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La Cruz de Gálvez (IV)

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II

Continuando con su plan de gobierno, Gálvez inició nuevas reformas y dividió la península en 112 distritos, designando como cabeceras a los pueblos con mayor número de habitantes y nombró en cada una de ellas un Juez encargado de velar por la justicia y evitar arbitrariedades. Siguiendo con este orden, disciplinó las milicias y fortificó las guarniciones.

Con el propósito de mejorar el aspecto de la ciudad capital, emprendió trabajos de terracería en las calles del centro y dotó de faroles a las que carecían de ellos.

Desde los primeros días de su administración, se inició la construcción de una alameda con tres amplias avenidas bordeadas de árboles y dotadas de bancas y confidentes, así como de faroles y demás utensilios para su iluminación.

Esta Alameda fue inaugurada el mes de diciembre de 1790 y desde ese momento se convirtió en el sitio preferido y más frecuentado de los habitantes de Mérida; los jóvenes acudían por las tardes con la esperanza de conquistar el corazón de alguna de las bellas damitas de la alta sociedad que se daban cita en aquel lugar. Por ese motivo los jóvenes y luego el pueblo en general comenzó a designarlo como “El Paseo de las Bonitas”, nombre con el que se le continuó designando hasta principios del siglo 20, a pesar que desde 1881 sólo quedaba de ella el tramo de la calle 65 conocida como la “Calle Ancha del Bazar” ya que durante el gobierno de don Manuel Romero Ancona (1878 – 1881) se utilizó parte del terreno por haberse necesitado para la construcción de un Bazar. En el mismo sitio se construyó, años después, el mercado municipal “Lucas de Gálvez”.

En la casa No. 447 de la calle 65, que fue cuartel de infantería, frente a la antigua “Alameda” hay una lápida de piedra que dice: “Esta Alameda Quar/teles, Faroles y casa/para custodia y los uten/silios de su iluminaci/on cedeben al esmero que/puso el Sr. Lucas de/Gálvez Gob y Cap. Gnr/de esta Prov. en adornar/estaCapital sobre/el buen gusto; se dio principio a su fábrica en el año de 1789 y/se concluyó en el año de 1790

El mismo don Lucas no se privó de la satisfacción de darse un paseo por las tardes en la Alameda, tal vez por la alegría interior que todo creador siente al contemplar su obra, o porque le agradaba recibir el saludo de cuantos lo veían caminar por allí, y quizá también para admirar a las jóvenes bonitas que se paseaban en ese lugar.

Lo cierto es que era muy raro el día en que el señor Gobernador no se asomara por el “Paseo de las Bonitas” antes de las 7 de la noche, ya que a esa hora acostumbraba llegar al palacio, a continuar con su trabajo en compañía del Tesorero Real, quien residía en la casa de gobierno.

Al tocar la última campanada de las torres de catedral que anunciaba las diez de la noche, don Lucas daba por concluidas sus actividades del día y se retiraba de sus oficinas, casi siempre en una calesa que lo esperaba a las puertas de palacio para conducirlo a su residencia particular, situada a sólo dos cuadras del centro de la ciudad, entre las calles 61 y 56.

Una tarde que don Lucas daba su habitual paseo, caminando por una de las avenidas de la Alameda, se percató de la presencia de la hermana menor de sus más fuertes enemigos, los Quijano.

Doña Josefa, mujer guapa y hermosa que apenas rebasaba los treinta años, conservaba aún la lozanía propia de la juventud, enmarcada por unas cejas tupidas y muy bien arqueadas sobre unos grandes y bonitos ojos negros que hacían de ella una dama muy atractiva que no podía pasar desapercibida para la mirada avizora de don Lucas, hombre afecto a lisonjear a las mujeres, quien encaminándose a su encuentro la saludó de esta manera:

–Doña Josefita qué hermosa y bonita se ve Ud., caminando por esta Alameda, permítame por favor estrechar sus finas manos.

–Señor Gobernador –contestó doña Josefa Quijano– aun cuando yo sé que mis hermanos son sus enemigos, no puedo dejar de reconocer que esta obra que Ud., realizó es muy bonita y se ha convertido en el centro de reunión de los meridanos, quienes sin duda se lo han de agradecer mucho.

–Doña Josefa, permítame decirle que la enemistad política de sus hermanos no me impide reconocer que Ud. es una distinguida dama de nuestra sociedad, y que por lo tanto es muy merecedora de mis respetos; le ruego por favor, me considere un ferviente admirador suyo, su belleza es superior a la que suponía antes de tener la oportunidad de estar cerca de usted; debo reconocer que me ha deslumbrado.

–No me halague tanto por favor, don Lucas, que me lo voy a creer.

–No son halagos, doña Josefa. Tómelo como un cumplido sincero de este servidor que le admira.

–Muchas gracias, señor Gobernador, y disculpe que me despida de Ud., pero es que tengo el compromiso de una visita.

–No se preocupe, doña Josefina. Que le vaya bien, y no se olvide que mucho me agradaría que Ud. me considere su amigo.

Con estas palabras se despidieron y, mientras doña Josefa se dirige a casa de su amiga, don Lucas se encamina rumbo a palacio para estar puntual a las 7 de la noche, como todos los días, a continuar sus actividades en compañía de don Clemente de Rodríguez y Trujillo.

Un individuo de nombre Esteban de Castro, que desempeñaba el cargo de intérprete de la lengua maya en el Juzgado, pretendía a doña Josefa de Quijano, de quien estaba muy enamorado, aun cuando los hermanos de tan distinguida dama no le permitían acercarse a ella porque lo consideraban un hombre vicioso, muy dado a la bebida y de obscuro linaje.

Pero él, a fin de congraciarse con los Quijano, se convirtió en enemigo gratuito del Sr. Gálvez, a quien dirigía toda clase de improperios siempre que se daba la oportunidad, sobre todo cuando se encontraba en estado de embriaguez.

Esta situación se agravó cuando alguna persona mal intencionada le hizo creer que don Lucas pretendía a doña Josefa con el propósito de suavizar la enemistad entre él y los Quijanos.

P. Loría T.

Continuará la próxima semana…

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