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La Habana de ayer

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Letras

Rosario Sansores

(Especial para el Diario del Sureste)

La Habana de hoy es una ciudad distinta a la que contemplaron mis ojos durante muchos años… Ciudad risueña que olía a yodo, donde sonaba continuamente el rumor voluptuoso del mar lamiendo la costa. Ciudad rica de color, que en la hora caliginosa de la siesta se llenaba de pintorescos pregones callejeros, mientras los moscardones zumbaban monorítmicamente, borrachos de sol, y las palmeras recortaban sus finas siluetas rematadas por un ancho abanico que parecía recoger toda la brisa entre sus hojas…

Cruzaban las carretas llenas de tierra roja de Artemisa, que semejaban enormes manchas de sangre:

–¡Tierra coloráá, buena pá siembra…!

Más tarde, pasaban las carretas de mangos, decoradas con ramas de flamboyán y hojas de palma. A pie, marchaba un negrito que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:

­–¡Mango, mangué, a como quiera los mangos…!

La chiquillería se precipitaba a la carreta y los mangos dulces aparecían entre la hojarasca verde, mostrando su pulpa dorada y jugosa…

La Habana, con su viejo Campo de Marte lleno de frescura y de sombra, donde las hojas desprendidas formaban alfombras mullidas que invitaban a dormir, con sus bancos de hierro desteñidos donde los desocupados iban a recostarse indolentes para hablar mal del gobierno… Campo de Marte, que en las tardes se llenaba de risas infantiles y de cuchicheos de niñeras que dialogaban con los novios mientras los chiquitines vestidos de hilo blanco o rosa corrían bulliciosos haciendo girar el aro o la pelota de hule…

Pasaba un dulcero con su tablero de cristal limpiecito, exhibiendo su tentadora mercancía:

–¡Boniatillo, Mata-Hambre, alegría de cocooo…!

Y las manecitas infantiles clamaban por el dulce, en tanto que los dientes del dulcero negro competían en blancura con la carne de coco y su risa resonaba en mitad del crepúsculo como una campanita de metal…

En esta Habana, vivimos… ¿cuántos años? Todos los mejores de nuestra vida, porque eran los años de nuestra juventud magnífica y esplendorosa. Años en que los sueños arrullaban nuestras noches como canción de cuna. Años en que el optimismo, como una fuerza poderosa, nos impelía a esperarlo todo del porvenir y no ambicionábamos otra cosa que hacer realidad nuestros sueños…

Un día, La Habana vieja fue transformada. El viejo Campo de Marte empezó a ser demolido para construirse en su lugar modernas avenidas. Se plantó una ceiba inmensa, a la que cercaron con una reja de hierro, como símbolo de la fraternidad universal –utopía que nunca podrá ser efectiva­–. Se barrió la hojarasca, se arrancaron los árboles centenarios y fueron plantados laureles copudos y palmeras esbeltas. Las niñeras desaparecieron del parque, buscando sitio más propicio para el amor y se fueron a los parquecitos lejanos… Se alzó el Capitolio, fastuoso como un remedo del que existe en Washington…

Hasta el legendario Paseo del Prado sufrió su transformación radical. Le pusieron piso de granito rojo y blanco de mármol para que los transeúntes pudieran sentarse cómodamente bajo la sombra espesa de los altos laureles traídos por el dinamismo de aquel Carlos Miguel que no retrocedía nunca cuando se trataba de algún proyecto fantástico…

Recordamos todavía la tarde en que terminaron de instalarse los leones sobre sus altos pedestales. La chiquillería acudió en masa y comenzó a palpar sus lomos para convencerse de que eran de bronce. Los diarios de la oposición hicieron chiste a costa del Dinámico y los leones se quedaron por fin quietos, mirándolo todo con majestuosa indiferencia.

Abandonamos La Habana en los comienzos del año 32, cuando empezaban los disturbios políticos. El descontento empezaba a cundir. La alegría de sus habitantes se iba convirtiendo en tristeza. Nadie reía. Los teatros aparecían desiertos. Ceños adustos y miradas recelosas nos sorprendían en la calle… Las mujeres lanzaron su grito de alerta y el odio levantó su muralla inaccesible entre los hermanos…

Más tarde, los diarios nos informaron de la tragedia que, desde entonces, ha cubierto de duelo el suelo de la patria de Martí…

Una amiga que llegó de Europa hace días y se detuvo en La Habana unas horas, nos contó:

–¡Es una ciudad desolada…!

Sentimos tristeza, una tristeza que iba filtrándose lentamente hasta los más secretos escondrijos del corazón. Y evocamos por un momento los abanicos verdes de las palmeras, que parecían recoger toda la brisa entre sus hojas y el rumor cadencioso del mar lamiendo los acantilados, el malecón con sus palacios blancos y sus balcones abiertos, que en la noche luce su collar de focos eléctricos, como un rico collar de diamantes… las velas albas de los yates que en las mañanas rompían la línea azul del horizonte…

Y la emoción enturbió nuestras pupilas ante el contraste de La Habana de hace veinte años y esta Habana trágica de hoy…

 

1935.

 

Diario del Sureste. Mérida, 10 de marzo de 1935, pp. 3, 8.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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