del boticario le habla mal de la mujer del músico y a la mujer del músico le habla mal de la hija del boticario. Así se las arregla y así ha logrado destilar su ponzoña. Con su cara alargada de melocotón y su andar de flamenco aburrido, más tiempo pasa fuera de la zapatería que dentro de ella. Y las veces que está en su establecimiento, en cuanto ve pasar a alguien, mucho más si se trata de una mujer que no es conocida por el rumbo, saca la cabeza y mira con malicia y gula de ratón que ha descubierto un pedazo de queso.
-¿Usted la conoce?
-¡No, señor!
-¡Um! ¡Ese paso que lleva no me da buena espina!
Así entabla diálogo con el primero que puede. Y su mala intención se desprende sutilmente, alcanzando a todos los que enjuicia. Uno de los vecinos, hablando el otro día conmigo acerca del asunto, me decía que el zapatero no es hombre malo que porque lo que hace no lo medita, sino que es algo natural y espontáneo en él. Puede ser que el hombre tenga razón, pero no me convence.
Don Agustín es un terremoto en forma de chisme. Sin embargo, a la hora de aclarar, niega: él es -dice- un hombre que no se mete en asuntos ajenos y que vive dedicado a su trabajo. Pero ya sabemos cómo trabaja: zapatero al fin, no hace más que sacarle tiras al pellejo de todo el mundo. Enemigo recalcitrante del gobierno, lo desprestigia cada vez que puede, y con gran sigilo habla de “la próxima revolución”, repartiendo alguna proclama apócrifa hecha a máquina, y diciéndose sabedor del curso de todos nuestros asuntos.
-Oiga usted, don Agustín, yo sé que usted dijo de mi casa…
-¡Pero por favor! ¡Hágame la gracia de no meterme en cuentos! ¡Cómo va usted a creer que yo diga eso! ¡Caramba, entonces para qué me sirven mis creencias!
Y como nada se abre la camisa para que aparezca una imagen que lleva al cuello. ¡Pillo bien redomado que es este don Agustín! ¡Parece que diariamente se afila la lengua y la carga con veneno!
-Usted no debe dejar que su hija se lleve con la muchacha de la panadería porque se habla muy mal de ella.
Así aconseja a la esposa de un dulcero, demostrando que es celoso cuidador de la honra de la niña de la casa. Y ya se comprenderá que cuando va a la panadería dice horrores de la hija del dulcero y aconseja lo mismo. Siempre está espiando y siempre dice que lo que ve lo ve por casualidad. ¡Ya hasta los chiquillos que eran buenos camaradas están enemistados gracias a la lengua, nunca como en este caso viperina, de don Agustín, sin que hubiesen faltado antes, en la calle, unas cuantas refriegas infantiles con su saldo chusco de algunos pantalones rotos o un rostro amoratado!
Hay bocas que son cuevas, en que se resguarda y vive la peor de las serpientes: la lengua. Contra ella no hay más que dos recursos: ¡arrancarla! o, poseedores del antídoto inapreciable de la serenidad y de la dureza noble de ser íntegros, dejar que nos pique.
¡Allá cada quién…!
Mérida, 4 de febrero de 1935.
Diario del Sureste. Mérida, 17 de febrero de 1935, p. 3.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]