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La Cruz de Gálvez (VIII)

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III

El jueves 21de junio de 1792, en el solar de una quinta del barrio de San Sebastián, al caer la tarde y cuando apenas el sol comenzaba a perderse en el horizonte, un hombre de actitud misteriosa con pico y pala se dispone a cavar una fosa que sólo pudo terminar después de un largo y penoso trabajo nocturno ayudado con la débil luz de una fogata. Por las dimensiones del agujero era de pensarse que no lo quería para alojar el cadáver de una persona, ni mucho menos para cocinar una sabrosa cochinita pibil.

Al día siguiente, cuando el reloj marcaba las ocho de la noche, este mismo personaje, después de atar un filoso cuchillo en uno de los extremos de un palo aproximadamente de tres metros de largo, se dispuso a ensillar un caballo alazán, luego se vistió con un traje de mayordomo y, cuando faltaban 30 minutos para las diez de la noche, montó en su brioso corcel y se trasladó a la esquina llamada del Toro entre las calles 61 y 56.

A esa misma hora en el convento de los Franciscanos, en el claustro llamado de los provinciales, un hombre alto, vestido con los hábitos de los frailes de su orden, se paseaba nervioso de un extremo a otro de su amplia y bien amueblada habitación; algunas veces se detenía pensativo, como meditando, para luego reiniciar su silencioso paseo. Su rostro, apenas perceptible por la escasa luz de aquel recinto, dejaba ver su preocupación, acompasada de una respiración acelerada.

En el atrio de la iglesia de San Juan, otro hombre, envuelto en una manta blanca como si se tratara del fantasma de un alma en pena, permanecía acurrucado y semioculto entre las sombras de los gruesos muros del templo, en espera de que otra persona pasara por él.

En la casa de gobierno, como era su costumbre, Don Lucas se había reunido desde las siete de la noche con el Tesorero Real, don Clemente Rodríguez de Trujillo a continuar sus ocupaciones propias de su cargo de gobernante.

Al sonar las campanas de la catedral que anunciaban las diez de la noche, hora en que el sereno se disponía a apagar los faroles de la calle, el Gobernador, dirigiéndose al Tesorero le dice.

–Estimado Clemente, qué te parece si me acompañas a mi casa, nos tomamos unas tazas de café, jugamos un partido de dominó, conversamos de cosas que me tienen muy preocupado, que quiero confiarte para conocer tu opinión y después te regresas.

–Bueno, me parece bien –contestó el señor Rodríguez–. Total, que yendo en la calesa que tienes en la puerta y que después pueda regresar en ella, no hay porqué negarme aceptar tu cordial invitación.

Después de estas palabras, los dos se dirigen al coche, sentándose el Tesorero del lado izquierdo. A pesar de que don Lucas tenía por costumbre viajar del lado derecho, de todas maneras el asesino, aún sin saberlo, no le fue difícil reconocer al Gobernador por la brillantez de los adornos de su uniforme.

Cuando la calesa rebasaba la primera esquina, el jinete con disfraz de mayordomo salió a su encuentro en dirección al poniente y sólo se detuvo un instante para introducir su mortal lanza en el pecho del Señor Gálvez quien, dada la obscuridad de la noche, pensó que le habían dado una pedrada y, llevándose la mano en el pecho, le dijo a Trujillo:

–¡Ah pícaro, que pedrada me ha dado!

Cómo esto sucedió a escasos metros de su residencia, apeándose del coche se metió rápidamente a la sala y, dirigiéndose frente a un espejo empotrado en una consola, se dio cuenta que no se trataba de una pedrada, sino de una puñalada.

Al quitarse la mano de la herida, un torrente de sangre le salía del pecho por lo que, percatándose de la gravedad de su estado, le pidió a su asistente que avisara inmediatamente al Dr. Poveda que vivía a solo tres casas después de la suya.

Pero antes de que el cirujano se hiciera presente, un desvanecimiento obligó a don Clemente a sostenerlo, para evitar que se desplomara al suelo y, recostándolo sobre un diván, le tapó con sus manos la herida para contener la hemorragia; en aquel instante se hizo presente Poveda, pero inútiles fueron sus esfuerzos por salvarle la vida, pues en ese momento expiraba; cuando las agujas del reloj marcaban un cuarto para las once.

El Tesorero Real, al darse cuenta que el Gobernador ya había muerto, se dirigió a la Catedral a fin de comunicar lo sucedido. El presbítero Tur, Teniente de cura del Sagrario, se dirigió a la residencia del funcionario a dar fe de los hechos. Enterado de la realidad, ordenó echar a vuelo la campana mayor de la catedral y veinte cañonazos que disparó la ciudadela, anunciando el fallecimiento del Capitán General. A pesar de la hora, la noticia corrió como reguero de pólvora por toda la ciudad.

El asesino, después de consumado su horrendo crimen, se dirigió a paso veloz rumbo al barrio de San Sebastián y, al pasar por la plaza de San Juan, hizo sonar un silbato para anunciar que había cumplido con su cometido.

Al escucharlo, el hombre que permanecía embozado en la manta para no ser reconocido le preguntó “¿Ya está?”, a lo que el asesino contestó “Ya está”.

Fue toda su respuesta y siguió corriendo hasta donde la noche anterior había cavado una zanja. En ese lugar dio muerte a puñaladas a su inocente corcel, enterrándolo con todo y el traje de mayordomo que él usó para consumar su crimen.

En el convento, el Reverendo que se paseaba nervioso en el claustro de los provinciales, al escuchar la señal de los cañonazos, fue a esconderse en la soledad de su celda; en tanto el asesino, en compañía del embozado de San Juan, haciendo llegar su audacia más allá del cinismo y la perversión, se presentaron en la casa del Gobernador a ofrecer sus servicios con el fin de colaborar en la búsqueda y detención de los supuestos asesinos.

Esa misma noche, después de enterarse, se reunieron algunos capitulares del Ayuntamiento de Mérida y designaron a don Francisco Antonio Pineres, Teniente General y Auditor de Guerra, para hacerse cargo interinamente del mando político de la colonia, mientras llegaba de Campeche el Teniente del Rey, don José Sabido Vargas, que era quien en casos como ese sucedía a los Gobernadores, comunicándosele por oficio el lamentable suceso, a fin de que se presentase a hacerse cargo del Gobierno.

P. Loría T.

Continuará la próxima semana…

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