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La express de Progreso

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Caminando por las calles

Carlos Duarte Moreno

(Especial para el Diario del Sureste)

Ignoro cómo se llama. Jamás he cruzado una palabra con ella. Joven, ágil, alta, vivaz, con su rostro casi añiñado en el que la coquetería sana del arreglo por agradar se manifiesta, recorre las calles. Va siempre de prisa. Revisa la libreta de sus apuntes, orientándose, buscando una dirección, tratando de averiguar de alguna persona. Con brava penetración de la lucha por la existencia, carga bultos y soporta pesos de objetos que necesitan la fortaleza de un hombre. Allá va, voluntariosa, perseverante, digna, escribiendo con su vivir páginas serenas de grandeza salvadora que se traga indolente la indiferencia de la ciudad.

¿Quién no la conoce? Tiene el inapreciable derecho de mirar frente a frente a la vida, a la desgracia, a las sombras de los abismos sociales que se han tragado a tantas conciencias débiles. Una voz de virtud lidiadora la sostiene y la empuja en esta gesta que marca una trayectoria emulativa. ¡Qué dulce debe sentir esta mujer ejemplar el pan que come! ¡Con qué infinita paz debe descansar de sus fatigas, de sus cansancios, de sus tareas!

Mujer triste que contemplas en torno tuyo un baile de peligros por tu abandono, por tu pobreza, por tu juventud que atrae a los hombres y los hace pensar como en presa futura, asómate, sedienta de fe y necesitada de ejemplo, al plano de la lucha de todos los días, y contempla a esta otra mujer que pasa con la frente alta de su existencia provechosa y batalladora… Mira cómo camina, diligente, en busca del encargo; cómo inquiere aquí, pregunta allá, explica en el otro lado y sigue ufana y satisfecha con su valija al hombro, ascendiendo siempre valerosa y prudente la cima de la dignidad humana.

¡Si tantas mujeres a quienes la espiral violenta de un instante terrible elevó hasta la locura para luego estrellarlas en el fondo sin alma de la situación más triste hubiesen escuchado que, en su espíritu, por encima de las turbulencias del momento una alondra cantaba el canto redentor de la esperanza…! ¡Si las que cayeron inmisericordemente en las charcas del vicio, en el instante en que, rasgados los siete velos protectores del vivir, contemplaron los rostros ogros de los siete pecados capitales hubiesen dicho ¡¡no!!, un ¡¡no!! enérgico, decidido, hondo, seguras de que las puertas de la salvación están abiertas consoladoramente en todos los caminos…! ¡Qué de angustias, de vergüenzas, de lacerías, ahorradas en el libro terrible, amargo y, por desgracia, continuado, de las tragedias humanas…!

Por eso, al ver a esta mujer joven, bonita, con la canela de su piel mantenida por el sol, luchando en una situación, en una condición de trabajo impropia para su sexo, experimento satisfacción infinita, cándida, si cabe, que se extiende como un río que canta y refresca sobre las tierras hace tiempo desconsoladas de mi corazón. Si es cierto que toda mujer es una crisálida de madre, como todos los hombres venimos de mujer, esta mujer que se encara al destino y lo doma tiene que pasar ante mis ojos, sahumada con un reflejo que mi admiración extrae del amor que es penacho de reflejos de astros en el alma de los hombres. Y como los hombres también somos esencia de generaciones, el cariño, el inmenso cariño de una hija hipotética que ha tenido valor para vencer en la lid diaria por el pan sin mancha, sigue a esta heroína sin ruido que los transeúntes vulgares, al ver pasar, confunden con una mujer cualquiera…

Si nada se pierde, ni lo bueno ni lo malo, en la sombra del mundo; si nada debe perderse porque un día u otro es necesario que salga a flote, por mil causas y necesidades, esta gallardía femenina que hoy comento y exalto; esta lección de esfuerzo que nadie se detiene a mirar, a aplaudir con el grito de los ojos admirativos, no es posible que se pierda. En el silencio de la vida, en el transcurrir de la existencia, otra alma habrá, otra mujer ha de existir que contemple y sienta que, ante este ejemplo, despiertan en ella recónditas decisiones, desconocidas energías que la alientan, que la esperanzan, que la salvan… Y tal vez, mientras la desgracia del alma débil –orfandad de moral familiar, orfandad de colegio y orfandad de cariño– derrumban en el antro juventudes que pudieron salvarse de la sombra, las páginas serenas que hoy escribe, probablemente ignorándolo, esta mujer que disputa gallardamente a los hombres y a la vida los lauros de la lucha cruenta de todos los días, sirvan para formar una cadena gloriosa de redenciones.

Mérida, Yucatán.

Diario del Sureste. Mérida, 13 de junio de 1935, p. 3.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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