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La Conversación

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Adán Echeverría

Habían sido varias las noches que la tenía al otro lado de la pantalla de mi ordenador. Primero cumplía como padre, durmiendo a mi bebo y atendiendo a mi esposa a quien me gustaba tener bien cogidita, como debe exigir y ser tratada toda mujer. Nada de dejarla a medias: un hombre con una hembra en cama no debe levantarse ni dormirse hasta que quede bien relajada y pueda gozar de un sueño reparador. Para eso ellas viven con los hombres, y no para soportar nuestra mierda.

¡Ah, mi esposa y esas sus tetas que no dejaban de chorrear leche! Bien nos lo había dicho el pediatra: si usted sigue estimulándola, ella seguirá lactando. Así que para qué parar: el erotismo de quedar con los labios, la barbilla y el pecho bañados en leche materna no tiene comparación, y esos sus enormes pezones eran el premio después del embarazo. Mi bebé ya tenía tres años, y claro que desde los diez meses mi esposa le retiró el pecho, pero esa leche que aún seguía produciendo la había reservado para mi, que tan glotón siempre me comportaba.

Mi trabajo de escritor comenzaba después de la segunda cogida. Mi esposa era muy calma con respecto a mi dedicación y me dejaba ser, porque una mujer que se siente bien atendida no pone reparos en las actividades de su hombre. Yo era un tipo que se pasaba las noches escribiendo. En realidad, dormía poco, terminaba con mi esposa a eso de las doce y media de la noche, y me levantaba a fumar un cigarro en la terraza, junto al carro, para mirar un poco la oscuridad exterior, ver pasar algunos trasnochados, mirar correr a los gatos por las azoteas, y sumirme en algunas ideas de meditación: las actividades del día, lo que había para el día siguiente, si necesitaba ahorrar dinero, si quería comportarme un poco mejor.

Aquellas lecturas de Samael Aun Weor me habían servido para poder meditar en las acciones realizadas durante cada día. Uno siempre despierta feliz, y la vida consiste en pasarse el día sin que nada afecte ese estado de tranquilidad. Vivir trata de eso -decía el gnóstico- insistir en continuar sintiéndonos felices al llegar la noche, y yo asumí esas posturas. He ahí el reto, la posibilidad de sostener la búsqueda de la felicidad. Para eso servía recorrer una a una las acciones de nuestro día. No como un iluminado, o un fanático de la meditación, claro que no. El ejercicio me duraba lo que tardaba en consumirse mi cigarro, y luego volvía a la casa, abría el ordenador y me ponía a escribir cuanta historia me venía a la cabeza.

Así es como llegó Francia.

Una noche me pidió amistad y no dudé en aceptarla. Apenas la tuve en la red social comencé a revisar sus fotos, una más sexi que la otra. Cuando pensaba que esta chica me volvía loco, que se metía a las neuronas como un gusano, me topaba con otra fotografía donde se veía aún más sexi: Ella poniéndose los calcetines blancos en sus pequeños pies de bailarina –sabía que era practicante de ballet clásico porque veía las fotos donde entrenaba y, aunque las fotos de sus galas no me parecían importantes, sí las fotos tras las bambalinas, esas fotos invasivas que ella compartía–; sus manos alrededor de sus tobillos, para darles un masaje reparador; ella amarrándose las zapatillas; ella mirando coqueta el espejo mientras se alisa la faldita transparente para salir a escena; ella con el maquillaje blanco y esos pequeños trazos de plata-metálico que le ampliaban los ojos, y qué hermosos eran los ojos de Francia.

Siempre he perseguido esas cosas íntimas en la mujer. Por eso me había detenido en el álbum de sus fotos, para poder entrar de lleno sobre su intimidad, sobre ese erotismo que muestra en cada imagen: Una foto donde sopla sus dedos, haciendo una «o» con sus labios mientras expelía su aliento (seguro con olor a fresas) para secar el esmalta verdiazul de las uñas de sus manos; se ponía una corbata y se hacía los nudos, mientras vestía alguna camisa blanca de hombre y se metía un sombrero en la cabeza; la foto donde tenía ese ‘body’ azul con que entrenaba en el gimnasio; aquella donde levantaba las piernas –duras piernas de bailarina– sobre el escritorio mientras sostenía frente a sus ojos aquel ejemplar de Bram Stoker. No la quería inteligente, y no la imaginaba leyendo a Kant, o pensando en alguna intrascendencia de Foucault, pero verla sostener un libro, mientras jugaba a mordisquear sus lentes, me excitaba; como aquella foto donde mostraba la nuca, o donde regalaba una mirada a ese pavorreal que se había tatuado en el abdomen; sus pequeños pies torcidos por el ballet, así, sin esmalte en las uñas; o donde estaba de pie y de espaldas, y giraba un poco el torso y miraba la cámara con rostro de gatita traviesa. Todos los clichés de esa coquetería que una hembra dulce y fanerógama puede mostrar.

Lo que me encantó de ella es que no era de esas chicas que solo se toman selfies y listo. Francia sabía muy bien que la mujer que ahora nos revienta los huevos es aquella mujer en toda la extensión de la palabra: no un pedazo de carne que lamer y listo, sino una que es trabajadora, o ama de casa y madre, o profesionista, activista de ideas liberales y no de pintas y cartulinas con faltas de ortografía; una mujer que pasa su vida y horas en ocuparse tanto de ella como de los suyos. Hembras poderosas de las que uno debe rodearse siempre. Esas fotos donde cuidaba a sus hijos y los llevaba al parque me atraían todavía más.

Francia comenzó a llenarme las noches después del zafarrancho diario con mi mujer, y ya era algo que analizar el hecho de olvidarme de la leche de mi hembra chorreándome sobre la barba y el pecho para irme a mirar las fotos de esta hembra que había aparecido en la pantalla de mi ordenador. Apenas encendía el equipo, entraba a mi página del feis, y me dedicaba a mirar todo lo que Francia había hecho durante el día. La miraba en silencio, con la idea clara de que ella no estaba enterada de mi incursión a su vida. Todo era así de básico para mis necesidades en aquellas madrugadas cuando me contactó.

Fue muy directa: después del hola me preguntó si en verdad me gustaban tanto sus fotos que me la pasaba mirándola todas las noches. No supe qué cosa decirle en ese momento, pero me hizo sentir en confianza diciéndome que se sentía halagada de ser apreciada. Entonces reparé en que le había dado “like” a todas sus fotos, y que lo había estado haciendo sin percatarme. ¡Qué tonto me había visto! Era un maldito acosador nocturno, cuando quería pasar desapercibido. Vi que se abría de nuevo la ventana del chat y una foto de ella me esperaba. Me había enviado una foto sonriente, coqueta, con muy poca ropa, diciendo: “Esta no la publicaré; es una foto que me tomé solo para ti.”

–¿Estás listo para tenerme esta noche? –y agregó otra imagen, ahora con su boquita pintada de rojo y con pequeñísima pedrería de fantasía fina. El juego había comenzado sin reticencias. Los dos nos dijimos cosas sucias desde el tercer mensaje. A su «qué haces despierto a esta hora; ¿no deberías estar cogiendo?», contesté: –Me recupero de ello. Ella duerme y yo tengo lista la cabeza para pensar y escribir–. Me olvidé de toda aquella meditación rutinaria en la terraza de mi casa. Era claro que yo no iba jamás a ser un tipo religioso, ni filósofo, ni gnóstico, ni nada que se le pareciera. Mis instintos eran tan humanos como animal en celo que me sentía, deseoso de aquella mujer que había dado aquel paso hacia mí.

–Y, en vez de escribir, ahí vas a buscar «viejas» para tontear, ¿verdad?

–¿Qué puedo hacer? Ellas aparecen tan lindas frente a mis ojos

¿Cuánto puede uno resistirse a la presión de una hembra de esta naturaleza? Irradiaba tanta seguridad en sus frases, como en el hecho de enviarme fotos, que no me daba tiempo de sentirme halagado, ni en pensar que algo de raro tenía aquello.

–¿Cuándo me dejarás verte? Esta semana mi esposo no estará, y puedo decirle a mi madre que se quede con mi beba.

Francia era madre de una beba de tres años, justo la edad que tenía mi hijo, eso de las repeticiones que seguido nos ocurren. En muchas de sus fotos aparecía con su retoño a un lado.

–¿Estás decidido a que arruinemos nuestra historia de parejas casadas y fieles? –esto lo dijo acompañando una foto donde me dejaba ver su ombligo y justo empezaban a notarse sus vellitos del pubis.

–¿Cuándo podré verte? –leía yo, mientras me enviaba una foto de sus piernas y sus hermosos pies con las pintadas uñas de rojo.

Estaba a punto de contestarle que claro, que mañana mismo vería cómo hacerle para verla, cuando escuché a mi espalda la respiración de mi esposa diciéndome: «¿Cómo vas con el cuento?, ¿quieres que te prepare un café?»

Sentí que se me caían los huevos al suelo por la sorpresa. Uno nunca será tan rápido para cambiar de pestaña y ocultar el programa o, en mi caso, para minimizar la pantalla de la conversación que sostenía con Francia. Pero mi esposa tampoco sería tan rápida para mirar detrás de mi espalda y ver con quién estaba conversando.

Mientras hacía todo para cambiar de pestaña de la manera más natural y discreta que podía para ocultar el chat (iluso), me di vuelta hasta quedar frente al rostro de mi mujer que bebía un vaso de leche; algunas gotas terminaron de caerle por la barbilla.

–¡Vaya que se me cae la leche! –dijo risueña, mientras yo la jalaba hacia mí y la sentaba en mis muslos.

Comencé a lamerle la barbilla.

–No tienes llenadera, ¿verdad?

–Me gustas mucho –alcancé a decir.

La ventanita de la conversación con Francia comenzó a parpadear, como señal de que me seguía escribiendo.

No podía dejar que mi esposa viera el monitor. Aprovechando la silla giratoria, di vuelta para que ella quedara de espaldas a la pantalla, montada sobre mí, lista para ser besada y penetrada: no traía calzones y aproveché la erección que ya tenía por las fotos y la charla con Francia. Comencé a meterme a ella. Mi mujer dio un sorbo a la leche del vaso y giró para dejarlo sobre el escritorio, junto al ordenador.

Yo le mordí una teta, tenuemente, para que no dejara de mirarme. La tela de su blusita de algodón se mojó con la leche que aun le salía de los pezones erectos. Con mis dedos comencé a explorarle los vellitos alrededor de su ano; ella me tenía adentro. Me puso las tetas en la cara y, moviéndose como la hembra dueña de mí que se sabía, preguntó:

–¿Ya terminaste de hablar con tu amiga?

Fingí no escucharla. Era verdad que lo había dicho sin subir de tono, como si nada.

Traté de concentrarme en ella, pero sabía que la sangre abandonaba mi pene y me subía al cerebro. Me encanta meterle de a poco los dedos en la raja, es algo que sé que ella disfruta y me pone duro de inmediato, rozarle el culo con la yema de los dedos… Pero la pregunta de mi esposa flotaba en el aire como un fantasma que decía: «Qué pena me das, pobre pendejo».

Ella me tomó de la cabeza, para mirarme a los ojos y repitió:

–¿Ya terminaste de hablar con ella?

Supe que no había escapatoria. Yo era un tipo derrotado. Mi mujer tenía la última palabra y no tenía nada qué decir. Se desmontó de mí y cogió su vaso con leche del escritorio.

–Me voy a dormir. ¿Vienes?

Supe que esa era la frase final. En ella estaba inscrito: «Te perdono, pero ven de inmediato tras de mí.»

Cerré las pestañas de los programas sin pensarlo más.

Apagué todo de inmediato.

La idea de Francia había salido por la ventana junto con mi hombría. Era yo un hombre dominado por el miedo. Un ratón que no tenía posibilidades. Fui derrotado por el poder que mi esposa tenía sobre la infidelidad en que me había descubierto.

No quise decir nada y fui a la habitación.

Ella estaba acostada bajo las sábanas.

Creí que comenzaría a discutir, que al día siguiente me dejaría, y no tenía más nada que decir. No había pasado nada extraordinario, pero había decidido ver a Francia, me había ganado la lujuria, y estuve decidido a arriesgarlo todo.

No supe nunca, no podía saber, cuánto tiempo estuvo mi mujer detrás de mí. Yo chateaba y me ponía de acuerdo con Francia cuando escuché su voz detrás de mí.

Ella era dueña de la información, y del destino de nuestra relación.

Pensé en mi hijo, en el trabajo, en qué haría al despertar, en cómo enfrentar un nuevo día.

Ella se volteó hacia mí.

Me deslicé bajo las sábanas…

Sentí su desnudez y la humedad de su pubis que rozaba mi pierna, como un molusco que iba lamiendo mi rodilla, untando su exquisita mucosidad.

Me tomó del cuello y me dio un largo beso para decir en un gemido, mientras arrastraba una mano por mi pecho y mi abdomen, hasta tomar mi pene.

–Te quiero dentro de mí.

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