Roberto no estaba seguro de dónde salían. Al principio especuló que era debido a la lluvia, el calor o algo similar, no porque él supiera mucho sobre el tema. El hecho es que pensó que era algo temporal. Pero había pasado ya una semana y nada había cambiado.
Las pequeñas intrusas de ocho patas salían a su encuentro sin importar en qué lugar de la casa estuviera. No era que les tuviera miedo, simplemente no le sorprendía su número, saliendo de todos los escondrijos de la casa: bajo el tapete, entre las bisagras de las puertas, en los estantes, bajo los platos de la cocina, etcétera.
El número era tan considerable que decidió llamar a un exterminador, tras haber rociado su casa con insecticida por tres días seguidos, lo que evidentemente no había funcionado.
No poder ubicar de dónde surgían lo tenía molesto; además estaba completamente seguro de la razón por la que había tantas. Su abuelo paterno había sido un entomólogo bastante conocido, especializado en la investigación de insectos de climas tropicales. Había pasado toda su vida juntando una colección de bichos en su casa que prácticamente cubría todo el hogar: los hábitats de cristal ocupaban las mesas y estantes; los exhibidores, llenos de insectos muertos atravesados con agujas, colgados de las paredes.
Nunca supo las razones por las que sus padres dejaron de llevarlo a ver a sus abuelos, pero intuía que se trataba de alguna antigua disputa familiar nunca resuelta. Las pocas veces que sus abuelos eran traído a la conversación eran descrito con calificativos como “excéntricos”, “retraídos” y “ermitaños”. Vagamente recordaba que incluso se había usado la palabra “lunáticos”.
Siempre había atribuido el repudio a la actitud conservadora de la familia que tachaba de fenómeno a cualquiera que mostrara alguna clase de actitud introvertida, algo que eventualmente hizo que él dejara su casa al cumplir la mayoría de edad. Claro que conseguir un techo era más fácil decirlo que hacerlo; eventualmente se vio escaso de opciones. Entonces su abuela falleció, dejándole las escrituras de la casa de ella y su abuelo.
Roberto encontró un poco extraño que a él le dieran los títulos de propiedad en vez de su padre, pero supuso que tenía que ver con ese antiguo rencor familiar, aunque no explicaba el privilegio de volverse dueño de la casa. Ya no importaba ahora: finalmente tenía un lugar para él solo.
Cuando llegó, la casa había sido vaciada de muebles y artefactos de valor, incluidas las colecciones de su abuelo. Nunca supo qué fue de ellos, pero tampoco le importaba mucho. Sin embargo, sí sentía cierta incomodidad al saber que todo el trabajo de la vida de su abuelo fuera tirado sin más.
¿Qué pensaría él al respecto si continuara aquí? Cuando Roberto decía “aquí” se refería, por supuesto, a la casa y no “aquí” con los vivos. Su abuelo desapareció unos meses antes de que falleciera su abuela; nunca se supo de su paradero. Ninguna llamada, carta de despedida, nada en absoluto. No hubo mucha esperanza de encontrarlo vivo, tomando en cuenta su edad, mucho menos en esta ciudad tan peligrosa; sus padres tampoco hicieron mucho por localizarlo.
Un año después, aquí estaba.
La casa no le había dado sorpresas desagradables hasta ahora que se dio esta invasión de arañas. Era obvio que aún quedaban algunos insectos que las atraían, incluso podían ser crías de algún espécimen que se había quedado atrás cuando empezaron a tirar las cosas del abuelo. No era como si aparecieran en el mismo lugar. De hecho, parecía que estaban en todas partes, pero hasta ahora Roberto no había sido capaz de encontrar un nido o telaraña donde pudieran surgir.
No quería pagar a un exterminador, pero ya se había cansado de buscar por toda la casa. Solo quedaba el sótano, donde su abuelo solía guardar los especímenes que necesitaban de un ambiente oscuro y húmedo. Tenía que ser allí de donde las pequeñas bastardas salían.
Encendió la luz del sótano y, linterna en mano, bajó las escaleras. Buscó por al menos un par de horas; encontré algunas arañas más, y telarañas hacía mucho tiempo abandonadas por sus dueñas.
Mientras veía a una de las arañas andar por la pared, algo llamó su atención. Era imposible verlo a la luz de la bombilla, pero con su linterna, en la esquina más alejada del sótano, detectó el evidente rastro que solo una puerta deja en el suelo cuando es abierta muchas veces.
Al acercarse, observó que, aunque el muro era de piedra, cerca del punto donde se conectaba a la otra pared había una hendidura casi imperceptible, apenas espacio suficiente para que alguien metiera sus dedos. Robert empezó a palparla, pese al miedo de que terminara tocando una araña en el proceso.
Click.
Roberto, sorprendido, se alejó después de apretar una especie de interruptor. El muro se abrió como una puerta. Se quedó ahí un momento, hasta decidir entrar al lugar.
El cuarto era un tan grande como el sótano. Lo iluminaba una tenue luz que debía servir como parte del hábitat artificial. Tanto la pared de la puerta como la del lado izquierdo y derecho estabas llenos de estantes con hábitats en los que sus dueños de varias patas se arrastraban o se quedaban quietos. En el muro más alejado se encontraba un hábitat de gran tamaño que prácticamente cubría toda la pared. Este último parecía estar cubierto por una sabana roída, solo dejando un lado expuesto; presentaba una hendidura de gran tamaño en la esquina superior izquierda.
En el centro del cuarto había mesas, todas ellas llenas también con hábitats, a excepción de una que parecía estar llena de varios instrumentos de química y varios libros. Decidió revisar algunos, tratando de ignorar algunas de las pequeñas arañas que se encontraban encima de algunos de los tomos, mirándolo con sus muchos ojos.
No obtuvo información al revisar los libros de ciencia y botánica de insectos, ni de unos libros antiguos que tenían letras extrañas escritas en sus portadas. Lo único que legible era una serie de anotaciones en un cuaderno que parecía estar lleno de garabatos, a excepción de una página. Bajo la mirada de las arañas, comenzó a leer.
Febrero 23
Estoy cerca, pero tengo problemas para completar la última parte. De todos los especímenes, solo las de la familia Sparassidae pueden soportar el procedimiento sin comprometer su cuerpo. No me sorprende. Estas son las únicas capaces de asimilar organismos biológicos y tejido vivo.
Aún hay una última prueba que debo hacer, pero no me atrevo a usar a alguien más. No por considerarlo moralmente inaceptable –ya hace mucho que ese barco partió– sino porque no deseo poner en riesgo mi investigación compartiéndola con alguien más. Lamentablemente, las muestras en animales no me dicen nada; no hay manera de diferenciar las muestras originales de las nuevas.
No ayuda que el último pasaje sea bastante vago con respecto al Sello Final y la Cuarta Lengua. La Fase de Transición parece ser lo único que falta, pero no tengo idea de lo que pueda ocurrir en un cuerpo humano.
No tengo otra opción.
Roberto estaba confundido por lo que acababa de leer. Era obvio que, sin el contexto de las páginas tachadas, era difícil de entender. No tenía ninguna idea de lo que había escrito su abuelo y apenas tenía algo que ver con entomología.
Todo esto, extraño y tan ajeno a lo que conocía de su abuelo, le causaba una sensación agobiante, como descubrir los videos porno escondidos de un familiar; uno no podía creer que debajo del rostro que uno veía todos los días se encontrara alguien con esos gustos. Roberto no podía creer que su abuelo tuviera algún secreto con su familia.
¿Era esta la razón? ¿La verdadera razón por la que él era tan retraído? ¿Por qué no quería que nadie supiera lo que hacía aquí?
Sus pensamientos fueron interrumpidos cuando escuchó un ruido enfrente de él. En el hábitat identificó lo que parecía ser una tarántula de gran tamaño encima de un tronco.
Mientras se acercaba para verla mejor, de repente se dio cuenta de que existía la posibilidad de que algunas de estas arañas fueran de regiones tropicales tan distantes como la Amazona, África y Australia. Eso significaba que algunas definitivamente eran venenosas. Después de todo, la idea del exterminador ya no era tan mala.
Observó detenidamente a la tarántula. Parecía estar comiendo algo, una especie de… ¿fruta? Era de un color muy intenso. Y se movía. Roberto se dio cuenta de que era un pedazo de carne, que por alguna razón palpitaba debajo de las mandíbulas de la tarántula.
Asqueado, pese a no saber aún lo que estaba comiendo, miró hacia otro hábitat. Estaba lleno de telarañas y no parecía estar ocupado por ninguna araña en particular. Llamó su atención el brillo rojo de estas telarañas. Tardó en comprender que gotas de sangre decoraban los hilos de araña.
Miro hacia otro hábitat y rápidamente sus ojos identificaron restos de huesos en su interior. Miró con espanto que de pequeños orificios surgían cientos de pequeñas arañas. Los huesos presentaban una disposición extraña, como si los hubieran configurado en forma de pequeños nidos o panales de donde surgían y entraban las pequeñas arañas.
Al intentar alejarse, chocó con una mesa a sus espaldas. Volteó para mirar al hábitat encima. Las arañas aquí tenían una forma normal; le llamó la atención las telarañas de color rojo que habían tejido. No podía probarlo, pero tenía la impresión de que esas eran en realidad venas con forma de telaraña.
El estómago de Roberto se revolvió. Ya no le importaba qué pasara con este lugar, solo quería salir de ahí lo antes posible…
-“Roberto…”
En la luz opaca del lugar, se quedó quieto. Habría salido corriendo en ese mismo instante de no ser porque reconocía esa voz. Era su abuelo.
-“Roberto”
Ahí estaba de nuevo. Venía del hábitat más grande, roto y cubierto por la sábana. Roberto se acercó, sin notar que todas las arañas se habían quedado quietas mientras se acercaba a la voz.
La voz provenía de un hueco en el tronco de un árbol pequeño dentro del hábitat, justo donde estaba roto el cristal. Había algo adentro. Era difícil apreciar los detalles con la luz tan tenue del hábitat, así que encendió su linterna para verlo mejor.
Era un gran saco de huevecillos de araña, aún llenos, rodeados de telarañas, de un color azulado y cuyos ocupantes parecían cerca de salir al mundo exterior.
Tomando en cuenta todo lo que ya había visto, se sorprendió al identificar que esto aún le causara tanta repugnancia. Sus nervios no estaban del todo bien. Intentando calmarse, movió el haz de luz de la linterna. La voz tal vez provenía del fondo de la caja, detrás del saco.
Entonces el saco de huevecillos giró lentamente… revelando el rostro de su abuelo del otro lado.
Roberto abrió la boca, pero ningún sonido salió, el grito estaba atorado en su garganta.
El rostro demacrado de su abuelo le sonreía, con la piel llena de surcos y profundas arrugas marcadas en su piel gris. Las cuencas de sus ojos estaban vacías y sin vida. El saco de huevecillos fungía como su cerebro y se movía en fluctuaciones extrañas. Su abuelo abrió la boca como para decir algo; en vez de eso, una araña emergió.
Estupefacto, distinguió que el abdomen inferior de la araña era un ojo humano, el de su abuelo.
Y miraba en su dirección.
No supo en qué momento las arañas del lugar se le subieron. Horrorizado, desesperadamente intentó quitárselas, logrando en su desesperación derribar la sábana que tapaba el hábitat. Al estar ocupado con las arañas, nunca vio el cuerpo decapitado de su abuelo, envuelto en un capullo dentro del hábitat.
Mientras forcejeaba, Roberto descubrió que estaba siendo envuelto en tela de araña, sus pies ya habían sido cubiertos por completo. Era imposible que pudieran hacerlo tan rápido, pensó mientras caía al suelo, la parte inferior de su torso ya envuelto.
Trató de arrancarse los hilos, y entonces sus yemas de sus dedos y palmas resultaron cortadas por estas. Decían que el hilo de una araña era tan fuerte como el acero, pero esto era ridículo. Mientras rodeaban su cuerpo, sentía como si lo estuvieran amarrando con cuerdas de guitarra o cables eléctricos de cobre.
Trató de alzar las manos para evitar que las envolvieran, pero ya era tarde: quedaron pegadas a su pecho. Trató de gritar mientras sus ojos eran envueltos, pero no había manera de que alguien lo escuchara desde el sótano.
Roberto sintió que dos hilos más gruesos sujetaban ahora su quijada, separándola para mantener su boca abierta. En el mismo instante sintió el peso de una gran araña sobre su pecho. Debía ser enorme, ya que le hacía difícil respirar. Lo último que escuchó antes de que la araña entrara por su boca fue la voz de su abuelo dirigiéndose a él.
-“Gracias…”
***
El incendio ocurrió al parecer por una falla eléctrica. No hubo mucho que se pudiera salvar, pero lo importante era que su hijo estuviera a salvo.
Después de la muerte de su madre y la desaparición de su padre, la mamá de Roberto aún no aceptaba la partida de su único hijo. No ayudaba que estuviera ahora viviendo en ese horrible lugar, el último sitio donde deseaba que su primogénito estuviera, pero era obvio que su madre aún le guardaba rencores. La había herido donde más le dolía al separarla de su propio hijo.
Cuando la noticia del incendio se supo, estuvo a punto de caer muerta de la impresión. Gracias a Dios, Roberto se había salvado. Se aseguraría de que estuviera bien, que nada más le pasara. Ya no lo juzgaría por sus extraños hábitos. De hecho, daría lo que fuera por que volviera con ellos.
Desde el incidente, Roberto se volvió más retraído, pero su madre supuso que era normal que alguien se pusiera así después de un accidente como ese.
Eventualmente perdió su antigua personalidad huraña y reservada, ahora hasta parecía más motivado. Fue sorprendente lo rápido que se graduó; las muchas becas que recibió le ayudaron a finalizar su carrera muy rápido. Pronto obtuvo su doctorado y, cuando obtuvo recursos para sus propios proyectos, era obvio que se había convertido en un hombre por completo diferente al de hacía años.
HUGO PAT