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La Esmeralda – Parte 4 y finaliza

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Letras – Desde Nicaragua

(Micronovela)

Parte 4

(Finaliza)

Marvin Calero

***

Al canto de los gallos, Alfonsino se puso en pie; la Evangelina estaba en la cocina, moliendo maíz en piedra y tenía el fuego atizado. La cocina olía a café recién hecho y el comal estaba al fuego. Palmeó una tortilla y la echó al comal. Desde la puerta de la cocina, Alfonsino observaba a la Evangelina en sus quehaceres. Le dio vuelta a la tortilla la apretó con las yemas de los dedos contra el comal y al instante se empolló.

—¡Buenos días, Evangelina!

—¡Ay, Dios! —exclamó, la Evangelina—. Me asustaste.

Alfonsino sonrió ante la cara de sorpresa de la Evangelina.

—¡Qué rico que huele aquí! —dijo Alfonsino, mientras le arrancaba un pedazo a la tortilla recién salida del comal.

La Evangelina agarró un plato, le echó frijoles cocidos, arrancó un pedazo de cuajada seca del tapesco que guindaba de la solera sobre el fuego, y tomó el resto de la tortilla. Le sirvió a la mesa, que estaba muy limpia, un poco húmeda en señal que recién la había lavado con hojaschigüe.

Alfonsino sacó cebollas y chile del chilero que la Evangelina había preparado con vinagre casero de guineos maduros.

—¡Que rico te quedó este chilero! —exclamó Alfonsino, con la intensión de agradar a su mujer.

La Evangelina sonrió.

—¡Sí, verdad, lo puse a asolear todo el día de ayer! Y el chile es del palito de chiles cabros que está cerca del escusado —dijo la Evangelina, mientras soplaba el café para que no se fuera chingastes en el pocillo de aluminio.

El alba asomaba débil en medio de la neblina y los cucaracheros se escuchaban cerca de la casa. Alfonsino desayunó muy contento.

—Evangelina, me aliñás suficiente comida para el almuerzo que hoy vendré noche. Voy a ir al trabajo después que salga de La Esmeralda.

—¡Seguís con lo mismo, Alfonsino! ¡Ahí te va a llevar el diablo!

Alfonsino se santiguó.

—No digás eso, Evangelina. Tengo un buen presentimiento, creo que ya vamos a salir de pobres.

—¡Sos ocurrente, Alfonsino, pero bueno! «El que muere por su gusto que lo entierren parado».

Justo cuando ya iba saliendo de la casa, se escucharon las risas de sus niñas: Maritza, Cenelia, Carmen, Ilda y Rosibel

—¡Santitio, papito!

—¡Buenos días!

—¿Cómo amaneció, mamita?

Casi al mismo tiempo las niñas saludaron a sus padres. Alfonsino les agarró de las manitas juntadas en posición de buda y les dijo:

—Buenos días, mis niñas. ¡Dios me las bendiga!

Las niñas sonrieron y Alfonsino aprovechó para anunciarles que mañana molerían caña en el trapiche para sacar guarapo y preparar dulces. Las niñas estaban muy contentas por la noticia. Alfonsino había aprendido esta técnica desde niño en casa de sus padres en Matiguás.

El sol picaba, en señal que por la tarde habría lluvia; aun así, el frío entraba por los huesos. Era uno de esos días helado en la Libertad.

En el camino, Alfonsino se encontró con don Rolando Mena, quien venía montado en su caballo con dos pichingas de leche.

—¡Buenos días, Alfonsino!

—¡Buenos días, don Rolando Mena!

—¿Cómo me le va al amigo? ¿Ya encontró lo que buscaba?

—Qué va, don Rolando. Figúrese que no he podido pegar el hilo. Pero ahí voy que quiero.

—¡Bueno, puej, ahí nos vemos otro día!

—¡Que le vaya bien al amigo!

Alfonsino prosiguió su camino, apuró un poco el paso. Cortó algunas guayabas y algunas naranjas para chupar cuando estuviera ya a la caída del sol en su trabajo.

Alfonsino recordó que, cuando recién había venido a La Libertad, había entre muchos franceses, italianos y alemanes.  Todos ellos vinieron para la fiebre del oro que tocó la zona de La Libertad y Santo Domingo. Muchas familias como los Kauffman y Halleslevens ya tenían hijos nacidos en La Libertad. Para la Segunda Guerra Mundial, el general Somoza, aliado de Estados Unidos, declaró la guerra a Alemania. Como consecuencia, en Nicaragua muchos alemanes simpatizantes con Hitler volvieron a Alemania para enlistarse en el ejército; otros no compartían la doctrina nazi y decidieron cobijarse en la nacionalidad nicaragüense por ser casados con mujeres nacionales. Fue de esta manera que algunos italianos y alemanes se quedaron en La Libertad, algunos se fueron y otros muchos vinieron a refugiarse en la paz que ofrecía este municipio.

Alfonsino llegó al trabajo que tenía míster Clayton en la mina Los Angeles. Bajó como de costumbre, inspeccionó el enchiquerado y, junto a los demás trabajadores, cambió algunas piezas que estaban pudriéndose a consecuencias de las constantes lluvias.

Al finalizar sus labores, Alfonsino salió rumbo a su trabajo. Ya la tarde entraba en brumas y era difícil mirar a más de dos varas con el candil de carburo.

Llegó al sitio con mucho cuidado, puesto que en los últimos meses había cavado varios orificios en la tierra en busca del hilo de oro, detrás de la luz verde que le llevaría justo al sitio tan esperado.

En medio de la oscuridad, la niebla y el frío ardían en la piel. Alfonsino siguió excavando sobre el décimo quinto hueco, salió y tomó un poco de agua de una jícara que llevaba en una alforja; sacó las naranjas y las guayabas y las comió sentado en una piedra.

Escuchó un ruido que venía de un matorral. Se quedó en silencio, sin emitir sonido, incluso dejó de masticar las guayabas. Quiso alumbrar con el candil de carburo, pero la luz era demasiado débil para la neblina. Tomó una rama y la partió en forma de garrote. Se acercó al matorral, silbó en señal que no tenía miedo, aunque por dentro el miedo le recorría el cuerpo en escalofríos.

Al acercarse, salió corriendo algo entre sus piernas, saltó de golpe y se armó en señal de ataque con el trozo de madera. En la oscuridad lanzó sendos garrotazos, propinando la mayor cantidad de golpes de aquella lluvia de palos que le dio al misterioso animal. Finalmente, cuando dejó de moverse, se fijó con sumo cuidado que el animal misterioso se trataba de un zorro cola pelada, de esos que llegan a los patios a comer gallinas. Alfonsino, ante el asombro, se rio a carcajadas para sí.

—Ve —dijo para sí—, si era un pobre zorro cola pelada, dicen que hasta se comen; bueno, pero yo no me lo voy a comer.

Lo tomó por la cola y lo tiró lo más largo posible para que no se hediera cerca a sus trabajos, luego volvió al hoyo más reciente donde fue la última vez que miró la luz verde desaparecer.

Continuó cavando. Aproximadamente eran las doce de la noche y una brisa suave se vino de repente. El frío se fue haciendo cada vez más intenso, pero la obsesión que había hecho en su interior era más fuerte que su razonamiento de volver a su casa, cenar, tomar café y dormir bien cobijado con la Evangelina.

Entre el sonido del viento al estrellarse en las ramas de los árboles cercanos, Alfonsino creyó escuchar la voz de la Evangelina diciendo:

—¡Alfonsino!

—¡Alfonsino!

Alfonsino salió del túnel alegre, creyendo que la Evangelina le traía cena y café caliente. Al asomarse, no miró a nadie. Volvió al túnel un poco confundido, pues juraba que había escuchado su nombre.

Minutos después, Alfonsino, un poco con sueño y cansado, sumado a esto el frío y la brisa, que no paraba desde hacía dos horas, escuchó nuevamente:

—¡Alfonsino!

—¡Alfonsino! ¡Aquí estoy!

Alfonsino no hizo caso de las palabras que se combinaban con el viento silbando en las ramas de los árboles de Cortez. Volvió a escuchar su nombre nuevamente. Entre molesto y asustado, salió del túnel pensando que la Evangelina le jugaba una broma pesada. Salió y quiso ver, pero la niebla, aún más densa, no se lo permitía.

—A ver, ¿quién anda ahí? —dijo con voz trémula.

—¡Muéstrese, el que sea! —volvió a repetir en la soledad de aquellas cercanías a la posa de William. El río Mico se escuchaba con tumbos, las ranas y sapos croaban en los matorrales.

—¡A mí no me gustan las bromas! —continuó diciendo Alfonsino.

De pronto, observó la luz verde. Desde hacía semanas se le había corrido; ahora, la luz se le acercaba cada vez hasta que estuvo a unas varas.

—Alfonsino —decía una voz sonora que venía de aquella luz que no lograba distinguir claramente por la densa neblina.

—Alfonsino —replicó nuevamente.

Con vos entrecortada, Alfonsino quiso preguntar quién era el dueño de la luz que ahora tenía voz.

—¿Qui-qui-qui-qui-én es?

—¿Me has buscado? —preguntó la voz

—¡Aa-a-a-ve Ma-ma-ma-ma-rí-í-í-a-a Pu-pu-pu-rísima! —exclamó Alfonsino. Mientras se persignaba, sacó su rosario de su bolsa.

Al momento, el ser fantástico salió corriendo por sus pies. Alfonsino miró al pasar cerca de sus pies un animalito igual al zorro cola pelada que había matado minutos antes.

Tomó sus cosas como pudo y se fue para su casa…

Estuvo todo el día siguiente en cama con altas fiebres, sin querer hablar con nadie.

—¿Qué te pasó, Alfonsino? ¡Decime, hombre! —le pedía la Evangelina con clemencia.

Pero Alfonsino  nunca quiso hablar de lo sucedido aquella noche.

***

Décadas después, las carretas habían desaparecido de La Libertad. Alfonsino se fue a vivir a La Gorra, en Zelaya Central. Todas las navidades era visitado por sus hijas. Se juntaba con todos sus nietos cerca del fuego en la cocina a beber café caliente que cultivaba él mismo en el patio de su casa.

Un día, Alfonsino reunió a sus nietos. Finalmente contó la historia de aquella noche; les dijo que el ser fantástico era el mítico «Carbunclo». Contó detalles de su pelea con él, de la confusión que tiene entre el ser fantástico y el zorro cola pelada.

En realidad, nunca quiso mostrarle el hilo de oro; por el contrario, este ser lo que hacía era perder a los mineros en los túneles, alejándolos del camino que llevaba a las vetas de este mineral codiciado. La abuela se quedó calladita mientras lavaba los trastos, sonrió mirando de soslayo al abuelo

El abuelo Alfonsino se levantó de su silla, endulzó con azúcar negra un poco de café en uno de sus viejos pocillos que aún conservaba. La abuela salió al patio y tiró a las gallinas maíz molido en máquina. Nosotros regresamos a nuestra casa en La Batea.

 

FIN

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